miércoles, junio 06, 2018

Catalunya escrúpulo europeo

Y he de deciros también que si algún día dominara en Catalunya otra voluntad
y resolviera remar ella sola su navío,
sería justo permitirlo y nuestro deber consistiría en dejarlos en paz.”
Manuel Azaña, 27 de marzo de 1930

El reciente conflicto soberanista que se está viviendo en Catalunya y que ha actualizado unas reivindicaciones históricas que deberían haber sido resueltas dentro de las dinámicas democráticas del Estado español, pone en evidencia que las instituciones nacidas de la Transición han servido para bloquear un desarrollo del modelo de estado hacia un federalismo plurinacional más acorde a la propia idea de Europa. Este bloqueo, ensayado localmente como modelo autonómico irreformable mediante procesos democráticos, podría estar generalizándose a la hora de configurar las instituciones de la UE con el fin de sustraer soberanía, en este caso a nivel supranacional, también a una ciudadanía que es esencialmente multicultural y tendiente a un polietnicismo producto de los movimientos migratorios globalizantes.

Hay suficientes razones para detenerse a pensar en lo que está ocurriendo en Catalunya entorno a algo fundamentalmente político como es el concepto de soberanía, entre otras cosas porque hay también razones ‘insuficientes’ que intentan liquidar la cuestión desde un acostumbrado pensamiento europeo que sólo es capaz de ver en este asunto la expresión del temido veneno1 del nacionalismo. Como si con el simple hecho de maldecir el concepto de nacionalismo se lograra hacer desaparecer la idea de nación o incluso la de pueblo. Tensionando la ocurrencia2 orteguiana de 1910 podríamos llegar a decir ahora, un siglo después, que si Catalunya sigue siendo el problema entonces ni España ni Europa parecen ser la solución. ¿Pero de qué viejo problema estamos hablando todavía? ¿Qué nos duele exactamente a los europeos catalanes en este principio de siglo?
Escrúpulo –del lat. scrupŭlus, “piedrecilla”– apunta a una molestia a la que le sigue una duda o recelo que inquieta a la conciencia sobre si es necesario hacer algo desde un punto de vista moral. De esta forma define el diccionario de la Real Academia Española esta palabra dándole como primera acepción un sentido ético.
En estos últimos años, y de forma acelerada a partir del 1 de octubre de 2017, los acontecimientos políticos vividos en Catalunya han movilizado esa clase de sentimientos relacionados con la ‘indignación’ generando un movimiento democrático transversal con raíces históricas que apuesta decididamente por el derecho de autodeterminación de los pueblos. Un derecho político que parecía ya olvidado en las actuales democracias occidentales pero que se revela ahora como herramienta indispensable para plantearnos cómo debería constitucionalizarse un Estado de derecho cuya soberanía residiera en una idea de nación entendida como civitas multicultural, siguiendo el enfoque del filósofo canadiense Will Kymlicka, y por extensión cómo deberíamos democratizar el espacio político supranacional que significa Europa para asumir los retos que plantea la globalización.
Parece que el viejo conflicto entre mayorías y minorías dentro de un espacio democrático de gobernanza sigue vigente en la Europa globalizada y postcolonial del siglo XXI, poniendo en dificultades a los teóricos modernos que habían intentado definir conceptos políticos tan problemáticos como el de nación o pueblo. En este sentido nos parecen útiles las investigaciones de Kymlicka y su riguroso análisis de la integración de las minorías culturales en sociedades con una cultura mayoritaria dominante dentro de lo que define como estados multinacionales y estados poliétnicos. Lo multicultural, término esencial en las investigaciones de este autor, hay que entenderlo desde los parámetros de la interculturalidad y en todo caso no reducirlo al modo en cómo se han aplicado ciertas políticas en el Reino Unido y Alemania generadoras de guetos y segregaciones. Resulta interesante la dialéctica que puede establecerse entre el conocido concepto orteguiano de ‘conllevancia’ y la forma de entender la relación entre las distintas comunidades culturales y políticas que plantea el profesor Kymlicka para apreciar esa diferencia entre el multiculturalismo y el interculturalismo.
