Reflexiones arendtianas sobre el fenómeno Obama
"El tiempo está fuera de quicio. ¡Maldita suerte
que haya nacido yo para ajustarlo!"[1]
William Shakespeare
Hay algo del orden de lo oportuno –kairológico- en la aparición de Barack Hussein Obama en la escena internacional, que nos obliga a reflexionar sobre la autenticidad de su voluntad de cambio, su legitimidad, y, lo que es aún más interesante, sobre los mismos límites de intervención política en la contemporaneidad. Parece que este excedente de carga de sentido, de tiempo pleno, de anhelada esperanza, es lo que convierte en personaje al hombre Obama, permitiéndonos encajar la sentencia citada de Hamlet en el storytelling que se escribe diariamente sobre el nuevo presidente de EE UU.
Paralelamente, la ocurrencia del presidente español, José Luis Rodríguez Zapatero, a la hora de relacionar el fenómeno Obama con el pensamiento de la teórica política alemana Hannah Arendt[2], subrayando la capacidad humana -esencialmente política- de iniciar procesos nuevos –la verdadera libertad o felicidad pública-, más allá de responder a un posible interés para seguir creando lazos con la nueva administración estadounidense, puede convertirse en un inspirador ejercicio teórico capaz de alumbrar la realidad que vivimos, apoyándonos en las reflexiones de esta imprescindible pensadora aún poco pensada. Porque, ¿no siguen siendo oscuros los tiempos que vivimos? ¿No siguen derrumbándose las creencias que han mermado nuestras libertades? ¿No debemos repensar las categorías que hemos estado utilizando para actuar de nuevo políticamente?
Desde esta perspectiva arendtiana de lo político, entendiendo que es la realidad la que aparece en forma de acontecimiento y nos mueve a pensar en la contingencia, en el contexto actual de crisis del sistema productivo posfordista neoliberal, planificado desde una economía de guerra[3] -entiéndase también de desempleo e inflación[4]-, pretendemos averiguar si la aparición del presidente Obama puede considerarse un acontecimiento dentro de esta ruptura de estructuras e instituciones -lo instituido-; si cabe esperar el nacimiento de algo en parte nuevo, condición de posibilidad de lo verdaderamente político.
En lo que sigue, no sólo nos interesará comprender el acontecimiento Obama, su especificidad desde la perspectiva arendtiana, sino también subrayar el posible uso intencionado de las categorías arendtianas en la concepción que Obama tiene de lo político; descubrir si en su discurso y su acción hay en realidad voluntad para dejar espacio a nuevos comienzos. Para Arendt hay una responsabilidad clara a la hora de usar el lenguaje, y parte de la oscuridad que no ha dejado de desorientarnos, de ensordecer el espacio público, es producida por la confusión en la terminología que usamos, por la incapacidad de hacer las distinciones necesarias para darle un sentido compartido a nuestras palabras. Más allá de la coherencia interna de nuestros discursos es importante que el lenguaje utilizado constituya un sensus communis, un mundo compartido, una posibilidad de consenso en las creencias y estructuras que utilizamos para percibir y describir los hechos desde múltiples perspectivas. Para formularnos políticamente las preguntas.
¿No se han abierto ya algunos espacios de libertad en los discursos pronunciados primero por el candidato y luego presidente Barack Hussein Obama, donde lo simbólico está permitiendo una ampliación de la sensibilidad colectiva gracias al ejercicio de un juicio reflexivo -no determinante-, capaz de transformar lo auténticamente autorreferencial en algo compartido, pactado bajo una posible idea de comunidad de destino?[5] Desde la cuestión palestina, al innecesario –por improductivo- negocio de la guerra nuclear, desde la relación de respeto y admiración mutua entre Occidente y el Islam, a la cuestión ecosófica.
Sin ingenuidades, pero tampoco con cinismo, ¿no nos corresponde también a nosotros, sociedad civil global, participar en este acontecimiento histórico para empujar el viejo orden establecido, lo que ha dejado de tener validez –legitimidad-, y forzar al nuevo presidente Obama – y a la mayoría de la clase dirigente global- a estar a la altura de estas circunstancias? ¿No es acaso este tiempo que nos ha tocado vivir, un tiempo oportuno para prometer? ¿No es hora de tomar compromisos? ¿Responsabilizarnos?
Seguramente la mismísima Arendt reflexionaría y escribiría acerca de estas cuestiones, sobre todo en las circunstancias que nos encontramos, sumergidos en una grave crisis sistémica de esa misma economía de guerra descrita por Melman, explícitamente ineficiente a la hora de producir bienes –armamento, industria de la muerte-, sin ningún razonable valor de uso[6]. Ciegos ante la ya inexcusable explotación de la Tierra, incapaces de comprenderla como biosfera, como casa que es. Tiempos fuera de quicio donde los hombres producen, consumen y se entretienen, a base de destruirlo todo, la herencia de la tradición, la madre Naturaleza –autora y artífice-, todo.
