lunes, mayo 27, 2013

La huella del arte



“Cada tiempo, se espera que un nuevo tipo de arte distinto a todos los tipos previos
y tan lejos de las normas y prácticas así como del gusto,
que cualquiera sin importar cuán informado o desinformado estuviera, pudiese decir algo al respecto.
Y cada vez esta expectativa fue frustrada en tanto la fase del Modernismo en cuestión tomaba su lugar
 en la inteligible continuidad del gusto y la tradición.”[1]

Clement Greenberg

En última instancia lo que permanece en el arte es la forma, el gusto por la forma. O dicho de otro modo, la forma es lo que finalmente permite la transferencia entre la obra de arte y los seres humanos que somos capaces de reconocerla. Porque el verdadero arte se reconoce, y eso implica un modo muy peculiar de mirar, de apreciar; una manera de comportarse frente a la obra misma que no es otra cosa que una huella humana. Pero como toda huella, el rastro dejado es un mapa topológico o un conjunto de morfologías relacionadas entre sí en forma de unidad -y hay una cierta inclinación a preferir la coherencia-, capaz de transferir una figura -sin el conjunto de notas bien determinado[2]- que interpela directamente a quien decide sumergirse en ella. Explorar el rastro producido por el intento obstinado -y casi siempre frustrado- de dejar una forma reconocible como obra de arte. Porque al otro lado de la obra -de la huella- está el creador, del que se puede incluso no saber ni el nombre, y sin embargo reconocer la originalidad del “complejo estructurado” que nos propone en forma de objeto artístico.

Al hablar de novedad, de creación, de arte, hablaremos también del lugar que ocupa la tradición a la hora de participar en el fenómeno de lo estético. La inevitable y particular relación entre la tradición y la novedad. La intención de esta investigación es por lo tanto defender una caracterización del formalismo como teoría del arte, capaz de sostenerse aún hoy frente a las tradicionales objeciones y críticas que se le han hecho. Desde las premisas fundamentales de la tradición formalista: autonomía del arte, independencia en última instancia del concepto, prioridad de la forma respecto a la materia, unidad frente a la dispersión, internismo del arte frente a cualquier exterioridad de lo social e incluso de la misma voluntad del artista -o fuerza ilocucionaria-.

Para entrelazar todo esto, y para darle a cada parte una cierta coherencia de unidad, nos apoyaremos en las ideas clave que Igor Stravinski expuso en su ponencia Poética Musical durante el curso 1939-1940 en Harvard, y que proponían una interpretación formal de la música basada en la estructuración de los elementos sonido y tiempo sujetos a ciertas limitaciones. Stravinski, al hablar del fenómeno musical desde la perspectiva del acto creativo, dirá: “...una voluntad que se sitúa de antemano en un plano abstracto, con objeto de dar forma a una materia concreta. Los elementos que necesariamente atañen a esta especulación son los elementos de sonido y tiempo”. Esa voluntad es la que dejará un rastro, una obra de arte en la que se materializarán los intentos del creador en la difícil y especulativa tarea de proponer una forma.

La explicación del fenómeno musical que ofrece Stravinski desde su íntima experiencia como compositor nos servirá a la vez para construir puentes entre su teoría estética formalista y el resto de manifestaciones artísticas, con el fin de encontrar unos criterios -valores, jerarquías, principios de simetría, ritmo-, que nos permitan ejercer también de críticos de arte y saber juzgar. En la última parte del trabajo, y a modo de conclusión, recurriremos al inicio del libro de Donald Kuspit, El fin del arte, para compartir el severo juicio de Frank Stella en relación al arte posmoderno, y de este modo valorar la propuesta formalista como una Teoría del Arte capaz de resistir al ruido contemporáneo sin perder la capacidad crítica de juzgar. Hay que saber orientarse frente a las imposturas falsamente revolucionarias que pretenden hacer pasar por nuevo, mediante violencia y arbitrariedad, la simple ruptura con la tradición y consecuente creación de caos.

