“Y he de deciros también que si algún día dominara en Catalunya otra voluntad
y resolviera remar ella sola su navío,
sería justo permitirlo y nuestro deber consistiría en dejarlos en paz.”
Manuel Azaña, 27 de marzo de 1930
El
reciente conflicto soberanista que se está viviendo en Catalunya y que
ha actualizado unas reivindicaciones históricas que deberían haber sido
resueltas dentro de las dinámicas democráticas del Estado español, pone
en evidencia que las instituciones nacidas de la Transición han servido
para bloquear un desarrollo del modelo de estado hacia un federalismo
plurinacional más acorde a la propia idea de Europa. Este bloqueo,
ensayado localmente como modelo autonómico irreformable mediante
procesos democráticos, podría estar generalizándose a la hora de
configurar las instituciones de la UE con el fin de sustraer soberanía,
en este caso a nivel supranacional, también a una ciudadanía que es
esencialmente multicultural y tendiente a un polietnicismo producto de
los movimientos migratorios globalizantes.
Hay suficientes
razones para detenerse a pensar en lo que está ocurriendo en Catalunya
entorno a algo fundamentalmente político como es el concepto de
soberanía, entre otras cosas porque hay también razones ‘insuficientes’
que intentan liquidar la cuestión desde un acostumbrado pensamiento
europeo que sólo es capaz de ver en este asunto la expresión del temido veneno1 del nacionalismo. Como si con el simple hecho de maldecir el concepto de nacionalismo se lograra hacer desaparecer la idea de nación o incluso la de pueblo. Tensionando la ocurrencia2 orteguiana de 1910 podríamos llegar a decir ahora, un siglo después, que si Catalunya sigue siendo el problema entonces ni España ni Europa parecen ser la solución.
¿Pero de qué viejo problema estamos hablando todavía? ¿Qué nos duele
exactamente a los europeos catalanes en este principio de siglo?
Escrúpulo –del lat. scrupŭlus,
“piedrecilla”– apunta a una molestia a la que le sigue una duda o
recelo que inquieta a la conciencia sobre si es necesario hacer algo
desde un punto de vista moral. De esta forma define el diccionario de la
Real Academia Española esta palabra dándole como primera acepción un
sentido ético.
En estos últimos años, y de forma acelerada a
partir del 1 de octubre de 2017, los acontecimientos políticos vividos
en Catalunya han movilizado esa clase de sentimientos relacionados con
la ‘indignación’ generando un movimiento democrático transversal con
raíces históricas que apuesta decididamente por el derecho de
autodeterminación de los pueblos. Un derecho político que parecía ya
olvidado en las actuales democracias occidentales pero que se revela
ahora como herramienta indispensable para plantearnos cómo debería
constitucionalizarse un Estado de derecho cuya soberanía residiera en
una idea de nación entendida como civitas multicultural,
siguiendo el enfoque del filósofo canadiense Will Kymlicka, y por
extensión cómo deberíamos democratizar el espacio político supranacional
que significa Europa para asumir los retos que plantea la
globalización.
Parece que el viejo conflicto entre mayorías y
minorías dentro de un espacio democrático de gobernanza sigue vigente en
la Europa globalizada y postcolonial del siglo XXI, poniendo en
dificultades a los teóricos modernos que habían intentado definir
conceptos políticos tan problemáticos como el de nación o pueblo.
En este sentido nos parecen útiles las investigaciones de Kymlicka y su
riguroso análisis de la integración de las minorías culturales en
sociedades con una cultura mayoritaria dominante dentro de lo que define
como estados multinacionales y estados poliétnicos. Lo
multicultural, término esencial en las investigaciones de este autor,
hay que entenderlo desde los parámetros de la interculturalidad y en
todo caso no reducirlo al modo en cómo se han aplicado ciertas políticas
en el Reino Unido y Alemania generadoras de guetos y segregaciones.
Resulta interesante la dialéctica que puede establecerse entre el
conocido concepto orteguiano de ‘conllevancia’ y la forma de entender la
relación entre las distintas comunidades culturales y políticas que
plantea el profesor Kymlicka para apreciar esa diferencia entre el
multiculturalismo y el interculturalismo.