Hay que acercarse meticulosamente al pensamiento de Arendt, y de todos aquellos hombres que vivieron en tiempos oscuros y que, como perlas de un mismo collar, supieron iluminar fenómenos emergentes[7]. Una oscuridad que sigue extendiéndose, alimentada por una economía basada en producir muerte industrializada, automatizada ahora con la introducción de la robótica militar, saturada ya de tanta fantasmagoría mercantil y financiera. Quizá, releyendo a Arendt, a Benjamin, Broch, Brecht, por citar algunos, podamos apreciar con más detalle la posibilidad de lo nuevo en esta forzada globalización de dirección única.
¿Alguien calculó el valor de uso de las muertes en los campos de exterminio, en los gulags, en las cárceles franquistas, en las dictaduras y finalmente en las democraduras que ilegítimamente nos han gobernado y gobiernan? ¿El valor de uso de un posible holocausto atómico? Y si seguimos preguntando llegaremos también a cuestionarnos si no hay espacio para un nuevo concepto de economía – oikos/casa- que nos permita recuperar la libertad de acción necesaria en los asuntos humanos, ir más allá del animal laborans, del homo faber, derrocar al despotismo[8] economicista y recuperar lo auténticamente político. Un verdadero crecimiento económico civil[9] respetuoso con la vita activa del hombre.
Todo esto habrá que plantearse como sociedad civil global, si queremos concatenar el discurso con alguna acción verdaderamente política, aparecer como acontecimiento en forma de acto voluntario colectivo –la tecnología que nos rodea lo permite-, y forzar un estado de excepción desde las bases, desde los pueblos, aprovechando las grietas de la ley, mediante una renovada violencia divina[10], sin derramar sangre, desde las mentes actuantes; realizar acciones con medios legítimos para organizar una comunidad de destino para todos, plural y sin excepciones, una nueva gramática de hacer las cosas a la altura de nuestras complejidades.
La pregunta entonces sigue siendo: ¿podemos con Obama?
Interrumpir entre futuro pasado
El pasado permanece siempre abierto. Los sueños de los que fracasaron, sus reivindicaciones, sus experiencias, siguen latiendo en lo colectivo a pesar de las forzadas amnesias históricas impuestas por los vencedores. Luchas legítimas de emancipación que han seguido latiendo en los márgenes, en el inconsciente, en el cuerpo designado como enfermo. Sueños aplastados que aparecieron en las vidas de nuestros antepasados y que emergen ahora, cuando la desmesura se manifiesta en forma de injusticia e hipocresía, a pesar de la violencia ejercida a la vida y a la memoria histórica. ¿No representa también Obama la encarnación de aquellas viejas reivindicaciones? ¿Y no es precisamente esta herencia la que deberíamos saber descifrar, enjuiciar, reconocer?
La experiencia que transmite la mirada de Arendt no es un corpus lleno de teorías que explican acontecimientos políticos cerrando significados, más bien es una caja de herramientas parecida a la que utilizaba el desafortunado[11] Benjamin para pensar la historia, una libreta repleta de notas a pie de página que conviene tener a mano para descifrar los acontecimientos presentes. Herramientas capaces de iluminar constelaciones de significados, pensamientos poéticos que cristalizan en imágenes y figuras dialécticas que se abren y se cierran a la luz estroboscópica de los relámpagos tormentosos de la historia. ¿No quiere la mirada y la condición política de Arendt, su palabra comprensiva, iluminar la oscuridad y echar mano al freno de emergencia de la historia –interrumpirla- para dejar de acumular ruinas y cadáveres, para permitirse espacios abiertos a nuevos comienzos, nuevos compromisos? Primero en el habla –pública-, ese tiempo del juego descrito por Agamben en Infancia e Historia, capaz de empezar de nuevo con el significado de todo significante, tergiversar el orden para seguir diciendo en otros códigos lingüísticos. Una forma particular de usar el lenguaje que rinde cuentas con las palabras y las cosas existentes, que pretende ser comunicable y aspira a un posible consenso, seguramente el más bello uso de cualquier lengua. Ese tiempo oportuno del habla –poético-, abierto pero comprometido, es el que consigue mediante la acción de aparecer en el espacio público[12] derribar las estructuras de la lengua, aquella parte de la tradición que se nos ha vuelto inservible para movernos por el mundo, capaz de abrir un tiempo nuevo, esencialmente político. Un tiempo original hecho con lo viejo, como aquella figura benjaminiana del trapero buscando en el basurero de la historia.