Para Stravinski, poética, es hacer orden. Y en su ordenación musical cuenta con unos precisos límites. Una métrica temporal estructurada en forma de ritmo junto con unos elementos sonoros relacionados entre sí por intervalos cromáticos. A estos límites materiales el autor añadirá otros límites autoimpuestos para hacer, desde la audacia creativa de la intuición, su propia obra, siempre en permanente diálogo con la tradición. Sujeto a esos límites, trabaja el artista sirviéndose de la tradición que todavía permanece viva -que aún nos sirve-, siendo o no consciente de ello, aspirando finalmente a la invención de novedades formales -a menudo sin saber racionalmente su explicación teórica-. Esas condiciones limitantes y autolimitantes del arte son también condiciones humanas, dirá Greenberg en su estudio sobre el giro formal del Modernismo en la pintura[3], y añadirá Stravinski, limitaciones necesarias para que cualquier proyecto creativo adquiera su forma: ”Mi libertad consiste, pues, en mis movimientos dentro del estrecho marco que yo mismo me he asignado para cada una de mis empresas.”.       

Esta caracterización formalista entiende el arte como una realidad ontológica que desarrolla unas morfologías propias, unas formas que, aún trabajando con símbolos, aún pudiendo producir una multiplicidad de significados o imágenes, sentimientos o ideas, su esencia no es del mismo orden que la del fenómeno lingüístico, aunque compartan muchas analogías. El arte como teoría produce distintas formas de atender a la realidad, diferentes formas de mirar más que de producir imágenes, abriendo la posibilidad a nuevas maneras de ver y crear mundo. Ciertas características del arte defendidas por el formalismo, por ejemplo la independencia de lo social, revelan la diferencia entre un acto del habla lingüístico, que tiene que ser comprendido por la comunidad hablante -competente-, y el acto artístico en forma de obra que debe ser apreciado estéticamente. Retomando la distinción de Saussure entre “lengua” y “habla” en el fenómeno lingüístico, en el arte sucede que la “lengua” - la tradición artística que sigue siendo útil para crear- está más alejada del “habla”, es más independiente; algo así como si el arte trabajara con su propio idiolecto -pre o post social- aunque siempre puramente formal. En este sentido el concepto que Benedetto Croce tiene del arte, entendiéndolo más bien como manifestación radical del individuo -una huella humana concreta- que como expresión del espíritu absoluto, nos servirá  también de apoyo para defender la aconceptualidad y la independencia de lo social en el arte -no sucede lo mismo con la influencia del arte en lo social-, a diferencia del lenguaje que hablamos siempre en común, necesariamente de naturaleza social. Sobre esta cuestión, la que trata sobre las similitudes y las diferencia entre el fenómeno artístico y el fenómeno lingüístico y que merecería ser tratado con mayor detenimiento, sólo diremos que la utilización de símbolos, así como la posibilidad de producirlos, no son las finalidades últimas del arte. Más bien parece como si el arte fuera un particular modo de producir formas susceptibles de ser contempladas una vez se ha aprendido a mirarlas -escucharlas, apreciarlas, sentirlas-. Parece ser ésta la tesis defendida por Greenberg -en su época madura postmarxista- cuando interpreta la Modernidad como conciencia crítica de los límites, voluntad de aceptación de esas mismas limitaciones que son el fundamento necesario para construir la reversión de la mirada moderna -la óptica moderna-. Tesis que encuentran apoyo en las ideas formalistas clásicas de Heinrich Wölfflin cuando formula un historicismo internista en términos de “modos de la visión” y “estilos” y que le hará decir: “Todo artista se halla con determinadas posibilidades “ópticas”, a las que se encuentra vinculado. No todo es posible en todos los tiempos. La capacidad de ver tiene también su historia, y el descubrimiento de estos “estratos ópticos” ha de considerarse como la tarea más elemental de la historia artística”[4]. Para Stravinski el estilo es: “...la manera particular con la cual un autor ordena sus conceptos y habla la lengua de su oficio... Del mismo modo, el aparato musical que cada época usa marca con su sello el lenguaje y, por decirlo así, el gesto musical, igual que la actitud del compositor hacia la materia sonora”.

