“La hora de la voluntad:
únicamente cuando se trate de evitar
la maldad y la bajeza”
Peter Handke.
únicamente cuando se trate de evitar
la maldad y la bajeza”
Peter Handke.
En este tiempo de guerras permanentes, pensar en las voluntades que hacen posible perpetuar la Paz es pensar en los procesos que las sociedades modernas deben implementar para resolver sus conflictos. La reflexión que surge entorno a la elaboración de la Constitución europea nos está haciendo dialogar sobre cómo debe actuar una colectividad en este agitado principio de milenio, y en consecuencia, cuales deben ser sus costumbres. La economía, la gestión de nuestro entorno, determina nuestra manera de relacionarnos y legitima finalmente el significado de las palabras que utilizamos para representar al mundo y a nosotros mismos.
La batalla de intereses, como tantas otras veces en la historia, se desenvuelve también en el lenguaje, y es en él donde debemos prestar mayor atención. En este sentido, los trabajos desarrollados por la escuela de Friburgo y, más recientemente, los textos y reflexiones publicados por Walter Oswalt nos ayudan a desentrañar las múltiples perversiones que han sufrido palabras tan decisivas como “liberalismo”, y que han servido para rebajar las verdaderas necesidades que nuestras sociedades abiertas demandan.
Democracia, seguridad, libertad, derechos humanos, son también palabras, conceptos, que han caído bajo las salvajes redefiniciones de la ideología neoliberal que pretende la libertad ilimitada del capital frente a la sumisión del individuo. Las corporaciones transnacionales junto a la acción política han hecho que los Estados de derecho pierdan sus capacidades para garantizar que el mercado se desarrolle libremente, han expropiado los bienes públicos cediéndolos a las concentraciones de capital, y han desarrollado un sistema de gobernanza centralizado y planificado que se contradice incluso con el principal argumento del capitalismo: los beneficios de la libre competencia. La desresponsabilización del Estado se traduce en la disolución del contrato social y devalúa nuestras democracias.
En la Europa que pretendemos constituir ya presenciamos como el Estado Nazi generó plataformas económicas capaces de engendrar las peores pesadillas del siglo XX. Ahora debemos ser capaces de autolimitarnos para conquistar la libertad necesaria que requiere nuestro ecosistema. Lo expresó muy bien Karl Marx en los Manuscritos Económico-Filosóficos de 1844, cuando nos proponía: “la armoniosa reconciliación de sujeto y objeto a través de la humanización de la naturaleza y la naturalización de la humanidad.”
Europa: un continente con voluntad autolegisladora
La identidad es el sentimiento de apego a nosotros, y este “nosotros” debe entenderse también como el sentimiento de pertenencia a una comunidad. Europa está asistiendo a la constitución de su identidad colectiva y para ello necesita contenidos. Sentirse integrados a la unidad geográfica, social, política y económica de esta nueva organización dependerá de que exista una clara necesidad individual de pertenecer a ella, y en mi opinión, esta necesidad existe con más fuerza que nunca.
Es muy probable que, en esta búsqueda de contenidos, la UE tenga que poner límites a su ampliación para no perder su significado geográfico e histórico. Los valores y costumbres que determinan al ciudadano europeo, nuestros contenidos éticos, deben tener un espacio físico bien definido. Nuestras costumbres deben ser coherentes con nuestro sentido fundamentador y basarse en aquellos principios que se definieron en la Carta de las Naciones Unidas. La grandeza de los valores fundacionales europeos son los que pueden y deben ser compartidos con aquellos países que quieran participar de ellos. Europa representa el lugar donde el hombre posmoderno entendió la inutilidad de la agresión.
Si observamos con atención los últimos acontecimientos internacionales veremos como la globalización está despertando nuevas conciencias. Estar más comunicados está significando el nacimiento de un nuevo organismo del que apenas conocemos sus propiedades emergentes. Europa puede constituirse como un órgano vital para este nuevo ser planetario, pero para ello debe encontrar su lugar, su forma y su función en el mundo.
La globalización, quizás como sugieren las tesis de Imperio de Michael Hardt-Antonio Negri, producida por los mismos que lucharon contra las fuerzas dominantes, los que querían internacionalizar los movimientos de los oprimidos, los que lucharon y perdieron pero pese a la derrota, sus sueños se realizaron en forma de monstruos, la globalización como decíamos está de nuevo en crisis y nos obliga a pensar cada vez más de forma holística para combatir toda narración basada en un pensamiento único que goza ante su autodestrucción.
Europa debe asumir su responsabilidad heredada y constituirse sobre la base de un texto que refleje más un continente político, social y ecológico y menos un contenido capitalista neoliberal. Debe alejarse y oponerse a la visión propuesta por el neoconservadurismo estadounidense anclado en el S. XIX y que actúa sobre la frágil situación internacional basándose en el caduco concepto de frontera.