La idea orteguiana de
‘conllevancia’ se nutre del concepto europeo ilustrado de tolerancia - y
de identidad y libertad individual en un sentido fuerte-, pero desde
nuestro presente, si incorporamos la crítica contemporánea del término,
podemos apreciarla como una virtud menor, una forma a menudo distante y
jerarquizada de relacionarse con el otro, con el que es distinto a lo
que nos identifica, y asociarla de este modo al tipo de políticas
multiculturales de las que ahora Europa anuncia su fracaso. Otra manera
de entender la diversidad cultural -identidades complejas en sociedades
plurales- es la aproximación intercultural que se sustenta en el
reconocimiento mutuo y la aceptación de la diferencia considerando que
las sociedades democráticas no pueden alcanzar su pleno desarrollo sin
fomentar el encuentro y la comprensión entre las diversas culturas del
territorio.
Kymlicka, partiendo de la teoría liberal del Estado
y aceptando a la vez la importancia que tiene la cultura en el
desarrollo del individuo, construye una oportuna defensa de la identidad
cultural de los grupos sociales y de los pueblos y la necesidad de
protegerlos mediante las instituciones y el derecho. Para defender la necesidad de una ciudadanía diferenciada según la cual el Estado debe adoptar ‘medidas específicas’
en función de la pertenencia grupal orientadas a acomodar las
diferencias nacionales y étnicas. Este autor piensa en tres formas de
derechos diferenciados:
-Derechos de autogobierno (la delegación de poderes a las minorías nacionales, a menudo a través de algún tipo de federalismo).
-Derechos
poliétnicos (apoyo financiero y protección legal para determinadas
prácticas asociadas con determinados grupos étnicos o religiosos).
-
Derechos especiales de representación (escaños garantizados para grupos
étnicos o nacionales en el seno de instituciones centrales del Estado
que los engloba).
El modelo suizo, citado por
Kymlicka, es un ejemplo de Estado multinacional, con cuatro lenguas
diferentes, todas reconocidas como lenguas oficiales del estado –muchos
documentos traducidos por lo menos en dos o tres de ellas– y con su
representación en los canales de radio y televisión públicos, con sus
dos cámaras federales –una con el número de representantes en base a la
población del Cantón y la otra con dos representantes por cada Cantón–, y
responde a ese federalismo respetuoso e integrador de las minorías.
Otras
formas de pluralismo cultural son producidas por los fenómenos
migratorios y requieren según este autor otro tipo de derechos
específicos para erradicar las discriminaciones y los prejuicios,
especialmente contra las minorías visibles, permitiendo expresar su
particularidad cultural sin que ello obstaculice su participación en las
instituciones económicas y políticas de la sociedad dominante. El autor
considera países como Australia, Canadá o Estados Unidos como ejemplos
de Estados poliétnicos -a la vez que multinacionales- debido a los
procesos migratorios que han determinado su propia historia.
Esta
forma de replantear el Estado de derecho liberal y aceptar su
multinacionalidad y polietnicidad, garantizando derechos diferenciados,
debe limitar a su vez con el Derecho internacional. Los derechos humanos
actualmente ya figuran positivizados en la mayoría de las
constituciones del mundo. Los grupos deben respetar los derechos de sus
miembros a la disidencia así como la capacidad crítica de replantearse
sus propios valores, garantizando la libertad de conciencia de cada
individuo para que no pueda ser usurpada por el grupo.
Convendría
ser cautos también y no confundir el populismo, como lo hace el actual
presidente de la Comisión Europea, con una suerte de ideología
demagógica o con un determinado contenido programático –de derechas o de
izquierdas– y considerarlo más bien, en palabras de Ernesto Laclau, una
fase constituyente dentro de la lógica política donde se busca
consolidar un nuevo sujeto de la acción colectiva –el pueblo– con el fin
de reconfigurar un orden social vivido como injusto. En Europa, la
ruptura del pacto social que históricamente sostenía el Estado del
bienestar, las decisiones que se han tomado a raíz de la Gran Recesión,
la incapacidad de defender los derechos fundamentales dentro y fuera de
sus fronteras con el indigno trato a los refugiados, son la
condición de posibilidad del momento populista que atraviesa la política
actual y hacen urgente volver a dotar de sentido la idea misma de
soberanía, casi irreconocible desde su formulación moderna en la Paz de
Westfalia y vaciada de contenido en la actualidad por la hegemonía de la
ideología neoliberal y por la globalización y las prácticas de
movilidad. De la forma en cómo los europeos reaccionen ante esta crisis
de la política liberal-democrática dependerá la posibilidad de construir
instituciones políticas que permitan el ejercicio legítimo de la
soberanía tanto a nivel nacional como supranacional.