Dentro de lo que se conoce como teoría de la pura visibilidad, ya desde sus inicios, hallamos  categorías y estructuras aplicables a más de un sentido a la vez -vista/óptico, tacto/táctil-, abarcando un dominio explicativo tan profundo del arte que acaba por desbordar la pintura y lo visual, y mediante principios sinestésicos o de pura analogía encuentra aplicaciones al resto de las “bellas artes”. Croce entiende el concepto de lo  “óptico” propuesto por Fiedler como una metáfora que debe ser abstraída al resto de la actividad espiritual,  poniendo en duda las teorías distincionistas, como la de Lessing, que pretendían establecer una distancia absoluta e insalvable entre las artes figurativas y la literatura o la música. Admite que en las artes figurativas hay que buscar la forma estética y no la materia, evitando las interpretaciones filosóficas, simbólicas, pero asegura que esto mismo ocurre con la poesía. Es posible por lo tanto considerar la existencia de principios -formales- transgenéricos del arte, así como también la idea de que cada arte tiene sus propios principios y reglas sujetas a las limitaciones particulares de la necesaria “materialidad” que la distingue. Hay suficientes ejemplos de cómo las distintas artes han interferido entre ellas en su co-evolución histórica, permitiéndonos incluso hablar de “lirismo melódico” de un pianista de jazz, así como de la “rugosidad de una fotografía”, o el ritmo literario, sin caer en el sinsentido. De lo que se tratará entonces es de reconocer el fenómeno artístico por sus formas transgenéricas y por sus formas particulares que determinan si, sobre unos límites concretos, la obra -musical, pictórica, literaria, arquitectónica, fotográfica- puede seguir siendo considerada una forma de arte frente a la tradición que permanece viva.    

El objeto de estudio del formalista es la obra de arte por derecho propio, la obra de arte en sí misma, no en virtud de quien la juzga, ni por los efectos que produce -físicos, terapéuticos, filosóficos-, ni de la genialidad del creador -ni de su psyché-. Este tipo de aproximaciones pueden y deben hacerse, resultando siempre muy reveladoras, pero no son el objeto de estudio ni la finalidad de una Teoría del Arte formalista. La obre de arte es un objeto determinado por principios o notas constitutivas internas, no atiende a nada externo, y por ello autónomo. La obra artística tiene su propia regla de juicio, y por lo tanto aspira a una cierta objetividad expresada en los mismos principios y jerarquías que rigen los elementos estéticos puestos en orden por el creador. El arte se sostiene por principios formales internos sobre los que se constituye como organización compleja. Producto artificial -artefacto-, que encuentra su análogo también en la naturaleza, cuando el hombre la observa desde su sensibilidad estética, para atribuir belleza al orden que puede apreciar y que parece haber sido creado como obra. Este factum de lo bello, que el hombre es capaz de crear de forma artificial y apreciar también en la naturaleza desde alguna metafísica -científica, filosófica, religiosa, mágica-, es el que nos lleva por ende a una reflexión conforme a fin sin fin, presentándose “lo bello” en la Teoría del Arte como condición de posibilidad formal estética que permite reconocer la obra misma.
  
El arte como verdad -formal- todavía en parte indefinida, inacabada pero bien orientada; un mundo posible, uno que tiene una forma -constructo complejo propuesto como obra y que se sostiene por sí mismo-. En rigor una orientación aproximada hacia algún tipo de legitimidad. Un punto de vista particular, singular y a la vez reconocible. Una aproximación a la verdad en la medida que el objeto artístico es pura forma autónoma, que respeta la condición de posibilidad de ser representativo -sin saberse o definirse aún el contenido representativo, ni conceptual ni sentimental-, ni tan siquiera habiendo acordado una estructura simbólica compartida- de lo imaginario o lo real-. Es más bien una propuesta estructural abierta hecha desde un idiolecto aún -originariamente infantil[5], aunque no renuncie a ser comunicable- mediante la pura forma propuesta frente a la tradición -la lengua artística/la historia del arte-.            