Con la ideología neoliberal, no sólo se ha debilitado al Estado, sino que también se ha modificado el significado profundo de frontera y seguridad. Estamos desamparados frente a Estados anoréxicos, en quiebra desde que perdieron el poder sobre sus economías, y humillados ahora que están perdiendo sus derechos. Con Guantánamo, Abu Grahib, y otros agujeros negros semejantes, ya nadie puede exigirle al Estado que le garantice los mínimos derechos humanos.
Hablamos de guerras asimétricas, de organismos transnacionales, de terrorismo internacional, de sostenibilidad, de pandemias globales. Todos estos complejos problemas de nuestro tiempo deben afrontarse con estrategias más ilustradas que las que propone la actual industria mecanicista y pesada energético-militar-farmacéutica. Necesitamos una nueva revolución científica, una segunda Ilustración para esta modernidad líquida(1), una ciencia basada en el pensamiento en red y en la redefinición de la objetividad, que asuma plenamente el principio de incertidumbre y cambie nuestras disposiciones cognitivas para hacer posible una verdadera revolución política y social(2).
Puede que, como sugiere Jeremy Rifkin, el “Nuevo Mundo” haya dejado de ser EEUU, y que el “sueño americano” cada vez agrade a menos gente. Y es justamente ésta la oportunidad histórica que tiene Europa para soñar y constituir una auténtica comunidad de ciudadanos comprometida con la universalización de los derechos humanos. Porque ser revolucionario es no asumir ciegamente la distancia que nos separa de la utopía.
Hace tiempo que creo que el gran capital, y mediante los mercados desregularizados y desresponsabilizados, está invirtiendo en el terror.
El sociólogo alemán Ulrich Beck nos advierte que las mafias prefieren y promueven las sociedades del riesgo, y sin duda nuestra aldea global se está convirtiendo en una “sociedad del riesgo”(3). Los grandes consorcios y grupos transnacionales de poder, mediante sus actuaciones y políticas, están asumiendo con sus tecnologías, riesgos no cuantificables. Riesgos que, producidos también por los sueños de la razón, afectan al sistema que James Lovelock describió como Gaia, ese gran organismo al que pertenecemos todos. Los riesgos atómicos, ecológicos, transgénicos, incluso psicológicos que estamos asumiendo, no prevén las consecuencias de su uso en el tiempo porque simplemente las desconocemos.
La precariedad en el mercado laboral, un verdadero virus social, está convirtiendo nuestras ciudades en junglas urbanas, donde quien acumule más capital podrá seguir soñando libremente con su seguridad. De hecho, éste es el nuevo contrato social vigente: “Los derechos democráticos de libertad y equidad serán garantizados mientras se permanezca en el sistema”. Y el sistema nos incrusta a su mecanismo haciéndonos víctimas y cómplices de su especulativo y estadístico progreso(4).
Fueron los conservadores Reagan y Thatcher, amantes de la especulación y la estadística, los que siempre decían que la sociedad no existía. Probablemente pensaban que sólo debería existir el sistema, sin control democrático alguno, y lleno de individuos flotando por el teórico libre mercado. Pues bien, nos acercamos aceleradamente a esas malditas “utopías”, y la oportunidad de Europa es asumir sus compromisos y responsabilidades.
Empieza a ser necesario que nuestros gobiernos e instituciones políticas y económicas transnacionales se autoreformen para establecer mecanismos de control verdaderamente democráticos. Hoy en día existe la tecnología suficiente para que la multitud(5) se organice eficientemente de forma local, descentralizada y coordinada en red.
Seguramente los que propagan el fin de la Historia son aquellos que, a parte de estar muy bien situados, pretenden renunciar para siempre a los principios básicos del liberalismo auténtico, aquellos que persiguen una revolución política para aplicar los derechos fundamentales como derechos humanos(6).
Un sueño ilustrado y posmoderno europeo
Dicen los especialistas del sueño que nuestro cerebro está siempre soñando. Lo que pasa es que al despertar, nuestro estado de conciencia nos obliga a diluir los sueños en la espesa realidad. No descubrimos nada nuevo al decir que sin sueños tampoco obtendríamos realidades. El mito (el rumor) nos ha sido muy útil para construir nuestras realidades, y es analizando esos mitos y pensando dialógicamente, moviendo la lengua como decía Aristóteles, que el hombre puede llegar a ser su demiurgo. La modernidad significó un paso hacia la ilustrada superación de lo divino, pero el malentendido progreso vino a suplantar la divinidad a nuestro destino. Fue la posmodernidad que nos hizo sospechar del progreso, y que ha influido sobre todo en Europa, la que nos ha permitido avanzar sobre mitos más humanos y no dejarnos atrapar por los integrismos religiosos. Las metafísicas fundadas sobre lo religioso(7) empiezan a ser un verdadero problema global. Un problema que amenaza también a la sociedad de EEUU(8).
Puede que el descubrimiento europeo de América fuera más un descubrimiento de la verdadera identidad europea, y que ese reflejo narcisista haya sido por mucho tiempo un mito a seguir, pero la madurez que nos ofrece el pensamiento posmoderno debería hacernos abandonar el discurso religioso y avanzar en la construcción de un necesario espacio moral. Morar un espacio común, más allá de esas junglas hobbesianas, de esos invernaderos kantianos, quizás inaugurando burbujas, como las nombra Peter Sloterdijk, donde fuera posible la vida bajo unas condiciones orgánicamente relacionadas para autoprotegerse.
