A estas alturas de la tragedia colectiva en la que nos encontramos, no creo que nadie ponga en duda el hecho empírico de la debilidad de nuestras democracias. Los espacios de alegalidad se extienden dentro y fuera de nuestras sociedades y con ellos vuelven a aparecer esos monstruos de la racionalidad instrumental que provocaron entre 1914 y 1990, casi todo nuestro idealizado s. XX, ciento ochenta y siete millones de víctimas en todo el mundo. Víctimas de guerras, genocidios y violencias políticas, aniquilados mediante los distintos usos de la racionalidad moderna que además en este último decenio han ido sofisticándose para preservar la vida de los combatientes y aumentar la muerte de las poblaciones civiles. La guerra de antaño no generaba tantos daños colaterales como nuestras postmodernas y globales guerras civiles que hemos y seguiremos declarando. La victoria, como también se ha demostrado empíricamente en la agresión a Irak, no se legitima por sí sola, ni genera la estabilidad suficiente para llevar a cabo aquellos fines que deberían justificar cualquier intervención militar. Los actuales "administradores" de los Estados Unidos se están dando cuenta que, en este mundo que empieza a saber observarse a sí mismo, la violencia ya no les garantiza la seguridad necesaria para establecer sus reglas del juego. Y su juego es el negocio de la democracia desmemoriada que se traduce en exportar justamente el fundamento de su integrismo que no es otro que el capitalismo neoliberal.
Siempre nos hemos estado quejando de los "velos" de nuestros vecinos pero seguimos sin reflexionar sobre todo lo que está produciendo la práctica de nuestras costumbres. Nuestros fines como civilización occidental, y sobre todo desde que apareció entre ellos el malentendido concepto de progreso, empiezan a parecerse a los fines irracionales del nazismo. También el nazismo utilizó la modernidad para matar y generó distintas administraciones capaces de gestionar el difícil negocio del asesinato en serie. El fantasma de Auschwitz también funcionaba siguiendo los paradigmas fordistas para desresponsabilizar al operario del exterminio, y lejos de ser un modelo superado, como nos hace reflexionar Giorgio Agamben, parece extenderse entre nuestros espacios vitales.
Nuestras legalidades están cada vez más dispuestas a gestar espacios de alegalidad para protegernos de un común enemigo. Desde los recientes y fraudulentos informes en los que se basaron Bush, Blair y Aznar, pasando por Guantánamo, continuando por los servicios de inteligencia británicos y sus escuchas a los pocos y únicos representantes de la legalidad internacional, es posible al menos sugerir que estamos envueltos entre las garras de un sistema totalitario que ejerce mediante lo que Hannah Arendt definía como "la banalidad del mal", el más grave daño humano y ecológico que ningún fundamentalismo ha sido capaz de producir jamás.El modelo "Auschwitz", visto como la desresponsabilización ética de los actores sociales, también es el modelo preferido por nuestras transnacionales y la base de toda la economía global que persigue las utopías incuestionables del neoliberalismo.
Avanzamos de espaldas hacia el futuro, arrastrados por el torbellino del presente y del pasado. El progreso que perseguimos es la gran utopía que fundamenta nuestra civilización occidental moderna. Lo que deberíamos aprender a partir de ahora es a autolimitarnos para proteger la supervivencia de la humanidad.
El 14 de marzo, el ciudadano global español debe ser consciente que con su voto, también esta decidiendo a los actores que participarán y nos representarán en las decisiones internacionales y que afectarán a la totalidad del planeta. Nuestro voto pude manifestar la voluntad popular de alejarnos de ese "bien" impuesto desde el imperio estadounidense y acercarnos a esa "vieja" Europa que intenta con evidente dificultad seguir representando mediante la Organización de las Naciones Unidas la frágil y delicada legalidad que aún somos capaces de recordar.Carl Schmitt, filósofo del fascismo, definió lo "político" como lugar de conflicto entre el amigo y el enemigo, un conflicto existencial que se acaba con la destrucción del enemigo.
El lenguaje y la acción política en España, mucho antes de entrar en período electoral, han sido las primeras víctimas de la batalla que parece estar dispuesto a emprender el P.P., todavía administrado en la oscuridad por el "inspector" Aznar, contra todos aquellos enemigos que pretendan variar el rumbo marcado por los nacional-católicos bajo los paradigmas neoconservadores.
Todos estos ejes engranan la maquinaria de dominación en la que nos encontramos situados, y todavía perplejos, observamos como aparecen artefactos mediáticos que estallan justo en el momento preciso para decantar el codiciado voto, o como algunos ministrillos "ejecutan" terrorismo analítico al calificar de "lapsus" la propaganda que han decidido imprimir en sus lemas electorales.
Del artefacto Carod-Rovira a los distintos lapsus propagandísticos del P.P., encontramos un denominador común, que no es otro, que el de trasladar de nuevo el discurso político al enfrentamiento ideológico contra los construidos y necesitados enemigos públicos. Siempre el discurso totalitario supo construirse sus oportunos enemigos, a veces distantes, en cuanto a etnia, como hizo Hitler con los judíos, a veces distintos, en cuanto a clases, como Stalin y las viejas elites dirigentes económicas. Después, será la razón instrumental quien eligirá al verdugo y a la víctima y les hará danzar el baile de la guerra sin tener en cuenta las consecuencias reales de la perversa representación. Eso sí, todos acabaremos pagando la entrada.
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