El Formalismo y su raíz filosófica

Como hemos estado diciendo, el formalismo como Teoría del Arte es radical porque pretende ir a la raíz de lo que es el arte, con la intención de determinar las leyes que rigen internamente en la propia obra. Su radicalidad se manifiesta -por ejemplo en la concepción de Wölfflin- a la hora de pensar la necesaria relación entre novedad y tradición, y se expresa en su particular propuesta “relativista” a la hora de juzgar los distintos estilos dentro de una “Historia del Arte sin nombres”, insistiendo en una valoración analítica de las formas dentro de cada estilo-óptica considerada por sí misma, y de sus diversas reglas de transformaciones. Con Wölfflin, se pone en duda también la idealización del clasicismo como lugar al que hay que volver, extendido más tarde al renacimiento, y la idea de considerar el barroco como un período de decadencia.

En el origen filosófico del formalismo, con J. F. Herbart y Zimmermann, se apelaba a la “forma pura” desde una atenta lectura de la “Crítica del Juicio” en la que la sensibilidad estética se entendía como una esquematización sin concepto. La forma pura es para ellos:“un sistema de relaciones formales que unifican la multiplicidad de la apariencia sensible”. Se pretendía centrar el análisis del arte en el estudio de “sus principios estructurales y no metafísicos”[6], concibiendo la forma “como disposición y proporción entre las partes, como una recíproca relación de elementos”.

Aunque -o quizá gracias a que- esta misma definición deje totalmente fuera a la filosofía en lo que a Teoría del Arte se refiere -no en relación a la pregunta ¿qué es el arte?-, habiendo delimitado el campo estético a una crítica analítica de la forma pura, aquella que en sí misma no significa nada, se advierte también la amenaza de dejar totalmente afuera la idea de lo conceptual -y quizá también lo material- en el análisis del arte. Para ser precisos, y respetuosos con Zimmermann, y posteriormente con los teóricos de la pura visibilidad, lo que primeramente tiene relevancia en la Teoría del Arte es la forma, aunque ésta pueda admitir un componente subjetivo en la elaboración formal de la obra. Para Zimmermann la creación artística consiste en una construcción formal, en la que sus modos elementales (formas grandes, pequeñas, oscuras, coloreadas...) son escogidos mediante un acto de pensamiento/emoción, haciendo que el placer o el disgusto ante la obra sea el resultado de la coexistencia entre la idea y la forma, al precio de internalizar la idea y los sentimientos en las formas del arte[7].

Así con Hildebrand se encuentra un discurso común entre la teoría de la pura visibilidad -la construcción de la mirada centrada en lo óptico-, y la teoría de la “Einfühlung”, internalizando conceptos y emociones en las formas sensibles, para llegar a afirmar que “el arte enriquece nuestra relación con la realidad al deducir, por talento e imaginación del artista, sus leyes estructurales esenciales hasta liberarla para nosotros del cambio y del azar”. La representación artística se convierte en un en modo de conocimiento: el conocimiento de las formas. Las formas del arte serán una plena creación de la realidad; construcciones de distintas formas de mirar -de diferentes estilos-, capaces de proponer una elaboración unificadora de la realidad. Porque construir una mirada y ser capaces a la vez de plasmarla mediante la expresión artística en la misma obra, es mostrar la realidad desde otro punto de vista aportando “algo nuevo” a la tradición.