El Tratado Constitucional que estamos escribiendo abusa demasiado de la retórica europeísta y define muy poco los mecanismos institucionales que servirán para llevar a cabo ésta utópica tarea. Hablamos del principio de precaución mientras las transnacionales de los transgénicos ya están introduciendo sus productos sin etiquetar en la alimentación de los españoles. Por el contrario, transcribimos casi al pie de la letra los principios y los métodos establecidos por la ideología neoliberal para seguir desregularizando los mercados, privatizando nuestros bienes públicos, y en definitiva para concederle más derechos a las entidades económicas que a las personas. El ciudadano europeo sueña con un consenso más vertebrador que el cansado Consenso de Washington, y es responsabilidad de sus administradores la redacción de un texto que exprese con más claridad el organismo transnacional que queremos constituir.
En la propuesta que se nos lanza desde Roma, se habla demasiado explícitamente de los poderes de los Bancos Centrales, y de forma demasiado literaria cuando se hace referencia a los derechos de la sociedad civil. En el Tratado tampoco se habla de la necesidad de crear una organización que regule y controle la calidad y diversidad de la información que consumimos. Se sigue ignorando que también estamos hechos de información. No existe democracia sin transparencia en la comunicación.
En estos últimos años, desde Seattle hasta Barcelona, Londres, Mumbai, New York, pasando por Tel-Aviv, Jerusalén, Porto Alegre, el Cairo, Rabat, se han levantado auténticas multitudes (jóvenes, viejos, empleados, empresarios y desamparados) para hacer oír una voz que pide a gritos otro mundo es posible(9). Lo que nombramos como sociedad civil global se está alzando ante un desorden de justicia que avanza impúdicamente en nombre de nuestra civilización.
En Europa tampoco estamos a salvo de que la religión no se adentre en lo político. La Constitución ha generado una auténtica lucha de poderes entre la actual administración del Vaticano y la élite europea. Una lucha que se ha hecho visible también en la dificultosa admisión de Turquía a la UE, y que ha planteado la integración de una Europa musulmana. También la sucesión del Papa Juan Pablo II, como sugiere Hans Küng, nos mostrará el poder que todavía conserva la iglesia Católica en Europa, la posibilidad que tenemos para superar el modelo jerárquico de entender las relaciones con el distante, con el distinto, con el otro.
Hemos estado construyendo nuestras identidades personales y colectivas desde categorías excluyentes que enfatizaban las diferencias, y ahora empezamos a percibir la necesidad de definir esas mismas identidades desde una empatía cosmopolita. El eje Franco-Alemán que sostiene la “vieja” Europa está generando nuevas políticas de cooperación entre Estados. Esto debería ser considerado como los inicios de una voluntad política que pretende llevar a la práctica un nuevo paradigma de relacionarnos con el entorno.
Pero entre las élites europeas también existen diferencias transatlánticas que hacen que esta propuesta de Tratado no sea todavía la que necesitamos. Las fuerzas conservadoras gobiernan Europa, y se han dejado oír en las declaraciones de comisarios de una prematura administración Barroso. Hay cambios pero son todavía demasiado lentos para que acaben reflejándose en este deseado sueño europeo. En Cataluña hemos estado reivindicando un legítimo reconocimiento de nuestra cultura y nuestra lengua, y parece que hay espacio para el optimismo. Si el Parlamento europeo ha sido capaz de tomarse un tiempo para resolver el caso Buttilglione, puede que sea también el momento de volver a consensuar una solución más rigurosamente liberal para definir nuestra Constitución.
Hace solamente sesenta años, Europa se levantaba sobre las pesadillas del holocausto y con más de cincuenta millones de muertos y, en muy poco tiempo, ha sido capaz de convertirse en una sociedad influyente. Ha sido el análisis crítico de su pasado lo que ha responsabilizado a Europa para que asuma lo moral en lo político. Kant, en Antropologia desde un punto de vista cosmopolita opinaba que: “... la gran diferencia entre las capacidades naturales del hombre y su tarea moral y política es que la naturaleza nos ha dejado abandonados con sus dotes y disposiciones, y que sólo a nosotros nos corresponde cargar con todo esto para llevar a cabo una actividad estructuradora de naturaleza normativa.”
En este sentido, la experiencia existencial que se ha vivido en el continente europeo recoge un saber práctico que debería hacer posible la constitución de un derecho común, dónde la libertad individual y la responsabilidad colectiva encuentren su expresión. La necesidad que tiene Europa de definir una verdadera identidad del ciudadano europeo es la misma que los ciudadanos europeos tienen para sentirse representados políticamente dentro de este precario equilibrio internacional.