Siguiendo la concepción de Reinhart Kosellek en Futuro pasado, es en el presente de la vida de todo hombre –de toda sociedad- donde se encuentran, se interrumpen, la memoria de un pasado, un espacio de experiencia aceptado[13] –pero también abierto a ser reinterpretado-, y un futuro en forma de horizonte de expectativas determinado en parte por el espacio de experiencia. Un tiempo presente que dura mientras dure el trabajo de significación, una experiencia del lenguaje entre futuro pasado que se da en la especie del homo sapiens. También Arendt describe ese choque de tiempos que acontece en la condición humana donde el pasado nos empuja al futuro y éste nos presiona al pasado, produciendo una fuerza resultante que se proyecta al infinito.
Quizá esta capacidad humana de narrarnos la propia experiencia tenga algo que ver con ese particular modo subjuntivo de usar el verbo, con ir más allá de los hechos y movernos por esos límites del lenguaje que requieren también respeto, silencio, y que nunca son reducibles al entendimiento. El límite wittgensteniano entre los hechos y el imaginario sujeto por donde justamente aparecen los juicios de valor que nos comprometen con el mundo. Ese ejercicio de bordear –sin escaleras- el lenguaje y comprometerse con el mundo hace de la tarea de lo político una cuestión ética, lazo entre discurso y acción que se manifiesta en la capacidad de actuar, aparecer en el espacio público, bajo juicio reflexivo. Para Arendt, la pura reflexión kantiana, el libre juego imaginativo entre el entendimiento y la sensibilidad, será la condición de posibilidad de todo juicio cognoscitivo, ético o estético, la más política de las actividades de la mente.
Arendt, como también hizo Ortega y Gasset en sus Meditaciones del Quijote, movidos ambos por su deseo de comprensión, cristalizan con su pensamiento figurativo nuevas estructuras que ayudan a entender, pese a la fragmentada realidad, el acontecimiento, lo que parecía inexplicable desde el paradigma anterior. Empezamos a saber por la física de la materia que la realidad contiene lo indeterminado, ya no es sólo una cuestión de precisión técnica sino de incapacidad para hacernos una imagen exacta del fenómeno. Estamos tomando conciencia de que la realidad, siempre pragmática, se nos presenta relativa y fragmentada, con saltos ontológicos que se nos escapan. Sabemos que nuestra aproximación a los hechos está siempre apoyada sobre una base de creencias, estructuras, juicios, dirá el último Wittgenstein en Sobre la certeza, que nos implican inevitablemente con el mundo, lo colorean.
¿No es esa forma humilde de usar el lenguaje, esa duda metódica a la hora de considerar los hechos, abriendo espacios al escepticismo razonable, lo que nos esperanza cuando escuchamos al presidente Obama? Lo que nos compromete. ¿No hay honestamente más espacio para pensar –y actuar- en las palabras del actual presidente de EE UU que en las de la administración anterior? ¿Que en las de Cheney/Rove? Lo que ha estado horrorizando a toda persona razonable.
Y es cuando descubrimos la novedad de los acontecimientos que entendemos también el cierre –provisional- de lo viejo. Iluminaciones que clausuran un pasado e inauguran la posibilidad de un nuevo origen. Para Arendt, la experiencia histórica del siglo XX, los totalitarismos, representaron un acontecimiento en el sentido de ruptura total entre la contemporaneidad y la tradición, más concretamente una incapacidad para recuperar la herencia y reconocer la autoridad de un testamento que ya no se comprende –un testamento perdido-. Una corrupción en las entrañas mismas de todo juicio que nos impide comprender –fin que persigue todo totalitarismo-.
Arendt, desde esa ansia por comprender, incomodó incluso a la comunidad judía cuando, reflexionando sobre el mal, subrayó el potencial violento de la banalidad de Eichmann, de esa mortífera incapacidad de enjuiciarse con la vida y preferir cumplir las órdenes inhumanas del sistema. ¿Y no ha sido Bush, un hombre infantilizado y de pobre voluntad para la acción, más peligroso para los estadounidenses y el mundo que el mismísimo diablo?
Sin desoír las advertencias de los que en estos escasos meses de experiencia del poder de Obama no ven más que las mismas intenciones de siempre pero con buenos modales, deberíamos preguntarnos también, sin querer desresponsabilizar a nadie[14], qué alcance real tiene el poder de un presidente democrático frente a la inercia histórica de los intereses de un país como EE UU[15] y en un mundo como el nuestro; qué papel puede jugar un solo hombre en los procesos sociales de cambio; qué responsabilidad debe atribuírsele. Arendt, a la hora de reflexionar justamente sobre el poder y la responsabilidad personal[16], entiende que toda acción –política- se desencadena siempre entre hombres, el poder, dirá, nunca es propiedad de un individuo -está relacionado con el número-, introduciendo a la vez el factor de lo imprevisible y lo espontáneo. Quizá siguiendo sus reflexiones podamos aportar algo de luz a la hora de juzgar la autoridad y la legitimidad de la promesa de Obama. A la hora de juzgar esa maldita suerte a la que como Hamlet debemos hacerle frente.