¿Podría un
asunto local tener la virtud de mostrarnos algo sobre cómo debería ser
la necesaria cesión de soberanía a unas instituciones supranacionales
democráticas que gobiernan sobre un territorio esencialmente
multicultural como es Europa?
La población que rechazó la nonata
Constitución europea impuesta por los Estados vio postergado su derecho
a iniciar un proceso constituyente, profundizando un déficit de
representatividad de las instituciones supranacionales, y ahora vuelve a
manifestarse de forma territorializada para recuperar ciertos niveles
locales de soberanía. Transfigurado en apariencia como la repetición del
viejo problema catalán3
y causante de un conflicto que Europa se empeña en considerar un asunto
interno del Estado español, lo ocurrido es clave también para avanzar
sobre la necesaria cuestión de la soberanía e identidad europeas.
El
problema no es la necesaria idea de Europa, la de Ortega y la nuestra,
ni tampoco la más necesitada idea de una España plurinacional4,
sino la realidad política e institucional de la monarquía española y el
club de estados en el que se ha convertido la UE, así como la forma en
cómo entienden y ejercen la soberanía en el siglo XXI. Pero para que
esta molesta demanda del catalanismo soberanista, primero hacia
el Reino de España con la intención de instituirse como República, y
luego hacia la integridad territorial del sur de Europa, pueda ser
considerada reveladora políticamente hablando – y de interés filosófico –
y no simplemente una repetición del viejo fantasma nacionalista
deberíamos revisar con detenimiento y sin prejuicios el problema de la
soberanía nacional y la representatividad de las instituciones
comunitarias. Si cabe pensar desde el liberalismo europeo en comunidades
políticas comprometidas territorialmente con sistemas jurídicos e
instituciones democráticas que protejan las diferencias culturales y que
acerquen el poder de decisión y representación a la ciudadanía para que
asuma su responsabilidad en el ejercicio del autogobierno.
Claramente pueblo y nación
son conceptos que siguen estando en disputa dentro del conflicto
político del siglo XXI más allá del esquema moderno de izquierdas y
derechas, y que en sociedades plurales como las nuestras deben ser
reformulados con el fin de permitir nuevos pactos sociales que
garanticen la gobernabilidad. Los flujos migratorios en la era global
están haciendo aún más compleja la idea misma de ciudadanía y la
capacidad de reconocer qué demandas políticas pueden ser consideradas
como nacionales. Desde las instituciones nacionales y europeas en nombre
del liberalismo se rechaza el nacionalismo y se repudia el populismo,
aunque sean las mismas instituciones que ejercen el peor nacionalismo
identitario y excluyente – colonialista – para justificar sus acciones o
inacciones. Son los propios Estados los que utilizan los medios de
comunicación política masivos para generar propaganda y mediante el
ruido -y la gestión interesada de la postverdad- controlar el
mensaje que quieren imponer a las sociedades. En este sentido el
esfuerzo de repensar el liberalismo clásico del filósofo canadiense Will
Kymlicka en un mundo globalizado pero culturalmente fragmentado y su
defensa del concepto de una ciudadanía diferenciada puede sernos de gran
ayuda para revisitar el conflicto soberanista en Europa.
Diacronías y sincronías del conflicto catalán
El
concepto político de soberanía tiene un largo recorrido desde que se ha
ido forjando en la Edad Media hasta el pensamiento contemporáneo y en
nuestros sistemas liberales democráticos, en nuestras constituciones, ha
ido adquiriendo distintas expresiones que van desde formulaciones más
progresistas/revolucionarias que consideran que ‘la soberanía reside en el pueblo’, a más liberales/conservadoras entendiendo que ‘la soberanía reside en la nación’.