Las nuevas exigencias del milenio
Hay muchas esperanzas puestas en el legítimo experimento de gobernanza transnacional que se está llevando a cabo en Europa. Las profundas modificaciones que ha sufrido nuestro sistema económico global ha desbordado los viejos marcos institucionales y, en consecuencia, están cambiando los modelos de gobierno. Nos acercamos a una nueva era global y debemos ser capaces de superar los viejos órdenes establecidos, entre otras cosas porque éstos ya no nos sirven para contener la realidad. La concentración de poder, la exclusión, la desresponsabilización de los actores económicos y políticos, las desigualdades, los abusos ecológicos, están acelerando la restauración de la barbarie y amenazan nuestra supervivencia como especie.
Europa debe potenciar ese espíritu que la encamina hacia un verdadero socialismo democrático, debe repensar los conceptos de crecimiento económico y calidad de vida, y debe saber transformar los viejos modelos competitivos en otros más orientados a la cooperación. El déficit democrático de esta presunta Constitución se pone de manifiesto incluso en el hecho de que el proceso utilizado para su misma elaboración no se ha llevado a cabo mediante una asamblea constituyente. La forma en que las lógicas de los Estados imposibilitan la no aceptación del Tratado por parte del ciudadano, y la rigidez del mecanismo de su futura reforma, hacen sospechar de las verdaderas intenciones de los burócratas europeos.
El proyecto que se nos presenta como Tratado constitucionaliza el liberalismo conservador como doctrina oficial de la Unión Europea, se declara explícitamente defensor de la competencia como fundamento del derecho comunitario y de todas las actividades humanas, ignora los grandes objetivos de la Europa social -el derecho al trabajo, el pleno empleo, la eliminación de la precariedad, la renta mínima garantizada-, renuncia a ser la conciencia ecológica del mundo y acaba otorgando a una institución no europea, como es el caso de la OTAN, centralidad en las políticas exteriores y de defensa, alejándonos definitivamente de una verdadera y posible política de paz humanitaria.
Estamos viendo como se escriben las nuevas constituciones para todas aquellas poblaciones que son sometidas por las democracias de dirección única, y que el neoconservadurismo está implantando tanto en el centro como en las periferias del Imperio. Lo hemos visto en Irak y también lo veremos en la esperada Palestina sin Arafat; cómo se establecen los principios neoliberales en las renacidas constituciones del siglo XXI. Esas “libertades encerradas dentro de la gran falta de libertad”, como las describe Walter Oswalt, son las dirigidas opciones que los consorcios ofrecen a la demanda. La única oferta posible para las democracias de menú con regimenes de consumo insostenible.
Europa debe saber poner límites a sus concentraciones de capital y protegerse de las corporaciones externas para garantizar las libertades individuales de sus ciudadanos. Debe definir un espacio supranacional legítimo con su biosistema, desde donde pueda ser posible universalizar los derechos humanos. Todos los abusos a nuestro entorno, nos recuerda Oswalt, están mermando la democracia. La sostenibilidad también es un concepto político.
Hacen falta nuevas interpretaciones para describir los hechos que todavía están por llegar. Las distintas narrativas históricas que generaron el 11-S en EEUU y el 11-M en Europa, reflejan claramente hacia dónde se dirigen estas dos voluntades transatlánticas, y qué compromisos están dispuestas a asumir.
Deslumbrados por la aceleración, la modernidad avanza sin dirección hacia el progreso, y el exceso de velocidad nos está exigiendo una revolución, un giro sobre nosotros mismos, una reflexión sobre el ethos de nuestra civilización occidental hipnotizada por la fe en el libre mercado.
A veces en la historia los sueños no se hacen realidad por culpa de la voluntad. El hombre que habita el lenguaje es un animal atípico, sin un topos establecido y, por lo tanto, no sólo físico. Es un hombre “capaz”, tal y como lo describe Paul Ricoeur(10), capaz de querer y de disponer. El hombre hábil en querer y en poder. Animal con voluntad de poder sobre la acción. Hombre que piensa y se pregunta: ¿Qué debo hacer?
Vivimos en estado de excepción permanente mientras las bombas caen también sobre nuestros mercados. Ya hemos comprobado como la cultura no nos inhibe de la barbarie, pero sí quizás pueda hacerlo un decidido acto de voluntad.
La batalla de intereses, como tantas otras veces en la historia, se desenvuelve también en el lenguaje, y es en él donde debemos prestar mayor atención. En este sentido, los trabajos desarrollados por la escuela de Friburgo y, más recientemente, los textos y reflexiones publicados por Walter Oswalt nos ayudan a desentrañar las múltiples perversiones que han sufrido palabras tan decisivas como “liberalismo”, y que han servido para rebajar las verdaderas necesidades que nuestras sociedades abiertas demandan.
Democracia, seguridad, libertad, derechos humanos, son también palabras, conceptos, que han caído bajo las salvajes redefiniciones de la ideología neoliberal que pretende la libertad ilimitada del capital frente a la sumisión del individuo. Las corporaciones transnacionales junto a la acción política han hecho que los Estados de derecho pierdan sus capacidades para garantizar que el mercado se desarrolle libremente, han expropiado los bienes públicos cediéndolos a las concentraciones de capital, y han desarrollado un sistema de gobernanza centralizado y planificado que se contradice incluso con el principal argumento del capitalismo: los beneficios de la libre competencia. La desresponsabilización del Estado se traduce en la disolución del contrato social y devalúa nuestras democracias.