La idea orteguiana de ‘conllevancia’ se nutre del concepto europeo ilustrado de tolerancia - y de identidad y libertad individual en un sentido fuerte-, pero desde nuestro presente, si incorporamos la crítica contemporánea del término, podemos apreciarla como una virtud menor, una forma a menudo distante y jerarquizada de relacionarse con el otro, con el que es distinto a lo que nos identifica, y asociarla de este modo al tipo de políticas multiculturales de las que ahora Europa anuncia su fracaso. Otra manera de entender la diversidad cultural -identidades complejas en sociedades plurales- es la aproximación intercultural que se sustenta en el reconocimiento mutuo y la aceptación de la diferencia considerando que las sociedades democráticas no pueden alcanzar su pleno desarrollo sin fomentar el encuentro y la comprensión entre las diversas culturas del territorio.
Kymlicka, partiendo de la teoría liberal del Estado y aceptando a la vez la importancia que tiene la cultura en el desarrollo del individuo, construye una oportuna defensa de la identidad cultural de los grupos sociales y de los pueblos y la necesidad de protegerlos mediante las instituciones y el derecho. Para defender la necesidad de una ciudadanía diferenciada según la cual el Estado debe adoptar ‘medidas específicas’ en función de la pertenencia grupal orientadas a acomodar las diferencias nacionales y étnicas. Este autor piensa en tres formas de derechos diferenciados:
-Derechos de autogobierno (la delegación de poderes a las minorías nacionales, a menudo a través de algún tipo de federalismo).
-Derechos poliétnicos (apoyo financiero y protección legal para determinadas prácticas asociadas con determinados grupos étnicos o religiosos).
- Derechos especiales de representación (escaños garantizados para grupos étnicos o nacionales en el seno de instituciones centrales del Estado que los engloba).
El modelo suizo, citado por Kymlicka, es un ejemplo de Estado multinacional, con cuatro lenguas diferentes, todas reconocidas como lenguas oficiales del estado –muchos documentos traducidos por lo menos en dos o tres de ellas– y con su representación en los canales de radio y televisión públicos, con sus dos cámaras federales –una con el número de representantes en base a la población del Cantón y la otra con dos representantes por cada Cantón–, y responde a ese federalismo respetuoso e integrador de las minorías.
Otras formas de pluralismo cultural son producidas por los fenómenos migratorios y requieren según este autor otro tipo de derechos específicos para erradicar las discriminaciones y los prejuicios, especialmente contra las minorías visibles, permitiendo expresar su particularidad cultural sin que ello obstaculice su participación en las instituciones económicas y políticas de la sociedad dominante. El autor considera países como Australia, Canadá o Estados Unidos como ejemplos de Estados poliétnicos -a la vez que multinacionales- debido a los procesos migratorios que han determinado su propia historia.
Esta forma de replantear el Estado de derecho liberal y aceptar su multinacionalidad y polietnicidad, garantizando derechos diferenciados, debe limitar a su vez con el Derecho internacional. Los derechos humanos actualmente ya figuran positivizados en la mayoría de las constituciones del mundo. Los grupos deben respetar los derechos de sus miembros a la disidencia así como la capacidad crítica de replantearse sus propios valores, garantizando la libertad de conciencia de cada individuo para que no pueda ser usurpada por el grupo.
Convendría ser cautos también y no confundir el populismo, como lo hace el actual presidente de la Comisión Europea, con una suerte de ideología demagógica o con un determinado contenido programático –de derechas o de izquierdas– y considerarlo más bien, en palabras de Ernesto Laclau, una fase constituyente dentro de la lógica política donde se busca consolidar un nuevo sujeto de la acción colectiva –el pueblo– con el fin de reconfigurar un orden social vivido como injusto. En Europa, la ruptura del pacto social que históricamente sostenía el Estado del bienestar, las decisiones que se han tomado a raíz de la Gran Recesión, la incapacidad de defender los derechos fundamentales dentro y fuera de sus fronteras con el indigno trato a los refugiados, son la condición de posibilidad del momento populista que atraviesa la política actual y hacen urgente volver a dotar de sentido la idea misma de soberanía, casi irreconocible desde su formulación moderna en la Paz de Westfalia y vaciada de contenido en la actualidad por la hegemonía de la ideología neoliberal y por la globalización y las prácticas de movilidad. De la forma en cómo los europeos reaccionen ante esta crisis de la política liberal-democrática dependerá la posibilidad de construir instituciones políticas que permitan el ejercicio legítimo de la soberanía tanto a nivel nacional como supranacional.