La relación que necesariamente tiene que haber entre los distintos
niveles de soberanía definida en los Tratados de Maastricht hacen
todavía más compleja esta discusión. El debate histórico en Europa a
nivel nacional entre ambas concepciones, la de Rousseau y la de Sieyès,
ha ido confluyendo hasta encontrar el acomodo en textos constitucionales
tan actuales como es el caso de la Constitución española del ‘78 donde
el Artículo 1.2 del Título preliminar expresa que:
‘La soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado’5.
Con esta clara fusión y confusión entre el concepto de pueblo y nación
se pretendía resolver la dicotomía entre las vías reformistas y
revolucionarias surgidas de la propia tensión interna entre los
principios de igualdad y libertad que aparece en todo sistema
democrático. La Constitución española lejos de ser progresista como
podrían parecer ciertas partes del texto es muy conservadora e
institucionaliza un Estado muy difícil de reformar, cerrando bajo llave
conceptos clave como su forma monárquica o el de la nación española,
esencializándola en su indisoluble unidad en el Artículo 2 donde declara que:
‘La
Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación
española, patria común e indivisible de todos los españoles, y reconoce y
garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones
que la integran y la solidaridad entre todas ellas’.
Muy
comentado ha sido este artículo porque su redactado fue impuesto por
parte de los grupos representantes del antiguo régimen y las fuerzas
militares, con el fin de fundamentar la Constitución sobre la unidad de
la nación española y de esta forma desactivar jurídicamente cualquier
posible interpretación del término ‘nacionalidades’ propuesto por
socialistas, comunistas y nacionalistas, que justificara el
reconocimiento futuro de otras aspiraciones federalistas. Un claro
ejemplo contemporáneo de cómo las clases dominantes han intentado
construir un concepto de nación para fundamentar su poder y blindar sus
privilegios y su patrimonio monopolizando la interpretación de dicha
‘nación’, eliminando así las condiciones de superación de su dominio y
garantizando la pretensión de legitimidad de su gobierno.
El
autonomismo se presentaba después de cuarenta años de dictadura como la
única solución democrática para resolver el problema territorial en
España, iniciando la necesaria descentralización del Estado, pero
limitando la posibilidad reformista de llevar a cabo un intento
federalista de entender la soberanía. Seguimos anclados a una
interpretación conservadora de la solución liberal de Ortega al problema
de España y parece que la tan alabada Constitución del ‘78 ha fracasado
como modelo6 justamente por no ser capaz de ir más allá del autonomismo sin dejar de ser un Estado de derecho7.
En el discurso que Ortega pronunció en 1931 en la Cortes Constituyentes de la República decía:
‘Federalismo
y autonomismo son: primero, dos ideas distintas; segundo, apenas tienen
que ver entre sí; tercero, como tendencias y en su raíz, son más bien
antagónicas. (…) El autonomismo es un principio político que supone ya
un Estado sobre cuya soberanía indivisa no se discute porque no es
cuestión. Dado ese Estado, el autonomismo propone que el ejercicio de
ciertas funciones del Poder público – cuantas más mejor – se entreguen,
por entero, a órganos secundarios de aquél, sobre todo con base
territorial. Por tanto, el autonomismo no habla una palabra sobre el
problema de soberanía. (…) El federalismo, en cambio, no supone el
Estado, sino que, al revés, aspira a crear un nuevo Estado, con otros
Estados preexistentes, y lo específico de su idea se reduce
exclusivamente al problema de la soberanía. Propone que Estados
independientes y soberanos cedan una porción de su soberanía a un Estado
nuevo integral, quedándose ellos con otro trozo de la antigua
soberanía, que permanece limitando el nuevo Estado recién nacido. (…)
Hablan de problemas diferentes. El federalismo se preocupa del problema
de soberanía; el autonomismo se preocupa de cómo haya manera de ejercer
en forma descentralizada las funciones del Poder público que aquella
soberanía creó. (…) Son antagónicos. (…)
Ahí [en el
autonomismo] está la solución, y no segmentando la soberanía, haciendo
posible que mañana cualquier región, molestada por una simple ley
fiscal, enseñe al Estado, levantisca, sus bíceps de soberanía
particular’
Como es sabido Ortega piensa en la autonomía adaptando la metafísica de Leibniz de la Monadología
para interpretarla en clave política como una indivisible soberanía que
transmite el poder a sus partes delegando la administración de ciertas
competencias. Como si de un cálculo infinitesimal se tratara, la gestión
de las autonomías – función derivada – se reduce a la aplicación
territorializada del poder público Estatal – función integral –,
implementándose como una mera cesión de la ejecución de un plan