En la Europa que pretendemos constituir ya presenciamos como el Estado Nazi generó plataformas económicas capaces de engendrar las peores pesadillas del siglo XX. Ahora debemos ser capaces de autolimitarnos para conquistar la libertad necesaria que requiere nuestro ecosistema. Lo expresó muy bien Karl Marx en los Manuscritos Económico-Filosóficos de 1844, cuando nos proponía: “la armoniosa reconciliación de sujeto y objeto a través de la humanización de la naturaleza y la naturalización de la humanidad.”
Europa: un continente con voluntad autolegisladora
La identidad es el sentimiento de apego a nosotros, y este “nosotros” debe entenderse también como el sentimiento de pertenencia a una comunidad. Europa está asistiendo a la constitución de su identidad colectiva y para ello necesita contenidos. Sentirse integrados a la unidad geográfica, social, política y económica de esta nueva organización dependerá de que exista una clara necesidad individual de pertenecer a ella, y en mi opinión, esta necesidad existe con más fuerza que nunca.
Es muy probable que, en esta búsqueda de contenidos, la UE tenga que poner límites a su ampliación para no perder su significado geográfico e histórico. Los valores y costumbres que determinan al ciudadano europeo, nuestros contenidos éticos, deben tener un espacio físico bien definido. Nuestras costumbres deben ser coherentes con nuestro sentido fundamentador y basarse en aquellos principios que se definieron en la Carta de las Naciones Unidas. La grandeza de los valores fundacionales europeos son los que pueden y deben ser compartidos con aquellos países que quieran participar de ellos. Europa representa el lugar donde el hombre posmoderno entendió la inutilidad de la agresión.
Si observamos con atención los últimos acontecimientos internacionales veremos como la globalización está despertando nuevas conciencias. Estar más comunicados está significando el nacimiento de un nuevo organismo del que apenas conocemos sus propiedades emergentes. Europa puede constituirse como un órgano vital para este nuevo ser planetario, pero para ello debe encontrar su lugar, su forma y su función en el mundo.
La globalización, quizás como sugieren las tesis de Imperio de Michael Hardt-Antonio Negri, producida por los mismos que lucharon contra las fuerzas dominantes, los que querían internacionalizar los movimientos de los oprimidos, los que lucharon y perdieron pero pese a la derrota, sus sueños se realizaron en forma de monstruos, la globalización como decíamos está de nuevo en crisis y nos obliga a pensar cada vez más de forma holística para combatir toda narración basada en un pensamiento único que goza ante su autodestrucción.
Europa debe asumir su responsabilidad heredada y constituirse sobre la base de un texto que refleje más un continente político, social y ecológico y menos un contenido capitalista neoliberal. Debe alejarse y oponerse a la visión propuesta por el neoconservadurismo estadounidense anclado en el S. XIX y que actúa sobre la frágil situación internacional basándose en el caduco concepto de frontera.
Con la ideología neoliberal, no sólo se ha debilitado al Estado, sino que también se ha modificado el significado profundo de frontera y seguridad. Estamos desamparados frente a Estados anoréxicos, en quiebra desde que perdieron el poder sobre sus economías, y humillados ahora que están perdiendo sus derechos. Con Guantánamo, Abu Grahib, y otros agujeros negros semejantes, ya nadie puede exigirle al Estado que le garantice los mínimos derechos humanos.
Hablamos de guerras asimétricas, de organismos transnacionales, de terrorismo internacional, de sostenibilidad, de pandemias globales. Todos estos complejos problemas de nuestro tiempo deben afrontarse con estrategias más ilustradas que las que propone la actual industria mecanicista y pesada energético-militar-farmacéutica. Necesitamos una nueva revolución científica, una segunda Ilustración para esta modernidad líquida(1), una ciencia basada en el pensamiento en red y en la redefinición de la objetividad, que asuma plenamente el principio de incertidumbre y cambie nuestras disposiciones cognitivas para hacer posible una verdadera revolución política y social(2).
Puede que, como sugiere Jeremy Rifkin, el “Nuevo Mundo” haya dejado de ser EEUU, y que el “sueño americano” cada vez agrade a menos gente. Y es justamente ésta la oportunidad histórica que tiene Europa para soñar y constituir una auténtica comunidad de ciudadanos comprometida con la universalización de los derechos humanos. Porque ser revolucionario es no asumir ciegamente la distancia que nos separa de la utopía.
Hace tiempo que creo que el gran capital, y mediante los mercados desregularizados y desresponsabilizados, está invirtiendo en el terror.