¿Podría un asunto local tener la virtud de mostrarnos algo sobre cómo debería ser la necesaria cesión de soberanía a unas instituciones supranacionales democráticas que gobiernan sobre un territorio esencialmente multicultural como es Europa?
La población que rechazó la nonata Constitución europea impuesta por los Estados vio postergado su derecho a iniciar un proceso constituyente, profundizando un déficit de representatividad de las instituciones supranacionales, y ahora vuelve a manifestarse de forma territorializada para recuperar ciertos niveles locales de soberanía. Transfigurado en apariencia como la repetición del viejo problema catalán3 y causante de un conflicto que Europa se empeña en considerar un asunto interno del Estado español, lo ocurrido es clave también para avanzar sobre la necesaria cuestión de la soberanía e identidad europeas.
El problema no es la necesaria idea de Europa, la de Ortega y la nuestra, ni tampoco la más necesitada idea de una España plurinacional4, sino la realidad política e institucional de la monarquía española y el club de estados en el que se ha convertido la UE, así como la forma en cómo entienden y ejercen la soberanía en el siglo XXI. Pero para que esta molesta demanda del catalanismo soberanista, primero hacia el Reino de España con la intención de instituirse como República, y luego hacia la integridad territorial del sur de Europa, pueda ser considerada reveladora políticamente hablando – y de interés filosófico – y no simplemente una repetición del viejo fantasma nacionalista deberíamos revisar con detenimiento y sin prejuicios el problema de la soberanía nacional y la representatividad de las instituciones comunitarias. Si cabe pensar desde el liberalismo europeo en comunidades políticas comprometidas territorialmente con sistemas jurídicos e instituciones democráticas que protejan las diferencias culturales y que acerquen el poder de decisión y representación a la ciudadanía para que asuma su responsabilidad en el ejercicio del autogobierno.
Claramente pueblo y nación son conceptos que siguen estando en disputa dentro del conflicto político del siglo XXI más allá del esquema moderno de izquierdas y derechas, y que en sociedades plurales como las nuestras deben ser reformulados con el fin de permitir nuevos pactos sociales que garanticen la gobernabilidad. Los flujos migratorios en la era global están haciendo aún más compleja la idea misma de ciudadanía y la capacidad de reconocer qué demandas políticas pueden ser consideradas como nacionales. Desde las instituciones nacionales y europeas en nombre del liberalismo se rechaza el nacionalismo y se repudia el populismo, aunque sean las mismas instituciones que ejercen el peor nacionalismo identitario y excluyente – colonialista – para justificar sus acciones o inacciones. Son los propios Estados los que utilizan los medios de comunicación política masivos para generar propaganda y mediante el ruido -y la gestión interesada de la postverdad- controlar el mensaje que quieren imponer a las sociedades. En este sentido el esfuerzo de repensar el liberalismo clásico del filósofo canadiense Will Kymlicka en un mundo globalizado pero culturalmente fragmentado y su defensa del concepto de una ciudadanía diferenciada puede sernos de gran ayuda para revisitar el conflicto soberanista en Europa.