Nos interesa remarcar por último la figura del formalista francés Henri Focillon en nuestro intento de asegurar la primacía de la forma -su autonomía- respecto al contenido o a la materia, recurriendo a sus argumentos: “el arte es una realidad en la que se aunan materia y espíritu, forma y contenido, es una configuración del espacio que permanece invariable, mientras que su significación está constantemente sometida a cambios. Su contenido reside en aquello inmutable, es decir en la forma”[8]. Esta idea modifica el análisis tradicional del arte al considerar que son las significaciones las que se unen a las formas y no a la inversa. La forma se diferencia de la imagen y del signo o símbolo: la imagen implica la representación de un objeto, y el signo significa algo concreto, mientras que la forma se significa y se expresa a sí misma atrayendo significados.

La huella del arte musical según Stravinski

Stravinski en su Poética Musical describe el fenómeno artístico desde su particular experiencia como compositor, y lo hace reivindicando una postura “formalmente” dogmática, en el mismo sentido radical que hemos dicho que sucedía con la postura filosófica formalista. En sus confesiones propone criterios, jerarquías, valores, en definitiva estructuras sujetas a leyes que son justamente las que permiten hacer orden -y reconocerlo- dentro de la misma obra de arte. Para este compositor: “existe en música una especie de jerarquía de las formas, del mismo modo que puede encontrarse en todas las demás artes.”

Su particular tarea de ordenación musical -que él mismo bautiza con el neologismo crononomía- se encuentra con unos precisos límites, una métrica temporal junto con unos elementos sonoros. Lo musical señala, se establece en la sucesión del tiempo y requiere, por consiguiente, el concurso de una memoria vigilante. Si bien para Stravinski la música es claramente un arte diacrónico, así como la pintura es un arte espacial, el autor considera que hay un discurso formal común entre las distintas artes, comparando por ejemplo la capacidad evocativa del trazo del pintor que, al dejar inacabados ciertos rasgos obliga al ojo del espectador a completarlos, con la esperada o frustrada resolución de una frase musical que se mueve hacia un polo tonal que el oído puede notar sin estar explícitamente presente.

Esta caracterización formalista entiende el arte como una realidad ontológica que desarrolla unas morfologías propias, unas topologías que, aún trabajando con símbolos, aún pudiendo producir una multiplicidad de significados o imágenes, sentimientos o ideas, su intención no es del mismo orden que el del fenómeno lingüístico -del significado-, sino que se acerca más bien al concepto de significante flotante de Claude Lévi-Strauss -ausencia de una presencia-, a la sintaxis, a la pura forma como huella. El arte consiste en trabajar con formas, estilos, -maneras de ver, aprendidas o descubiertas- y su proceder es capaz también de crear excepcionalmente nuevas “ópticas”. En este sentido, siguiendo los principios y las leyes genéricas y transgenéricas que hay en cada arte, podemos construir un complejo estructurado añadiéndole otras autolimitaciones creativas, en el ejercicio especulativo, que según Stravinski, requiere toda obra. El autor crea provisto de todos sus sentidos, facultades psíquicas y recursos intelectuales, descartando y seleccionando, trabajando formalmente con los elementos “materiales” siguiendo principios formales de contraste y similitud, de variedad y uniformidad, de simetría y contrapunto.

Para mostrar los diferentes niveles materiales y formales del fenómeno musical, Stravinski se detiene en unas breves lecciones teóricas de composición, observando que las leyes que ordenan en el tiempo el movimiento de los sonidos requieren la presencia de un valor mensurable y constante: el metro. Éste es el elemento puramente material por medio del cual se compone el ritmo, elemento puramente formal que agrupa diferentes figuras dentro de un conjunto de compases. Si el tiempo métrico tiene la particularidad, al ser escuchado por el oído humano -por su aparato fisiológico-, de generar una serie de tiempos fuertes y tiempos débiles, es el compositor el que, apoyándose sobre estos elementos, producirá un particular ritmo, utilizando la repetición y la sorpresa para poder ser posteriormente reconocido. El ritmo -pattern-, que vendría a formarse por esa particular agrupación en compases de figuras de distinta duración relacionadas formalmente con los tiempos fuertes y débiles, por mucho que modifiquemos el “tempo” marcado por el metrónomo, permanece y conserva su estructura haciendo que sea independiente del elemento material métrico. De ese modo, se establece formalmente la relación entre las figuras rítmicas y las unidades homogéneas e indistintas del tiempo métrico -ontológico- tomado como límite, creando una estructura reconocible a base de sorprender y resolver la expectativa de la atenta memoria del oyente.