El sociólogo alemán Ulrich Beck nos advierte que las mafias prefieren y promueven las sociedades del riesgo, y sin duda nuestra aldea global se está convirtiendo en una “sociedad del riesgo”(3). Los grandes consorcios y grupos transnacionales de poder, mediante sus actuaciones y políticas, están asumiendo con sus tecnologías, riesgos no cuantificables. Riesgos que, producidos también por los sueños de la razón, afectan al sistema que James Lovelock describió como Gaia, ese gran organismo al que pertenecemos todos. Los riesgos atómicos, ecológicos, transgénicos, incluso psicológicos que estamos asumiendo, no prevén las consecuencias de su uso en el tiempo porque simplemente las desconocemos.
La precariedad en el mercado laboral, un verdadero virus social, está convirtiendo nuestras ciudades en junglas urbanas, donde quien acumule más capital podrá seguir soñando libremente con su seguridad. De hecho, éste es el nuevo contrato social vigente: “Los derechos democráticos de libertad y equidad serán garantizados mientras se permanezca en el sistema”. Y el sistema nos incrusta a su mecanismo haciéndonos víctimas y cómplices de su especulativo y estadístico progreso(4).
Fueron los conservadores Reagan y Thatcher, amantes de la especulación y la estadística, los que siempre decían que la sociedad no existía. Probablemente pensaban que sólo debería existir el sistema, sin control democrático alguno, y lleno de individuos flotando por el teórico libre mercado. Pues bien, nos acercamos aceleradamente a esas malditas “utopías”, y la oportunidad de Europa es asumir sus compromisos y responsabilidades.
Empieza a ser necesario que nuestros gobiernos e instituciones políticas y económicas transnacionales se autoreformen para establecer mecanismos de control verdaderamente democráticos. Hoy en día existe la tecnología suficiente para que la multitud(5) se organice eficientemente de forma local, descentralizada y coordinada en red.
Seguramente los que propagan el fin de la Historia son aquellos que, a parte de estar muy bien situados, pretenden renunciar para siempre a los principios básicos del liberalismo auténtico, aquellos que persiguen una revolución política para aplicar los derechos fundamentales como derechos humanos(6).
Un sueño ilustrado y posmoderno europeo
Dicen los especialistas del sueño que nuestro cerebro está siempre soñando. Lo que pasa es que al despertar, nuestro estado de conciencia nos obliga a diluir los sueños en la espesa realidad. No descubrimos nada nuevo al decir que sin sueños tampoco obtendríamos realidades. El mito (el rumor) nos ha sido muy útil para construir nuestras realidades, y es analizando esos mitos y pensando dialógicamente, moviendo la lengua como decía Aristóteles, que el hombre puede llegar a ser su demiurgo. La modernidad significó un paso hacia la ilustrada superación de lo divino, pero el malentendido progreso vino a suplantar la divinidad a nuestro destino. Fue la posmodernidad que nos hizo sospechar del progreso, y que ha influido sobre todo en Europa, la que nos ha permitido avanzar sobre mitos más humanos y no dejarnos atrapar por los integrismos religiosos. Las metafísicas fundadas sobre lo religioso(7) empiezan a ser un verdadero problema global. Un problema que amenaza también a la sociedad de EEUU(8).
Puede que el descubrimiento europeo de América fuera más un descubrimiento de la verdadera identidad europea, y que ese reflejo narcisista haya sido por mucho tiempo un mito a seguir, pero la madurez que nos ofrece el pensamiento posmoderno debería hacernos abandonar el discurso religioso y avanzar en la construcción de un necesario espacio moral. Morar un espacio común, más allá de esas junglas hobbesianas, de esos invernaderos kantianos, quizás inaugurando burbujas, como las nombra Peter Sloterdijk, donde fuera posible la vida bajo unas condiciones orgánicamente relacionadas para autoprotegerse.
El Tratado Constitucional que estamos escribiendo abusa demasiado de la retórica europeísta y define muy poco los mecanismos institucionales que servirán para llevar a cabo ésta utópica tarea. Hablamos del principio de precaución mientras las transnacionales de los transgénicos ya están introduciendo sus productos sin etiquetar en la alimentación de los españoles. Por el contrario, transcribimos casi al pie de la letra los principios y los métodos establecidos por la ideología neoliberal para seguir desregularizando los mercados, privatizando nuestros bienes públicos, y en definitiva para concederle más derechos a las entidades económicas que a las personas. El ciudadano europeo sueña con un consenso más vertebrador que el cansado Consenso de Washington, y es responsabilidad de sus administradores la redacción de un texto que exprese con más claridad el organismo transnacional que queremos constituir.
En la propuesta que se nos lanza desde Roma, se habla demasiado explícitamente de los poderes de los Bancos Centrales, y de forma demasiado literaria cuando se hace referencia a los derechos de la sociedad civil. En el Tratado tampoco se habla de la necesidad de crear una organización que regule y controle la calidad y diversidad de la información que consumimos. Se sigue ignorando que también estamos hechos de información. No existe democracia sin transparencia en la comunicación.
En estos últimos años, desde Seattle hasta Barcelona, Londres, Mumbai, New York, pasando por Tel-Aviv, Jerusalén, Porto Alegre, el Cairo, Rabat, se han levantado auténticas multitudes (jóvenes, viejos, empleados, empresarios y desamparados) para hacer oír una voz que pide a gritos otro mundo es posible(9). Lo que nombramos como sociedad civil global se está alzando ante un desorden de justicia que avanza impúdicamente en nombre de nuestra civilización.