Diacronías y sincronías del conflicto catalán

El concepto político de soberanía tiene un largo recorrido desde que se ha ido forjando en la Edad Media hasta el pensamiento contemporáneo y en nuestros sistemas liberales democráticos, en nuestras constituciones, ha ido adquiriendo distintas expresiones que van desde formulaciones más progresistas/revolucionarias que consideran que ‘la soberanía reside en el pueblo’, a más liberales/conservadoras entendiendo que ‘la soberanía reside en la nación’. La relación que necesariamente tiene que haber entre los distintos niveles de soberanía definida en los Tratados de Maastricht hacen todavía más compleja esta discusión. El debate histórico en Europa a nivel nacional entre ambas concepciones, la de Rousseau y la de Sieyès, ha ido confluyendo hasta encontrar el acomodo en textos constitucionales tan actuales como es el caso de la Constitución española del ‘78 donde el Artículo 1.2 del Título preliminar expresa que:
La soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado5.
Con esta clara fusión y confusión entre el concepto de pueblo y nación se pretendía resolver la dicotomía entre las vías reformistas y revolucionarias surgidas de la propia tensión interna entre los principios de igualdad y libertad que aparece en todo sistema democrático. La Constitución española lejos de ser progresista como podrían parecer ciertas partes del texto es muy conservadora e institucionaliza un Estado muy difícil de reformar, cerrando bajo llave conceptos clave como su forma monárquica o el de la nación española, esencializándola en su indisoluble unidad en el Artículo 2 donde declara que:
La Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles, y reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran y la solidaridad entre todas ellas’.
Muy comentado ha sido este artículo porque su redactado fue impuesto por parte de los grupos representantes del antiguo régimen y las fuerzas militares, con el fin de fundamentar la Constitución sobre la unidad de la nación española y de esta forma desactivar jurídicamente cualquier posible interpretación del término ‘nacionalidades’ propuesto por socialistas, comunistas y nacionalistas, que justificara el reconocimiento futuro de otras aspiraciones federalistas. Un claro ejemplo contemporáneo de cómo las clases dominantes han intentado construir un concepto de nación para fundamentar su poder y blindar sus privilegios y su patrimonio monopolizando la interpretación de dicha ‘nación’, eliminando así las condiciones de superación de su dominio y garantizando la pretensión de legitimidad de su gobierno.
El autonomismo se presentaba después de cuarenta años de dictadura como la única solución democrática para resolver el problema territorial en España, iniciando la necesaria descentralización del Estado, pero limitando la posibilidad reformista de llevar a cabo un intento federalista de entender la soberanía. Seguimos anclados a una interpretación conservadora de la solución liberal de Ortega al problema de España y parece que la tan alabada Constitución del ‘78 ha fracasado como modelo6 justamente por no ser capaz de ir más allá del autonomismo sin dejar de ser un Estado de derecho7.
En el discurso que Ortega pronunció en 1931 en la Cortes Constituyentes de la República decía:
Federalismo y autonomismo son: primero, dos ideas distintas; segundo, apenas tienen que ver entre sí; tercero, como tendencias y en su raíz, son más bien antagónicas. (…) El autonomismo es un principio político que supone ya un Estado sobre cuya soberanía indivisa no se discute porque no es cuestión. Dado ese Estado, el autonomismo propone que el ejercicio de ciertas funciones del Poder público – cuantas más mejor – se entreguen, por entero, a órganos secundarios de aquél, sobre todo con base territorial. Por tanto, el autonomismo no habla una palabra sobre el problema de soberanía. (…) El federalismo, en cambio, no supone el Estado, sino que, al revés, aspira a crear un nuevo Estado, con otros Estados preexistentes, y lo específico de su idea se reduce exclusivamente al problema de la soberanía. Propone que Estados independientes y soberanos cedan una porción de su soberanía a un Estado nuevo integral, quedándose ellos con otro trozo de la antigua soberanía, que permanece limitando el nuevo Estado recién nacido. (…) Hablan de problemas diferentes. El federalismo se preocupa del problema de soberanía; el autonomismo se preocupa de cómo haya manera de ejercer en forma descentralizada las funciones del Poder público que aquella soberanía creó. (…) Son antagónicos. (…)
Ahí [en el autonomismo] está la solución, y no segmentando la soberanía, haciendo posible que mañana cualquier región, molestada por una simple ley fiscal, enseñe al Estado, levantisca, sus bíceps de soberanía particular’