Algo parecido sucede con el elemento sonido, al entender cada nota musical como un compuesto, esta vez por distintos armónicos[9], que generan campos acústicos complejos donde no toda sucesión es posible, creando centros y periferias, consonancias y disonancias, polos de atracción y tensiones que resuelven hacia otras sonoridades. Stravinski considera que la necesaria relación entre melodía -melos en griego significa tonada, trozo de una frase, parte de un grupo- y ritmo armónico, está jerarquizada por la primacía de la melodía sobre la armonía. Considerando que la melodía es siempre la nota más alta del complejo armónico, ésta tiene unas propiedades que la hacen jerárquicamente más determinante a la hora de transmitir sentido -musical-. Todas estas limitaciones formales, junto con los principios que hacen reconocible la música, son necesarios para que pueda establecerse el campo de libertad por donde debe moverse la voluntad especulativa del músico.

Desde esta óptica se entienden por ejemplo las duras críticas que Stravinski dirigirá contra Wagner, a quien acusa entre otras cosas de tratar de suplir una falta de orden con el sistema de melodía infinita, declarando que es “el fluir de una música que no tenía ningún motivo para comenzar”,  para acabar diciendo: “Un sistema de composición que no se asigna a sí mismo límites acaba en pura fantasía.”. La crítica a Wagner se extenderá a su idea de arte total, y al exceso de dramatismo simbólico así como al abuso de conceptos. Se ha pasado a considerar la música impúdicamente como goce puramente sensual, a la música como Arte-religión, llena de arsenales místicos y guerreros, actitudes heroicas, llena de un vocabulario falsamente religioso, objeto de especulación filosófica. También la incapacidad de la época de entender lo que significó verdaderamente la música dodecafónica y las aportaciones de Schönberg a la tradición musical, al considerar que había nacido una nueva música basada en la atonalidad. Nada más aberrante para Stravinski, que aún siendo declarado revolucionario a pesar suyo, creía que no podía considerarse música algo que estuviera fuera de la polaridad tonal. El dodecafonismo era una nueva técnica con la que el músico podía conseguir salirse de la obligatoriedad de considerar un centro tonal, creando zonas indeterminadas de las que se volvía a salir resolviendo hacia los distintos polos tonales accesibles. Todo lo demás, cualquier intento de verdadera atonalidad, o de escapar a la primacía de la melodía sobre la armonía, o de reivindicar la ruptura definitiva con la tradición, conducen a la producción de cacofonías y generan caos[10].   

La desaparición de la huella como olvido

Hay algo sospechoso cuando perdemos colectivamente la posibilidad de juzgar y somos incapaces de determinar qué es arte y qué no lo es, y eso es justamente lo que está sucediendo con el arte posmoderno: conceptual, el minimal, el land-art, el body-art, el happening. La indistinción y la banalización del objeto artístico, la falta de criterios, el convertir al arte en algo cotidiano, su mercantilización, está desfigurando el sentido estético del arte, borrando toda huella que lo caracterizaba, y condenándonos al olvido de lo bello.