En Europa tampoco estamos a salvo de que la religión no se adentre en lo político. La Constitución ha generado una auténtica lucha de poderes entre la actual administración del Vaticano y la élite europea. Una lucha que se ha hecho visible también en la dificultosa admisión de Turquía a la UE, y que ha planteado la integración de una Europa musulmana. También la sucesión del Papa Juan Pablo II, como sugiere Hans Küng, nos mostrará el poder que todavía conserva la iglesia Católica en Europa, la posibilidad que tenemos para superar el modelo jerárquico de entender las relaciones con el distante, con el distinto, con el otro.
Hemos estado construyendo nuestras identidades personales y colectivas desde categorías excluyentes que enfatizaban las diferencias, y ahora empezamos a percibir la necesidad de definir esas mismas identidades desde una empatía cosmopolita. El eje Franco-Alemán que sostiene la “vieja” Europa está generando nuevas políticas de cooperación entre Estados. Esto debería ser considerado como los inicios de una voluntad política que pretende llevar a la práctica un nuevo paradigma de relacionarnos con el entorno.
Pero entre las élites europeas también existen diferencias transatlánticas que hacen que esta propuesta de Tratado no sea todavía la que necesitamos. Las fuerzas conservadoras gobiernan Europa, y se han dejado oír en las declaraciones de comisarios de una prematura administración Barroso. Hay cambios pero son todavía demasiado lentos para que acaben reflejándose en este deseado sueño europeo. En Cataluña hemos estado reivindicando un legítimo reconocimiento de nuestra cultura y nuestra lengua, y parece que hay espacio para el optimismo. Si el Parlamento europeo ha sido capaz de tomarse un tiempo para resolver el caso Buttilglione, puede que sea también el momento de volver a consensuar una solución más rigurosamente liberal para definir nuestra Constitución.
Hace solamente sesenta años, Europa se levantaba sobre las pesadillas del holocausto y con más de cincuenta millones de muertos y, en muy poco tiempo, ha sido capaz de convertirse en una sociedad influyente. Ha sido el análisis crítico de su pasado lo que ha responsabilizado a Europa para que asuma lo moral en lo político. Kant, en Antropologia desde un punto de vista cosmopolita opinaba que: “... la gran diferencia entre las capacidades naturales del hombre y su tarea moral y política es que la naturaleza nos ha dejado abandonados con sus dotes y disposiciones, y que sólo a nosotros nos corresponde cargar con todo esto para llevar a cabo una actividad estructuradora de naturaleza normativa.”
En este sentido, la experiencia existencial que se ha vivido en el continente europeo recoge un saber práctico que debería hacer posible la constitución de un derecho común, dónde la libertad individual y la responsabilidad colectiva encuentren su expresión. La necesidad que tiene Europa de definir una verdadera identidad del ciudadano europeo es la misma que los ciudadanos europeos tienen para sentirse representados políticamente dentro de este precario equilibrio internacional.
Las nuevas exigencias del milenio
Hay muchas esperanzas puestas en el legítimo experimento de gobernanza transnacional que se está llevando a cabo en Europa. Las profundas modificaciones que ha sufrido nuestro sistema económico global ha desbordado los viejos marcos institucionales y, en consecuencia, están cambiando los modelos de gobierno. Nos acercamos a una nueva era global y debemos ser capaces de superar los viejos órdenes establecidos, entre otras cosas porque éstos ya no nos sirven para contener la realidad. La concentración de poder, la exclusión, la desresponsabilización de los actores económicos y políticos, las desigualdades, los abusos ecológicos, están acelerando la restauración de la barbarie y amenazan nuestra supervivencia como especie.
Europa debe potenciar ese espíritu que la encamina hacia un verdadero socialismo democrático, debe repensar los conceptos de crecimiento económico y calidad de vida, y debe saber transformar los viejos modelos competitivos en otros más orientados a la cooperación. El déficit democrático de esta presunta Constitución se pone de manifiesto incluso en el hecho de que el proceso utilizado para su misma elaboración no se ha llevado a cabo mediante una asamblea constituyente. La forma en que las lógicas de los Estados imposibilitan la no aceptación del Tratado por parte del ciudadano, y la rigidez del mecanismo de su futura reforma, hacen sospechar de las verdaderas intenciones de los burócratas europeos.
El proyecto que se nos presenta como Tratado constitucionaliza el liberalismo conservador como doctrina oficial de la Unión Europea, se declara explícitamente defensor de la competencia como fundamento del derecho comunitario y de todas las actividades humanas, ignora los grandes objetivos de la Europa social -el derecho al trabajo, el pleno empleo, la eliminación de la precariedad, la renta mínima garantizada-, renuncia a ser la conciencia ecológica del mundo y acaba otorgando a una institución no europea, como es el caso de la OTAN, centralidad en las políticas exteriores y de defensa, alejándonos definitivamente de una verdadera y posible política de paz humanitaria.