Como es sabido Ortega piensa en la autonomía adaptando la metafísica de Leibniz de la Monadología para interpretarla en clave política como una indivisible soberanía que transmite el poder a sus partes delegando la administración de ciertas competencias. Como si de un cálculo infinitesimal se tratara, la gestión de las autonomías – función derivada – se reduce a la aplicación territorializada del poder público Estatal – función integral –, implementándose como una mera cesión de la ejecución de un plan establecido por la incuestionable soberanía indivisible que detenta el Estado. La Transición pactada con las fuerzas reaccionarias del país aprovechó esa circunstancial y racionalista8 solución política de Ortega al problema de España para implementar el nuevo Estado democrático autonómico a la vez que configuraba unas instituciones limitadas en origen para avanzar hacia una reforma federal. Esta misma solución es la que puede llegar a ser el verdadero problema de Europa si sus instituciones en vez de configurar un espacio supranacional de soberanías compartidas, siguiendo un modelo político auténticamente federal o confederal -donde la cuestión es la soberanía como recordaba Ortega-, acaban convirtiéndose en la implementación burocrática e irreformable de una única racionalidad soberana supranacional sin referencias territoriales ni culturales que se transmite de forma directa e incuestionable a sus autonomías estatales sin una fundamentada representatividad de la voluntad popular.
La cuestión catalana y el reconocimiento de su identidad nacional se convierte en la cuestión española y su incapacidad de resolver democráticamente su esencia plurinacional, que es a su vez la cuestión de la soberanía y la identidad europeas.

Cronología del conflicto 
 
El inicio del actual conflicto catalán suele situarse en el proceso de reforma del Estatuto de autonomía, aprobado por el parlamento de Catalunya en 2006 y refrendado por la población siguiendo los procedimientos democráticamente acordados, y que fue finalmente derogado por una sentencia del Tribunal Constitucional. En este caso la polémica institución fué la encargada de redactar jurídicamente la interpretación definitiva de la cuestión territorial en España en la Constitución, que no se pudo ni se quiso resolver completamente durante la Transición, dejando simbólicamente abierta la puerta, con el concepto de nacionalidades, a un reconocimiento de los derechos históricos de los llamados -también por Ortega- nacionalismos periféricos.
Esta sentencia del 2010 respondía a un recurso político presentado por el Partido Popular, el partido que actualmente gobierna en España y gestiona la crisis catalana, culminando de ese modo un proceso de deriva recentralizadora del Estado autonómico, iniciado en la segunda legislatura de José María Aznar de 2000, y una persecución simbólica al catalanismo político y cultural, con un especial interés en crear conflictos sociales por el uso de la lengua catalana en las escuelas y en las instituciones y los medios de comunicación autonómicos.
En el nuevo Estatuto se pretendía ampliar el autogobierno en materia de política económica y tributaria y fijar un principio de bilateralidad entre la Generalitat y el Estado que claramente abría la puerta al debate federalista. La vía de la reforma democrática parecía tener un límite claro en el autonomismo expresado jurídicamente por la sentencia del Tribunal Constitucional del 2010. Tampoco cabía esperar por parte del Estado ningún reconocimiento de la identidad nacional catalana y por lo tanto se hacía explícita la renuncia a su misma esencia plurinacional.
Desde entonces en Catalunya se inició una movilización ciudadana que ha ido ampliando su base social y que ha organizado manifestaciones masivas cada año, de forma pacífica, con el fin de internacionalizar su demanda de autogobierno y abrir el debate en Europa. El movimiento de los indignados del 15-M del 2011 no sólo diagnosticó correctamente la crisis de la Constitución del ’78 y señaló claramente la falta de representatividad del sistema político con el popular lema ‘No nos representan’ o ‘No somos mercancías en manos de políticos y banqueros’, también supo poner en común un nuevo espacio de configuración de la realidad política. Ese espacio ensayado por el 15-M fue utilizado también por el catalanismo para consolidar el movimiento soberanista y darle capacidad autoorganizativa suficiente para generar en Catalunya lo que John Rawls llama consensos por superposición –overlapping consensus – para seguir aumentando su base social. Este movimiento popular territorializado en una cultura política plural -de izquierdas y derechas, federalistas e independentistas- que aspira a un reconocimiento diferenciado de su soberanía pero que ha sabido construir una ciudadanía integradora, esencialmente bilingüe desde una lengua minoritaria, con un tejido social muy activo también en lo económico, representa una comunidad basada en una identidad claramente multinacional, tal y como la define Kymlicka, y mucho más allá de la política institucional de partidos, una idea de nación -postmoderna y postcolonial- que debería tener cabida en Europa. Más que un problema de fronteras dentro del espacio Schengen, lo que plantea el conflicto catalán es la necesidad legítima de un reconocimiento de identidades comunes frente a la lógica uniformizadora global.