establecido por la incuestionable soberanía indivisible que detenta el
Estado. La Transición pactada con las fuerzas reaccionarias del país
aprovechó esa circunstancial y racionalista8
solución política de Ortega al problema de España para implementar el
nuevo Estado democrático autonómico a la vez que configuraba unas
instituciones limitadas en origen para avanzar hacia una reforma
federal. Esta misma solución es la que puede llegar a ser el verdadero
problema de Europa si sus instituciones en vez de configurar un espacio
supranacional de soberanías compartidas, siguiendo un modelo político
auténticamente federal o confederal -donde la cuestión es la soberanía
como recordaba Ortega-, acaban convirtiéndose en la implementación
burocrática e irreformable de una única racionalidad soberana
supranacional sin referencias territoriales ni culturales que se
transmite de forma directa e incuestionable a sus autonomías estatales sin una fundamentada representatividad de la voluntad popular.
La
cuestión catalana y el reconocimiento de su identidad nacional se
convierte en la cuestión española y su incapacidad de resolver
democráticamente su esencia plurinacional, que es a su vez la cuestión
de la soberanía y la identidad europeas.
Cronología del conflicto
El
inicio del actual conflicto catalán suele situarse en el proceso de
reforma del Estatuto de autonomía, aprobado por el parlamento de
Catalunya en 2006 y refrendado por la población siguiendo los
procedimientos democráticamente acordados, y que fue finalmente derogado
por una sentencia del Tribunal Constitucional. En este caso la polémica
institución fué la encargada de redactar jurídicamente la
interpretación definitiva de la cuestión territorial en España en la
Constitución, que no se pudo ni se quiso resolver completamente durante
la Transición, dejando simbólicamente abierta la puerta, con el concepto
de nacionalidades, a un reconocimiento de los derechos históricos de los llamados -también por Ortega- nacionalismos periféricos.
Esta
sentencia del 2010 respondía a un recurso político presentado por el
Partido Popular, el partido que actualmente gobierna en España y
gestiona la crisis catalana, culminando de ese modo un proceso de deriva
recentralizadora del Estado autonómico, iniciado en la segunda
legislatura de José María Aznar de 2000, y una persecución simbólica al
catalanismo político y cultural, con un especial interés en crear
conflictos sociales por el uso de la lengua catalana en las escuelas y
en las instituciones y los medios de comunicación autonómicos.
En
el nuevo Estatuto se pretendía ampliar el autogobierno en materia de
política económica y tributaria y fijar un principio de bilateralidad
entre la Generalitat y el Estado que claramente abría la puerta al
debate federalista. La vía de la reforma democrática parecía tener un
límite claro en el autonomismo expresado jurídicamente por la sentencia
del Tribunal Constitucional del 2010. Tampoco cabía esperar por parte
del Estado ningún reconocimiento de la identidad nacional catalana y por
lo tanto se hacía explícita la renuncia a su misma esencia
plurinacional.
Desde entonces en Catalunya se inició una
movilización ciudadana que ha ido ampliando su base social y que ha
organizado manifestaciones masivas cada año, de forma pacífica, con el
fin de internacionalizar su demanda de autogobierno y abrir el debate en
Europa. El movimiento de los indignados del 15-M del 2011 no
sólo diagnosticó correctamente la crisis de la Constitución del ’78 y
señaló claramente la falta de representatividad del sistema político con
el popular lema ‘No nos representan’ o ‘No somos mercancías en manos de políticos y banqueros’,
también supo poner en común un nuevo espacio de configuración de la
realidad política. Ese espacio ensayado por el 15-M fue utilizado
también por el catalanismo para consolidar el movimiento soberanista y
darle capacidad autoorganizativa suficiente para generar en Catalunya lo
que John Rawls llama consensos por superposición –overlapping consensus
– para seguir aumentando su base social. Este movimiento popular
territorializado en una cultura política plural -de izquierdas y
derechas, federalistas e independentistas- que aspira a un
reconocimiento diferenciado de su soberanía pero que ha sabido construir
una ciudadanía integradora, esencialmente bilingüe desde una lengua
minoritaria, con un tejido social muy activo también en lo económico,
representa una comunidad basada en una identidad claramente
multinacional, tal y como la define Kymlicka, y mucho más allá de la
política institucional de partidos, una idea de nación -postmoderna y
postcolonial- que debería tener cabida en Europa. Más que un problema de
fronteras dentro del espacio Schengen, lo que plantea el conflicto
catalán es la necesidad legítima de un reconocimiento de identidades
comunes frente a la lógica uniformizadora global.