Estamos viendo como se escriben las nuevas constituciones para todas aquellas poblaciones que son sometidas por las democracias de dirección única, y que el neoconservadurismo está implantando tanto en el centro como en las periferias del Imperio. Lo hemos visto en Irak y también lo veremos en la esperada Palestina sin Arafat; cómo se establecen los principios neoliberales en las renacidas constituciones del siglo XXI. Esas “libertades encerradas dentro de la gran falta de libertad”, como las describe Walter Oswalt, son las dirigidas opciones que los consorcios ofrecen a la demanda. La única oferta posible para las democracias de menú con regimenes de consumo insostenible.
Europa debe saber poner límites a sus concentraciones de capital y protegerse de las corporaciones externas para garantizar las libertades individuales de sus ciudadanos. Debe definir un espacio supranacional legítimo con su biosistema, desde donde pueda ser posible universalizar los derechos humanos. Todos los abusos a nuestro entorno, nos recuerda Oswalt, están mermando la democracia. La sostenibilidad también es un concepto político.
Hacen falta nuevas interpretaciones para describir los hechos que todavía están por llegar. Las distintas narrativas históricas que generaron el 11-S en EEUU y el 11-M en Europa, reflejan claramente hacia dónde se dirigen estas dos voluntades transatlánticas, y qué compromisos están dispuestas a asumir.
Deslumbrados por la aceleración, la modernidad avanza sin dirección hacia el progreso, y el exceso de velocidad nos está exigiendo una revolución, un giro sobre nosotros mismos, una reflexión sobre el ethos de nuestra civilización occidental hipnotizada por la fe en el libre mercado.
A veces en la historia los sueños no se hacen realidad por culpa de la voluntad. El hombre que habita el lenguaje es un animal atípico, sin un topos establecido y, por lo tanto, no sólo físico. Es un hombre “capaz”, tal y como lo describe Paul Ricoeur(10), capaz de querer y de disponer. El hombre hábil en querer y en poder. Animal con voluntad de poder sobre la acción. Hombre que piensa y se pregunta: ¿Qué debo hacer?
Vivimos en estado de excepción permanente mientras las bombas caen también sobre nuestros mercados. Ya hemos comprobado como la cultura no nos inhibe de la barbarie, pero sí quizás pueda hacerlo un decidido acto de voluntad.
__________________
(1) Modernidad líquida, Zygmunt Bauman. (2000).
(2) Siegfried J. Schmidt, editor de Humberto Maturana: “Todo aquel que desee una mejora del actual sistema social haría bien en pensar que sin un cambio en el campo de las disposiciones cognitivas, no es posible ningún cambio social y político. Las revoluciones sociales presuponen revoluciones culturales”.
(3) Sobre el terrorismo y la guerra, Ulrick Beck. (Noviembre de 2001).
(4) “Los hombres se han convertido en herramientas de sus herramientas”. Observación de Thoreau.
(5) Concepto definido ampliamente por Michael Hardt-Antonio Negri primero en Imperio y ahora en Multitud. Guerra y democracia en la era del imperio.
(6) Recojo la definición de liberalismo auténtico de Walter Oswalt en: “La revolución liberal: Acabar con el poder de los consorcios”
(7) Hablo de lo religioso en el sentido de lo que se cree literalmente y no se interpreta.
(8) Pienso en el voto republicano de las últimas elecciones en EEUU. (Noviembre de 2004)
(9) “Una Europa altermundialista, que transforme el concepto y las prácticas de la soberanía y del derecho internacional”. Entrevista a Jacques Derrida (Le Monde 19 de agosto 2004).
(10) Lo que nos hace pensar, Jean-Pierre Changeux y Paul Ricouer.
(1) Modernidad líquida, Zygmunt Bauman. (2000).
(2) Siegfried J. Schmidt, editor de Humberto Maturana: “Todo aquel que desee una mejora del actual sistema social haría bien en pensar que sin un cambio en el campo de las disposiciones cognitivas, no es posible ningún cambio social y político. Las revoluciones sociales presuponen revoluciones culturales”.
(3) Sobre el terrorismo y la guerra, Ulrick Beck. (Noviembre de 2001).
(4) “Los hombres se han convertido en herramientas de sus herramientas”. Observación de Thoreau.
(5) Concepto definido ampliamente por Michael Hardt-Antonio Negri primero en Imperio y ahora en Multitud. Guerra y democracia en la era del imperio.
(6) Recojo la definición de liberalismo auténtico de Walter Oswalt en: “La revolución liberal: Acabar con el poder de los consorcios”
(7) Hablo de lo religioso en el sentido de lo que se cree literalmente y no se interpreta.
(8) Pienso en el voto republicano de las últimas elecciones en EEUU. (Noviembre de 2004)
(9) “Una Europa altermundialista, que transforme el concepto y las prácticas de la soberanía y del derecho internacional”. Entrevista a Jacques Derrida (Le Monde 19 de agosto 2004).
(10) Lo que nos hace pensar, Jean-Pierre Changeux y Paul Ricouer.
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