Tradición y autoridad: ver y hacer ver
"En ningún otro campo la excelencia humana se acerca tanto a la virtud de los dioses
como lo hace en la fundación de comunidades nuevas y en la conservación de las ya fundadas."[17]
De Re Publica. Cicerón
En el trabajo de repensar lo político, Arendt, consciente de la autoridad del pasado grecorromano y religioso, y en general de la autoridad de la tradición, reflexiona sobre las revoluciones modernas y lo que éstas han significado en la historia. Su verdadero interés es comprender el testamento político de estas experiencias históricas para recuperar la auténtica libertad perdida –sobre todo después de Auschwitz-, la posibilidad de interrumpir la inercia humana y permitir que nuevos comienzos puedan perdurar.
Hay en la tradición una autoridad parecida a la autoridad de la lengua, de la misma manera que en el habla comunicativa hay una posibilidad revolucionaria de lo nuevo. Se pueden establecer ciertas relaciones con la lingüística contemporánea desde la teoría de la acción de Arendt. Concretamente, como ya se ha hecho, con las observaciones de Austin sobre los enunciados performativos. Enunciados que van haciéndose mientras realizan acciones, que van más allá de las representaciones conocidas, capaces de constituir un común sentido que explique lo que parecía inexplicable, que haga lo que parecía imposible. Dependientes siempre del contexto, de los espectadores, y sobre todo de la autoridad que depositemos en el autor. La fuerza ilocucionaria. Porque es ese el gran campo de batalla, la autoridad de lo que se dice –o se calla-, nuestros compromisos –responsabilidades- en el espacio público de la comunidad hablante. Arendt en Sobre la violencia escribe:”Sólo se puede confiar en las palabras si uno está seguro de que su función es revelar y no ocultar” . Pueden establecerse también ciertas analogías con la concepción de seguridad que Wittgenstein plantea en Sobre la certeza, aquella que emana de la confianza que tenemos en nuestras creencias, en nuestra imagen del mundo, lo que fundamenta las justificaciones de lo que sabemos. ¿Investimos acaso de autoridad a alguien que nos engaña, que nos miente?
Adentrándonos en la comprometida cuestión de qué autoridad otorgarle al discurso y a la acción de Obama, debemos decidir si este juicio lo basamos solamente en las acciones realizadas durante su gobierno, o por el contrario, incluimos lo que sabemos de su vida –pública- pasada[18]. Si incluimos la tradición que reivindica y lo que ha dicho y hecho en público –sus reglas, en el sentido wittgensteniano-. Quizá, algunos ni piensen en la posibilidad de fijarnos en el pasado de Obama para decidir si le otorgamos o no autoridad a su compromiso político, a su palabra, pero si se analiza bien la cuestión, y muchos evidentemente ya lo han hecho, parece injustificado no hacerlo. Quizá, para decirlo de una forma sencilla, la autoridad debería emanar de la validez de las reglas que Obama propone y de la confianza que éste nos merezca.
Para Arendt la autoridad es uno de los conceptos centrales de lo político, asunto éste que, junto a la tradición y la religión[19], forman parte de lo que debería preservar toda revolución.
“…si no me equivoco al sospechar que la crisis del mundo actual es en primer término política, y que la famosa ‘decadencia de Occidente’ consiste sobre todo en la declinación de la trinidad romana religión, tradición y autoridad, a la vez que se produce la ruina subrepticia de los cimientos romanos específicos del campo político, las revoluciones de la época moderna parecen esfuerzos gigantescos para reparar esos cimientos, para renovar el hilo roto de la tradición y para restaurar, fundando nuevos cuerpos políticos, lo que por tantos siglos dio a los asuntos de los hombres cierta medida de dignidad y grandeza”.[20]
De hecho es la autoridad, e inevitablemente la responsabilidad, la que se fue perdiendo en la modernidad, para desaparecer finalmente en el acontecimiento de los totalitarismos. También algunas revoluciones modernas, las que legitimaron la violencia como medio, y Arendt piensa en la Revolución francesa, acabaron cometiendo el grave error de no dejar espacio a nuevos comienzos. Desde esta forma de entender lo político, sólo la Revolución americana tuvo cierto éxito a la hora de establecer una nueva institución política sin violencia y con la ayuda de una constitución fundada en decretos y acuerdos previos, fundada en la tradición. Es esta dificultad en clasificar el pensamiento de Arendt, este conservadurismo revolucionario que incomoda tanto a conservadores como progresistas-revolucionarios, su escrupuloso decir, lo que puede ayudarnos a iluminar la escena.