Los partidos políticos catalanes, incluídos los herederos del pujolismo9, iniciada la crisis del régimen del ’78 y la escisión territorial del consenso constitucional puesta de manifiesto por la reforma del Estatut de 2006, aprovecharon el movimiento social surgido en las multitudinarias manifestaciones soberanistas para iniciar en 2012 lo que se ha denominado ‘el procés’ y que podría resumirse como un proceso político dentro de las mismas instituciones autonómicas del Estado con el objetivo de lograr el derecho de autodeterminación. Esta institucionalización del conflicto soberanista es importante para entender realmente el alcance de esta crisis política y de régimen del Estado español, pero a la vez no debería confundirse con el movimiento social con raíces en el catalanismo histórico que ha ido fortaleciéndose a medida que la reacción de todas las instituciones coercitivas del Estado central, así como la negativa de Europa a tomar cartas en el asunto, han mostrado sus propias contradicciones derrumbando poco a poco las garantía propias de un Estado de derecho.
Los datos sociológicos nos dicen que durante más de cinco años, el 80% de los ciudadanos en Catalunya y un 57% de los ciudadanos españoles estaban de acuerdo en legalizar un referéndum de autodeterminación. Como respuesta a la falta de propuestas del Estado, el 1 de octubre de 2017 más de dos millones de personas consiguieron organizar una jornada electoral fuera de la legalidad, pero dentro de los principios de la desobediencia civil pacífica, defendiendo con sus cuerpos unas urnas que sobre todo expresaban una necesidad de reconocimiento político. A partir de entonces los acontecimientos sociales e institucionales fueron precipitándose por la insistente falta de un diálogo político. El discurso que el Rey, jefe del Estado y del ejército, pronunció el 3 de octubre y que evidenció el temor de la monarquía española a ser cuestionada, significaba también una brecha abierta entre los autodenominados constitucionalistas y los que quedaban fuera de ella en todo el ámbito nacional. El 27 de octubre se precipitó una declaración10, más simbólica que jurídica, de Independencia en el mismo Parlamento de Catalunya. La judicialización del conflicto junto con los mecanismos de excepción que se están aplicando amparándose en el artículo 155 de la Constitución, están afectando al Estado de derecho en España y a los derechos civiles y políticos defendidos por Europa. Los diputados electos y activistas que actualmente siguen encarcelados o exiliados, las persecuciones judiciales a alcaldes locales, las medidas coercitivas a profesores y periodistas, el uso indiscriminado de los delitos de odio para perseguir la disidencia y la crítica en el ámbito de la cultura o las recientes censuras de obras de arte, están mostrando un claro debilitamiento de los principios democráticos en España y un ataque directo a la libertad de expresión. Diversos organismos internacionales ya han denunciado el intento por parte del Estado español de criminalizar los movimientos pacíficos de protesta, fenómeno preocupante que también está ocurriendo por ejemplo en EEUU con las movilizaciones contra Trump.