Los partidos políticos catalanes, incluídos los herederos del pujolismo9,
iniciada la crisis del régimen del ’78 y la escisión territorial del
consenso constitucional puesta de manifiesto por la reforma del Estatut
de 2006, aprovecharon el movimiento social surgido en las
multitudinarias manifestaciones soberanistas para iniciar en 2012 lo que
se ha denominado ‘el procés’ y que podría resumirse como un
proceso político dentro de las mismas instituciones autonómicas del
Estado con el objetivo de lograr el derecho de autodeterminación. Esta
institucionalización del conflicto soberanista es importante para
entender realmente el alcance de esta crisis política y de régimen del
Estado español, pero a la vez no debería confundirse con el movimiento
social con raíces en el catalanismo histórico que ha ido fortaleciéndose
a medida que la reacción de todas las instituciones coercitivas del
Estado central, así como la negativa de Europa a tomar cartas en el
asunto, han mostrado sus propias contradicciones derrumbando poco a poco
las garantía propias de un Estado de derecho.
Los datos
sociológicos nos dicen que durante más de cinco años, el 80% de los
ciudadanos en Catalunya y un 57% de los ciudadanos españoles estaban de
acuerdo en legalizar un referéndum de autodeterminación. Como respuesta a
la falta de propuestas del Estado, el 1 de octubre de 2017 más de dos
millones de personas consiguieron organizar una jornada electoral fuera
de la legalidad, pero dentro de los principios de la desobediencia civil
pacífica, defendiendo con sus cuerpos unas urnas que sobre todo
expresaban una necesidad de reconocimiento político. A partir de
entonces los acontecimientos sociales e institucionales fueron
precipitándose por la insistente falta de un diálogo político. El
discurso que el Rey, jefe del Estado y del ejército, pronunció el 3 de
octubre y que evidenció el temor de la monarquía española a ser
cuestionada, significaba también una brecha abierta entre los
autodenominados constitucionalistas y los que quedaban fuera de ella en
todo el ámbito nacional. El 27 de octubre se precipitó una declaración10,
más simbólica que jurídica, de Independencia en el mismo Parlamento de
Catalunya. La judicialización del conflicto junto con los mecanismos de
excepción que se están aplicando amparándose en el artículo 155 de la
Constitución, están afectando al Estado de derecho en España y a los
derechos civiles y políticos defendidos por Europa. Los diputados
electos y activistas que actualmente siguen encarcelados o exiliados,
las persecuciones judiciales a alcaldes locales, las medidas coercitivas
a profesores y periodistas, el uso indiscriminado de los delitos de
odio para perseguir la disidencia y la crítica en el ámbito de la
cultura o las recientes censuras de obras de arte, están mostrando un
claro debilitamiento de los principios democráticos en España y un
ataque directo a la libertad de expresión. Diversos organismos
internacionales ya han denunciado el intento por parte del Estado
español de criminalizar los movimientos pacíficos de protesta, fenómeno
preocupante que también está ocurriendo por ejemplo en EEUU con las
movilizaciones contra Trump.