También Obama sabe que todo lo nuevo conserva algo de viejo. Sus referencias a lo mejor del pasado, a los padres fundadores de la nación, a la narración de su mejor tradición, para refundar un nuevo orden, una nueva forma de hacer las cosas, tienen resonancia a cómo entiende Arendt el valor de una herencia comprendida. Obama parece hablarnos desde un futuro legítimo –una nueva gramática-, que hace de los acontecimientos una oportunidad para incorporar lo nuevo, lo que parecía imposible hace tan solo unos meses, e iluminar el pasado, desde una estructura de futuro pasado que produce historia. Cuando Arendt estudia las distintas formas de revolución que se han dado en la historia, cuando recupera lo que nos sigue siendo útil para explicarnos el fenómeno de lo político, nos enseña a pensar lo nuevo sin perder el hilo de lo viejo. A reconocer que la autoridad no se consigue con la coacción de la violencia ni con la persuasión de los argumentos. En Sobre la violencia, Arendt siguiendo los pasos de Benjamin, desautorizará el uso de medios ilegítimos –la violencia mítica- para defender lo legítimo, y explorará el potencial revolucionario de la violencia divina, aquella que se mueve entre las brechas que dejan las leyes –objeción de conciencia, desobediencia civil, boicots, sentadas y manifestaciones, …- y es capaz de derrocarlas. Arendt nos recuerda que la autoridad, a diferencia del poder, hunde sus raíces en el pasado. Escribe Arendt:
“Sea como sea, las revoluciones, a las que por lo común vemos como una ruptura radical con la tradición, aparecen en nuestro contexto como acontecimientos en los que las acciones de los hombres aún están inspiradas por los orígenes de esa tradición, de los que también recibe su impulso. Se diría que son la única salvación que esta tradición romana occidental se dio para los casos de emergencia”[21].
Lo que se otorga cuando damos autoridad a alguien –libremente- es la confianza en la validez de su capacidad de juicio, en su forma de enjuiciar los hechos y orientarse –de verlos y hacerlos ver, justificarlos-, de plantear cuestiones pertinentes. Arendt, citando al historiador Theodor Mommsen, dirá:”la autoridad es más que una opinión y menos que una orden, una opinión que no se puede ignorar sin correr peligro”. Parece que algo de confianza necesita depositar el alumno en el profesor, el hijo en el progenitor. Algo de esperanza hay en toda promesa. Para Arendt:
”La fuerza vinculante de esta autoridad está conectada muy de cerca con la fuerza religiosa vinculante de los ‘auspices’, que, a diferencia del oráculo griego, no se refiere al curso objetivo de los acontecimientos futuros sino que revelan sólo la aprobación o desaprobación divina de las decisiones adoptadas por los hombres”.[22]
Y, ¿cómo autorizamos la promesa? ¿A su autor? ¿Cómo nos comprometemos? Proposiciones, tal y como las entendía Austin, que escapan al mundo de los hechos, no reducibles a un valor de verdad –verdadero/falso-. Declaraciones condicionadas a lo que los lingüistas llaman criterios de autenticidad –autoridad-, y que en contextos oportunos son capaces de mover voluntades, con poder de realizar acciones libres entre hombres, declarar y fundar un mundo en parte nuevo. ¿No hay en la promesa, en su compromiso abierto, la fundación de una comunidad de destino? Alertados de los mesianismos que imponen una interpretación literal de la palabra revelada, sin justificar, pero dispuestos a actuar en un mundo común rico en perspectivas significativas y orientadoras, justificadas.
Discurso inaugural de Obama.
Las nuevas tecnologías ofrecen la posibilidad instantánea de hacer este tipo de representaciones con cualquier texto introducido, y en este caso con el discurso inaugural que Barack Hussein Obama pronunció el 20 de enero de 2009 ante un mundo transnacionalizado y atento. El experimento es interesante e incluso explica en parte la posibilidad de hacer de la World Wide Web una red semántica apta para tratar contenidos. Muestra las palabras en función del número de apariciones en el texto. Sin duda una simplificación importante que nada tiene que ver con el concepto de comprensión, pero que puede servirnos como pretexto para adentrarnos justamente en lo que no se nos muestra, en esa compleja e invisible trama que fundamenta todo discurso.
Situados en la perspectiva arendtiana de entender lo político, buscando la validez de la promesa de Obama, su autoridad, este discurso inaugural actúa como pinza efectiva entre un futuro pasado que, en sí mismo, ya está produciendo historia. Inaugura un modo autorizado y en parte nuevo para dejar atrás viejos dogmas. Tanto sus orígenes raciales como su capacidad de movilización social global para llegar hasta donde ha llegado pasarán a la historia en forma de acontecimiento. Novedades que revelan el cierre de una época.