En el libro El Fin del Arte, el filósofo y crítico Donald Kuspit narra un acontecimiento que tuvo lugar en el Museo de Arte Moderno de Nueva York en 1999, durante la exposición “Inicios Modernos” que incluía obras de arte de entre los años 1880 y 1920. Esta exposición buscaba reflexionar sobre el arte del siglo XX, y lo peculiar fue la forma en que los comisarios plantearon la exhibición de la colección. En lugar de presentarla en forma cronológica o por movimientos, como hizo el anterior comisario Alfred Barr, se organizó conforme a “personas, lugares y cosas”, en agrupaciones temáticas a las que se les añadían obras de artistas contemporáneos a modo de contrapunto crítico, buscando la manera de romper la narrativa tradicional del arte moderno. En aquel momento el artista abstracto Frank Stella, consideró “banal, por no decir conceptualmente superficial” la forma de presentar las obras y maltratar de ese modo la valiosa colección del Museo de Arte Moderno, insistiendo en la clara intención del comisariado por acabar con la posibilidad misma de ejercer el juicio. Para Stella el verdadero motivo de colocar las obras fuera de su contexto histórico y de forma aleatoria, era despojarlas de su grandeza, de lo que las hacía pertenecer al ámbito del “arte elevado”[1]. Kuspit citando a Stella escribe: “La exposición ni reevalúa ni reinterpreta; simplemente juega con el espíritu…Lo que los comisarios, John Elderfield y compañía, parecen tener en mente es una nivelación en calidad, la sustitución del juicio por la abstención del juicio.“.

Stella aseguraba que la verdadera finalidad del museo al “organizar” la colección fue la de conseguir una asistencia más numerosa de espectadores. Para él, el Museo de Arte Moderno se estaba convirtiendo en un almacén comercial de arte moderno. Esta confusión entre arte, espectáculo y negocio es según Kuspit: “…el catastrófico gemido que señala el final del arte. El arte ha sido sutilmente envenenado por la apropiación social, es decir, hace hincapié en su valor comercial y su tratamiento como entretenimiento de alto nivel, lo cual lo convierte en una especie de capital social”. De nuevo, como también denuncia Stravinski con el atropello marxista a la música rusa, se vuelve a manifestar la destructiva apropiación social del arte, esta vez por considerarlo un producto de intercambio más, desposeyéndolo de todo sentido estético.

El arte como espectáculo, denunciado por Stella, significa el acta de defunción del arte: ”Es una prueba de que el arte elevado –el tradicional tanto como el moderno– está acabado. El arte elevado se ha convertido simplemente en otra muestra de la cultura visual y material, con lo que pierde su privilegiada posición como fuente de la experiencia estética, la cual, desde la perspectiva de los estudios culturales, carece de interés ideológico.”. El arte se ha vuelto banal, dice Kuspit, y cuando esto sucede, cuando el arte deja de tener una utilidad “para el espíritu”, se convierte en meros objetos cotidianos, mercantiles.

Es este el fin del arte: “pues en la posmodernidad, el arte se convierte en entretenimiento, como dice Lowry, y por lo tanto pierde la consecuencia estética que hace de él arte, no simplemente un objeto que desempeña algún servicio social bajo el disfraz de arte”. El arte postestético es un arte superficial, que confunde entre otra cosas el hecho de ser artista con tener una idea, un “concepto”, y cuyo objetivo es convertirse en parte de lo institucional, es decir, de lo establecido y, por ende, de lo ya legitimado. El arte, afirma Kuspit, ha sido sustituido por el “postarte”, ha perdido su significación estética, lo que lo ha llevado a su fin. Lo que Stella llama “arte elevado” es según Kuspit un concepto que surge en el siglo XVIII gracias fundamentalmente a Kant, y que ha tenido un largo camino que parece estar llegando a su fin. El hecho de que el artista haya renunciado a la búsqueda de “lo estético” lo induce a lidiar con la experiencia cotidiana y hacer alguna especie de juicio en relación a ello.

Para Kuspit, Duchamp y el arte conceptual significan un punto de inflexión a partir del cual el arte empieza a perder su identidad estética. El arte elevado cae en desgracia, las normas desaparecen, y el concepto toma primacía por encima de cualquier otra noción. El arte deja de ser una experiencia estética para convertirse en una experiencia psicosocial. También se ha hecho característico del arte posmoderno el resentimiento contra la belleza. Lo feo, lo repugnante, lo morboso han acabado por ocupar el lugar que antes ocupaban lo bello, lo bueno o lo noble.