La cuestión de la soberanía que, en
palabras de Ortega, es la esencia del federalismo - diferenciándolo del
autonomismo-, no no nos debería doler sólo a los que vivimos en
Catalunya. Ortega acierta en ver que esencialmente la cuestión del
federalismo: ‘...Propone que Estados independientes y soberanos cedan
una porción de su soberanía a un Estado nuevo integral, quedándose
ellos con otro trozo de la antigua soberanía, que permanece limitando el
nuevo Estado recién nacido’. Quizá ese sea el nuevo reto del
liberalismo democrático del siglo XXI, tanto a nivel nacional como
supranacional, y es el de saber reconocer cuando surgen nuevas
comunidades políticas susceptibles a exigir legítimamente una
representatividad de su soberanía para garantizar derechos diferenciados
dentro de una sociedad plural que no renuncie a construir un concepto
de ciudadanía compleja más acorde a la actual realidad política.
La
incapacidad de dar respuesta a estas nuevas necesidades más bien es
sintomático de toda la construcción de una identidad y de un espacio
político europeo que parece enmudecer cuando se le pone de cara al
problema de la representatividad de sus instituciones y la legitimidad
de su soberanía.
¡Soberanistas de todos los países, uníos!
Notas:
1 El presidente de la Comisión Europea dentro del ciclo España 40-40
organizado en Bruselas expresaba que sus mayores preocupaciones
políticas eran: ‘dos viejos conocidos de Europa, las tentaciones
nacionalistas y la pujanza de la extrema derecha’ repitiendo
insistentemente, como suele hacer Jean-Claude Juncker, que el
nacionalismo es veneno.
2 Ortega y Gasset formula la conocida frase: “España es el problema;
Europa la solución” junto con toda una generación de intelectuales que
pretendían superar el estado de decadencia en el que se encontraba
España después de la pérdida de las últimas colonias con la esperanza
puesta en los ideales europeos. Justo después de formular esta
sentencia Europa sucumbirá a la destructiva Guerra Civil del siglo XX.
3 Ortega y Gasset dirá: “El problema catalán es un problema que no se
puede resolver, que sólo se puede conllevar” y “Llevamos muchos siglos
juntos los unos con los otros, dolidamente, no lo discuto; pero eso, el
conllevarnos dolidamente, es destino común”
4 Desde los tiempos de Ortega no se ha pensado mucho en la idea de
España constatándose ahora con el fracaso del autonomismo y la falta de
opciones políticas propositivas que acepten la plurinacionalidad como
horizonte político de un futuro digno.
5 Otras versiones propuestas más progresistas del artículo expresaban que: ‘La Soberanía reside en el pueblo y se ejerce a través de los poderes regulados en la Constitución’
6 No sólo como texto jurídico sino también ha fracasado en el ámbito intelectual como pretende denunciar la expresión del Régimen del ‘78
y el movimiento 15-M dirigiendo sus críticas a la producción cultural
que ha servido para legitimar la Transición española y sus
imperdonables omisiones y olvidos.
7 La violencia policial, jurídica y política que el Estado ha puesto en
funcionamiento para resolver la cuestión catalana está siendo
denunciada por asociaciones de juristas y organizaciones como Amnistía
Internacional mostrando su preocupación en relación a la independencia
judicial del Estado de derecho en España.
8 No debe ser casual que, de todo el raciovitalismo de Ortega, los
padres de la Constitución y los que estaban a la sombra hayan
aprovechado la parte más racionalista de su pensamiento. El franquismo
encontró en el desarrollismo la forma de perpetuar su poder político
autoritario más allá de lo que debería haber permitido una Europa
liberal acabada la guerra.
9 La Constitución del ‘78 se encargó de integrar en el nuevo régimen
democrático a las élites nacionalistas vasca y catalana, que se
convirtieron en uno de sus pilares. El pujolismo que gobernó hasta el
2003 aceptó moverse siempre dentro del autonomismo pactando
competencias con el Estado central. La crisis del régimen del ‘78 se
convertirá también en una escisión territorial basada en un pacto de
intereses mutuos que ha acabado evidenciando con su ruptura un sistema
de corrupción y de financiación ilegal de partidos.
10 La Declaración Unilateral de Independencia “aprobada”
en el Parlament, en forma de Propuesta de Resolución, en realidad no
tenía ningún efecto jurídico. No sólo por ser una propuesta no de ley
(PNL), sino porque, además, la declaración se contenía en la parte de
la “exposición de motivos” considerado más bien como preámbulo de una
futura ley.
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