El inicio del discurso no podía ser otro que su declaración de humildad frente a tanto infortunio, su puesta en escena:
”Mis conciudadanos: me encuentro hoy aquí con humildad ante la tarea que enfrentamos, agradecido por la confianza que me ha sido otorgada, consciente de los sacrificios de nuestros antepasados”.
Declaración de intención ésta, a la que no puede negársele legitimidad narrativa arendtiana.
Lo que sigue a continuación es una elegante pero fría despedida del mandato infantilizante[23] de Bush, junto a la constatación de que este juramento “se hace en medio de nubarrones y furiosas tormentas”. Una clara metáfora de lo que ha significado la administración saliente. Pese a ello, no tarda en aparecer el optimismo de Obama para recordarnos que el poder emana de la autoridad de nuestros antepasados y nuestros documentos fundacionales, nuestra mejor historia, y que nuestra pericia, tanto la de la clase dirigente como la del pueblo, ha sido la de ser fieles a los ideales de la tradición y conservar espacios propicios para la natalidad de lo nuevo.
Su principio de realidad a la hora de examinar la crisis, de señalar la codicia e irresponsabilidad de algunos, junto al fracaso colectivo de no afrontar todavía el cambio que necesitamos, ofrece seguridad a la hora de plantear las grandes cuestiones. La especulación financiera y el mercado inmobiliario, el sistema de salud, la escuela, la ceguera[24] ante la destrucción del planeta. Obama, aunque centrándose en la economía estadounidense, es consciente de que estos indicadores, basados en datos y estadísticas, no abarcan la magnitud de la crisis. Sabe que en lo profundo esta crisis es de confianza, ataca a las estructuras que hemos estado utilizando para orientarnos revelando su invalidez, y consecuentemente hace que percibamos el futuro como amenaza.
¿No ha sido la ideología neoliberal una forma de oscurecer y desorientar al mundo?
Obama reconoce los tiempos que vivimos cuando dice que los desafíos a los que nos enfrentamos son graves, cuando apela a lo mejor de la tradición, a un optimismo de la voluntad capaz de generar nuevos comienzos. Cuando prefiere la esperanza al temor, la unidad de propósitos –una comunidad de destino- al conflicto y la discordia –comunidad de origen, etnoracial-. Al enfatizar que su lucha es también una lucha contra las falsas promesas, contra “ …los dogmas caducos que durante demasiado tiempo han estrangulado a nuestra política”.
¿No le daría validez Arendt a esta capacidad de juicio? Quizá, la cuestión es si somos nosotros, el pueblo, capaz de darle validez a este tipo de juicios. Si somos nosotros todavía capaces de salir del estado de shock al que Benjamin prestó tanta atención en sus escritos, un estado que imposibilita la narración de nuestra experiencia por un exceso de percepciones que acaban anestesiando nuestra sensibilidad. El fin que persigue toda estetización de la política en cualquier régimen totalitario. ¿No lo habrán conseguido?
El discurso inaugural prosigue, una vez anunciada esta necesaria vuelta a la política, recordando que el valioso don que ha ido pasando de generación en generación es “…la promesa divina de que todos son iguales, todos son libres y todos merecen la oportunidad de alcanzar la felicidad plena”. Esforzarse, frente a la fragilidad de la libertad, para abrir espacios de aparición donde se dé por igual la posibilidad de participar en lo público, esa es la verdadera felicidad, la buena vida. En las profundidades del concepto de revolución, Arendt se fija en el tesoro guardado, en el carácter retroprogresivo[25] que toda novedad conserva, en la posibilidad de fundar nuevos inicios que permitan ampliar el ámbito de participación –y percepción- pública. Sin duda Arendt, como lo ha hecho Obama en su campaña a la presidencia, se fijaría también en el potencial de Internet para experimentar nuevas formas de democracia participativa. Nuevas formas de intervención social. Espacios en los que cabría legítimamente intervenir incluso con la violencia divina, aquella que consigue desplomar a la ley injusta para dejar espacio a la justicia.
Pero reconocer la autoridad de la tradición implica responsabilidades. Obama sabe que la grandeza no es un regalo y que hay que ganársela, requiere esfuerzo, “…más bien, han sido los que han asumido riesgos, los que actúan, los que hacen cosas”. Reconocer el lazo con el pasado, el esfuerzo que hicieron las generaciones pasadas por nosotros, a veces con sus vidas, nos deja como herencia también una responsabilidad que alcanza a las generaciones futuras. Hay en el discurso una consciencia clara de que lo político está en el entre, y que el poder –que depende siempre del número- está en ese algo más que caracteriza a la suma de los individuos. Chomsky, citado en diferentes ocasiones en la obra de Arendt, también incide en que el poder está en todas partes y que sólo es cuestión de organizarse.