El desaparecer de lo estético se convierte de este modo en la desaparición de la huella y por lo tanto de las formas del arte. Es la “anomia” la que afecta al arte contemporáneo y lo torna efímero, hasta el punto de hacerle perder cualquier pretensión de eternidad. El arte ya no se distingue de los meros objetos de consumo y abandona la histórica intención trascendental volviéndose superficialmente kitsch.

No es el Fin del Arte tal y como lo entendía Hegel, porque el arte –como pura voluntad especulativa- no se detiene, como tampoco lo hace la misma historia. A veces, volviendo a reconsiderar el pasado para seguir creando algo nuevo[11], proponiendo una nueva óptica, una nueva mirada sobre una realidad que también cambia. El juicio de Kuspit y de Stella, más que el Fin del Arte en sentido hegeliano, nos da a entender, como no podía ser de otra manera, que el camino de vaciar de sentido estético el arte, es un camino yermo, equivocado.




Bibliografía


Stravinski, I., Poética musical, Editorial  Acantilado, 2006

Greenberg, C., La pintura moderna y otros ensayos, Siruela, 2006

Martínez Marzoa, F., Desconocida raíz común, Antonio Machado libros, 1997

Kuspit, D., El fin del arte, Ediciones Akal, 2006

Ocampo, E. y Peran, M., Teorías del Arte, Icaria, Barcelona, 1991



[1] Traducido directamente del texto de Clement Greenberg Modernist Painting.
[2] Noción de figura entendida como “esquematización sin concepto” desde la lectura kantiana de Felipe Martinez Marzoa en Desconocida raíz común. Cito: ”...una raíz común transdiscursiva o prediscursiva; lo cual es ciertamente la condición general de la posibilidad de la aplicación de conceptos y de la posición de fines;”. pag. 63. Ed. Visor. 1987.
[3] Una de las tesis de Greenberg en el texto Modernist painting es que la pintura Modernista hace una redefinición, una reversión concretamente de lo óptico: si los viejos maestros entendían que la pintura debía mostrar primero lo que la pintura contiene, la pintura modernista mostrará antes la pintura misma, sus límites, asumiendo esas condiciones limitantes que debe cumplir para poder ser experimentada como pintura aún creando algo nuevo. Esto es extensible a la totalidad de lo que está verdaderamente vivo en nuestra cultura. Otra tesis que recogemos es la identificación del Modernismo con la intensificación de la tendencia crítica -autocrítica- iniciada por el formalismo kantiano.
[4] Wölfflin, H., Conceptos Fundamentales de la Historia del Arte, trad. José Moreno V., Editorial  Espasa, Madrid, 2011, pág. 33
[5] En el sentido que pretende darle Giorgio Agamben a la palabra infantil, territorio previo a la adquisición del lenguaje, en Infancia e Historia, Editorial Adriana Hidalgo, 2001.
[6] “Cuando pinto un cuadro, no escribo un pensamiento”. Eugène Delacroix
[7] Pienso en los tigres relajados y juguetones o en los caballos asustados pintados por Delacroix en su intención  antropomórfica de explorar los sentimientos.
[8] H. FOCILLON, Vida de las formas, Buenos Aires, El Ateneo, 1947, p. 12
[9] En el estudio teórico de la armonía musical, toda nota produce una serie de armónicos que la someten a relacionarse con el resto de notas que pueden sucederla y acompañarla en el tiempo.
[10] También Deleuze y Guattari en su ¿Qué es la filosofía? reflexionan sobre el arte, aunque mucho más posmodernos, y acaban por hablar de planos determinados de intersección que atraviesan el caos y la necesidad de cierto orden.
[11] Stravinski, en Poetica Musical, cita a Giuseppe Verdi:”Tornate all’antico e sarà un progresso!”
[11]