La cuestión de la soberanía que, en palabras de Ortega, es la esencia del federalismo - diferenciándolo del autonomismo-, no no nos debería doler sólo a los que vivimos en Catalunya. Ortega acierta en ver que esencialmente la cuestión del federalismo: ‘...Propone que Estados independientes y soberanos cedan una porción de su soberanía a un Estado nuevo integral, quedándose ellos con otro trozo de la antigua soberanía, que permanece limitando el nuevo Estado recién nacido’. Quizá ese sea el nuevo reto del liberalismo democrático del siglo XXI, tanto a nivel nacional como supranacional, y es el de saber reconocer cuando surgen nuevas comunidades políticas susceptibles a exigir legítimamente una representatividad de su soberanía para garantizar derechos diferenciados dentro de una sociedad plural que no renuncie a construir un concepto de ciudadanía compleja más acorde a la actual realidad política.
La incapacidad de dar respuesta a estas nuevas necesidades más bien es sintomático de toda la construcción de una identidad y de un espacio político europeo que parece enmudecer cuando se le pone de cara al problema de la representatividad de sus instituciones y la legitimidad de su soberanía.
¡Soberanistas de todos los países, uníos!


Notas:
1 El presidente de la Comisión Europea dentro del ciclo España 40-40 organizado en Bruselas expresaba que sus mayores preocupaciones políticas eran: ‘dos viejos conocidos de Europa, las tentaciones nacionalistas y la pujanza de la extrema derecha’ repitiendo insistentemente, como suele hacer Jean-Claude Juncker, que el nacionalismo es veneno.
2 Ortega y Gasset formula la conocida frase: “España es el problema; Europa la solución” junto con toda una generación de intelectuales que pretendían superar el estado de decadencia en el que se encontraba España después de la pérdida de las últimas colonias con la esperanza puesta en los ideales europeos. Justo después de formular esta sentencia Europa sucumbirá a la destructiva Guerra Civil del siglo XX.
3 Ortega y Gasset dirá: “El problema catalán es un problema que no se puede resolver, que sólo se puede conllevar” y “Llevamos muchos siglos juntos los unos con los otros, dolidamente, no lo discuto; pero eso, el conllevarnos dolidamente, es destino común”
4 Desde los tiempos de Ortega no se ha pensado mucho en la idea de España constatándose ahora con el fracaso del autonomismo y la falta de opciones políticas propositivas que acepten la plurinacionalidad como horizonte político de un futuro digno.
5 Otras versiones propuestas más progresistas del artículo expresaban que: La Soberanía reside en el pueblo y se ejerce a través de los poderes regulados en la Constitución
6 No sólo como texto jurídico sino también ha fracasado en el ámbito intelectual como pretende denunciar la expresión del Régimen del ‘78 y el movimiento 15-M dirigiendo sus críticas a la producción cultural que ha servido para legitimar la Transición española y sus imperdonables omisiones y olvidos.
7 La violencia policial, jurídica y política que el Estado ha puesto en funcionamiento para resolver la cuestión catalana está siendo denunciada por asociaciones de juristas y organizaciones como Amnistía Internacional mostrando su preocupación en relación a la independencia judicial del Estado de derecho en España.
8 No debe ser casual que, de todo el raciovitalismo de Ortega, los padres de la Constitución y los que estaban a la sombra hayan aprovechado la parte más racionalista de su pensamiento. El franquismo encontró en el desarrollismo la forma de perpetuar su poder político autoritario más allá de lo que debería haber permitido una Europa liberal acabada la guerra.
9 La Constitución del ‘78 se encargó de integrar en el nuevo régimen democrático a las élites nacionalistas vasca y catalana, que se convirtieron en uno de sus pilares. El pujolismo que gobernó hasta el 2003 aceptó moverse siempre dentro del autonomismo pactando competencias con el Estado central. La crisis del régimen del ‘78 se convertirá también en una escisión territorial basada en un pacto de intereses mutuos que ha acabado evidenciando con su ruptura un sistema de corrupción y de financiación ilegal de partidos.
10 La Declaración Unilateral de Independencia “aprobada” en el Parlament, en forma de Propuesta de Resolución, en realidad no tenía ningún efecto jurídico. No sólo por ser una propuesta no de ley (PNL), sino porque, además, la declaración se contenía en la parte de la “exposición de motivos” considerado más bien como preámbulo de una futura ley.