El tiempo que ha pasado es el del inmovilismo, el de la protección de los intereses limitados, el de aplazar las decisiones desagradables. Habla de una acción audaz para levantar nuevos cimientos para el crecimiento. Abre situaciones nuevas para plantearse la posibilidad de qué tipo de crecimiento necesitamos, para repensar qué lugar merece la ciencia, cómo aprovechar mejor la energía. Incluso para ir más allá de lo que puede pensar Obama. Todas aquellas cuestiones descartadas por los cínicos, los que permanecen anclados a las creencias que ya no sirven o simplemente escépticos radicales, parecen reabrirse en la promesa de Obama:
“Todo esto podemos hacerlo. Y todo esto haremos. Algunos cuestionan la amplitud de nuestras ambiciones y sugieren que nuestro sistema no puede tolerar demasiados grandes planes. Sus memorias son cortas. Porque han olvidado lo que este país ya ha hecho; lo que hombres y mujeres libres pueden lograr cuando la imaginación se une al interés común y la necesidad a la valentía”
Esa es la grandeza de la política y la importancia de la memoria en la experiencia personal e histórica del homo sapiens. La libertad de la imaginación, la pura reflexión kantiana, al servicio del bien común. La superación de la necesidad con voluntad y valentía. Todo esto se ha manifestado en nuestra tradición y continúa siendo posible ahora si nos organizamos, si hacemos uso de nuestra capacidad de juicio –individual y colectivo-, para plantear, desde un sistema de creencias renovado, las cuestiones relacionadas con la cosa pública, desde otras gramáticas.
¿No es el límite que siempre exploró Wittgenstein en tiempos de crisis?
Obama aplica cierto pragmatismo –Wittgenstein también lo hace cuando analiza la cuestión del fundamento en los juegos de lenguaje-, a la hora de resolver por ejemplo la cuestión del papel del Estado en nuestras economías, reivindicando criterios funcionales, y asumiendo que quien maneja dinero público debe hacerlo con sabiduría –bajo el cálculo de la prudencia aristotélica- y a la luz del día –en el espacio público de aparición-, “…porque sólo entonces podremos restablecer la confianza vital entre un pueblo y su gobierno”. Dejando claro la necesidad de una vigilancia pública sobre un mercado que en sí mismo no es ni malo ni bueno, simplemente se descontrola y deja de funcionar si sus mecanismos sólo favorecen al capital, y con ello, a la injusticia de la inhumanidad. Constatando que el éxito de una economía no puede medirse sólo con el PIB, que hay que plantearse políticamente el alcance de nuestra prosperidad y nuestra habilidad para ofrecer oportunidades a los que lo deseen, si se quiere avanzar con seguridad hacia el bien común.
¿No han minando también nuestra confianza y seguridad los abusos lingüísticos perpetrados por el neoliberalismo?
Hay, en el discurso de Obama, una clara superación del binomio establecido por los neoconservadores entre seguridad y libertad, un empeño por rescatar la tradición y garantizar el imperio de la ley y los derechos humanos. Lo hace también en el contexto del lenguaje, ofreciendo seguridades justificadas y no dogmatizadas, permitiendo de ese modo la espontaneidad de los juegos de lenguaje –en libertad-. Sabe que el poder –también el de la palabra- crece a través de un uso prudente y legítimo, que la auténtica seguridad emana de la justicia, que seguimos siendo los guardianes de los asuntos humanos, y por extensión, pastores del lenguaje y del ser.
Quizá la novedad no resida tanto en las palabras y formulaciones que aparecen en este discurso inaugural –en gran parte ya habían sido dichas por el pensamiento crítico de izquierdas-, sino en el hecho oportuno que quien las pronuncia en forma de promesa sea un hombre como Obama y ocupando la presidencia de los EE UU, en un contexto global de crisis sistémica. Un mundo sin confianza ni seguridad. Obama simboliza mejor que nadie el factor multicultural de nuestro tiempo, sabe reconocer la fortaleza de una herencia plural, multiétnica. Porque es cierto que con el proceso globalizador el mundo se ha hecho pequeño y parece revelar que incluso en las diferencias nos parecemos, que existe un territorio común compartido por toda la humanidad que debe protegerse con el nacimiento de una nueva era de paz. Desde otro lenguaje.
Obama se acerca al mundo musulmán desde el respeto y con clara intención de encontrar un nuevo camino -un nuevo comienzo, como dirá más tarde en su famoso discurso en la universidad de El Cairo con evidentes reminiscencias arendtianas- basado en el interés mutuo, buscando fundamentar su gramática política en una posible y necesaria comunidad de destino –comunidad de formas de vida-. Toma compromisos para luchar contra la pobreza mundial, consciente de la superación del concepto caduco de frontera, y de la imposibilidad de permanecer indiferentes ante tanto injustificado sufrimiento humano. Reconoce que el mundo ha cambiado y que nosotros debemos cambiar con él.
Pero para hacer efectiva una promesa es necesario que la gente deposite confianza en su autor, algo de esperanza necesita el mundo para que las palabras puedan desencadenar compromisos y pasar a la acción. Con Obama, podemos iluminar la oscuridad que nos asusta desde la esperanza y la virtud ejemplificada en la tradición, pero nada cambiará si no inauguramos con él una nueva era de la responsabilidad: “Este es el precio y la promesa de la ciudadanía”.
Es justamente el gran regalo de la libertad, lo que para Hannah Arendt es la esencia de la política, lo que debemos entregar a salvo a las generaciones venideras.
[1] Este pasaje pronunciado por Hamlet es ciado por Hannah Arendt en Responsabilidad y juicio para introducir el tema de la responsabilidad personal.
[2] Artículo publicado en El Mundo: Obama, el horizonte del cambio. “La victoria de Barack Obama es, así, una nueva prueba de aquella idea de Hannah Arendt sobre la capacidad de la política para producir nuevos comienzos, la idea de que la política permite a las sociedades humanas volver a empezar de nuevo.”
[3] Léase a Seymour Melman: “La inflación y el desempleo como producto de la economía de guerra”. Arendt cita al autor y sustenta parte de su visión histórica de los EE UU contemporáneo en este modelo de entender la economía nacional estadounidense.
[4] Este fenómeno, el de la estanflación, requiere todavía un estudio actualizado para entender lo que está sucediendo ahora en la economía global. Aunque en el primer mundo dispongamos de una inflación aparentemente baja, hay que pensar globalmente en la crisis de los alimentos, en el precio real energético, y darse cuenta de que hemos desplazado la inflación hacia la pobreza. El desempleo que se está generando sólo puede agravar la situación y Keynes hace años que nos lo advirtió.
[5] Más tarde se intentará relacionar el concepto de comunidad de destino con discursos y usos performativos del lenguaje.
[6] Insistir, como insiste Seymour Melman, en la paradoja de que la industria militar además maximiza los costos, obteniéndose de esa forma un valor de cambio maximizado frente a un nulo valor de uso. Improductivo finalmente. Más aún, autodestructivo con el holocausto del armamento nuclear.
[7] En el caso de Arendt nos interesa su análisis relacionado con la pérdida de libertad, la reducción del espacio político, en la modernidad y la ruptura con la tradición ético-moral que representaron los totalitarismos.
[10] En Sobre la violencia, Arendt retoma la distinción benjaminiana de violencia mítica –la que funda el derecho- y violencia divina –la que es capaz de cuestionárselo-. Insistiremos más adelante sobre esta forma de violencia legítima.
[12] Una experiencia en la que Arendt también se fijó, el Mayo francés, tiene mucho que ver con la palabra pública de la calle – escrita en los muros-, capaz de derrumbar estructuras.
[14] Esta es una de las tareas fundamentales de Arendt cuando escribe sobre la responsabilidad personal en el caso Eichmann.
[15] Sin justificar las intervenciones más criticadas de EE UU bajo la presidencia Obama, ¿en qué medida no son también éstas una manifestación de la limitación del poder presidencial en nuestras democracias de libre mercado? La historia contemporánea estadounidense –y no sólo estadounidense- nos ha mostrado repetidas veces la existencia de poderes más allá del alcance presidencial.
[16] Parte de la radicalidad del pensamiento de Arendt, de su inestimable valor, surge del intento por comprender el concepto de responsabilidad personal en el contexto del acontecimiento totalitario del siglo XX.
[17] Cita extraída del texto de Arendt ¿Qué es la autoridad? incluido en Entre el pasado y el futuro.
[18] Puede encontrarse un resumen de las referencias biográficas de Obama, publicado por el CIDOB, en: http://www.cidob.org/es/documentacio/biografias_lideres_politicos/america_del_norte/estados_unidos/barack_obama
[19] Hay que entender religión no en el sentido de institución sino de religare. Formar parte de una tradición que posibilita la libertad de acción, cumplimiento de una promesa.
[23] En el discurso, unos parágrafos más abajo, puede leerse:”…ha llegado el momento de dejar de lado los infantilismos.”
[24] En el caso de la reforma sanitaria en los EE UU, ¿no hay ceguera también ahora cuando los ciudadanos estadounidenses pintan a Obama de Joker con la sonrisa invertida para hacerle desistir de su reforma del sistema sanitario público? ¿Acaso la socialdemocracia europea, y por lo general todos los que disfrutamos de un sistema de salud público, se ofenderían con la palabra socialista?
4 comentarios:
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