“Cada tiempo, se espera que un nuevo tipo
de arte distinto a todos los tipos previos
y tan lejos de las normas y prácticas así
como del gusto,
que cualquiera sin importar cuán informado
o desinformado estuviera, pudiese decir algo al respecto.
Y cada vez esta expectativa fue frustrada
en tanto la fase del Modernismo en cuestión tomaba su lugar
en
la inteligible continuidad del gusto y la tradición.”[1]
Clement
Greenberg
En
última instancia lo que permanece en el arte es la forma, el gusto por la
forma. O dicho de otro modo, la forma es lo que finalmente permite la transferencia
entre la obra de arte y los seres humanos que somos capaces de reconocerla.
Porque el verdadero arte se reconoce, y eso implica un modo muy peculiar de
mirar, de apreciar; una manera de comportarse frente a la obra misma que no es
otra cosa que una huella humana. Pero como toda huella, el rastro dejado es un
mapa topológico o un conjunto de morfologías relacionadas entre sí en forma de
unidad -y hay una cierta inclinación a preferir la coherencia-, capaz de
transferir una figura -sin el conjunto de notas bien determinado[2]-
que interpela directamente a quien decide sumergirse en ella. Explorar el
rastro producido por el intento obstinado -y casi siempre frustrado- de dejar
una forma reconocible como obra de arte. Porque al otro lado de la obra -de la
huella- está el creador, del que se puede incluso no saber ni el nombre, y sin
embargo reconocer la originalidad del “complejo estructurado” que nos propone
en forma de objeto artístico.
Al
hablar de novedad, de creación, de arte, hablaremos también del lugar que ocupa
la tradición a la hora de participar en el fenómeno de lo estético. La
inevitable y particular relación entre la tradición y la novedad. La intención
de esta investigación es por lo tanto defender una caracterización del
formalismo como teoría del arte, capaz de sostenerse aún hoy frente a las
tradicionales objeciones y críticas que se le han hecho. Desde las premisas
fundamentales de la tradición formalista: autonomía del arte, independencia en
última instancia del concepto, prioridad de la forma respecto a la materia,
unidad frente a la dispersión, internismo del arte frente a cualquier
exterioridad de lo social e incluso de la misma voluntad del artista -o fuerza
ilocucionaria-.
Para
entrelazar todo esto, y para darle a cada parte una cierta coherencia de
unidad, nos apoyaremos en las ideas clave que Igor Stravinski expuso en su
ponencia Poética Musical durante el curso 1939-1940 en Harvard, y que proponían
una interpretación formal de la música basada en la estructuración de los
elementos sonido y tiempo sujetos a ciertas limitaciones. Stravinski, al hablar
del fenómeno musical desde la perspectiva del acto creativo, dirá: “...una voluntad que se sitúa de antemano
en un plano abstracto, con objeto de dar forma a una materia concreta. Los
elementos que necesariamente atañen a esta especulación son los elementos de
sonido y tiempo”. Esa voluntad es la que dejará un rastro, una obra de arte
en la que se materializarán los intentos del creador en la difícil y
especulativa tarea de proponer una forma.
La
explicación del fenómeno musical que ofrece Stravinski desde su íntima
experiencia como compositor nos servirá a la vez para construir puentes entre su
teoría estética formalista y el resto de manifestaciones artísticas, con el fin
de encontrar unos criterios -valores, jerarquías, principios de simetría,
ritmo-, que nos permitan ejercer también de críticos de arte y saber juzgar. En
la última parte del trabajo, y a modo de conclusión, recurriremos al inicio del
libro de Donald Kuspit, El fin del arte, para
compartir el severo juicio de Frank Stella en relación al arte posmoderno, y de
este modo valorar la propuesta formalista como una Teoría del Arte capaz de
resistir al ruido contemporáneo sin perder la capacidad crítica de juzgar. Hay
que saber orientarse frente a las imposturas falsamente revolucionarias que
pretenden hacer pasar por nuevo, mediante violencia y arbitrariedad, la simple
ruptura con la tradición y consecuente creación de caos.
Para
Stravinski, poética, es hacer orden. Y en su ordenación musical cuenta con unos
precisos límites. Una métrica temporal estructurada en forma de ritmo junto con
unos elementos sonoros relacionados entre sí por intervalos cromáticos. A estos
límites materiales el autor añadirá otros límites autoimpuestos para hacer,
desde la audacia creativa de la intuición, su propia obra, siempre en
permanente diálogo con la tradición. Sujeto a esos límites, trabaja el artista
sirviéndose de la tradición que todavía permanece viva -que aún nos sirve-,
siendo o no consciente de ello, aspirando finalmente a la invención de
novedades formales -a menudo sin saber racionalmente su explicación teórica-.
Esas condiciones limitantes y autolimitantes del arte son también condiciones
humanas, dirá Greenberg en su estudio sobre el giro formal del Modernismo en la
pintura[3],
y añadirá Stravinski, limitaciones necesarias para que cualquier proyecto
creativo adquiera su forma: ”Mi libertad
consiste, pues, en mis movimientos dentro del estrecho marco que yo mismo me he
asignado para cada una de mis empresas.”.
Esta
caracterización formalista entiende el arte como una realidad ontológica que
desarrolla unas morfologías propias, unas formas que, aún trabajando con
símbolos, aún pudiendo producir una multiplicidad de significados o imágenes,
sentimientos o ideas, su esencia no es del mismo orden que la del fenómeno
lingüístico, aunque compartan muchas analogías. El arte como teoría produce
distintas formas de atender a la realidad, diferentes formas de mirar más que
de producir imágenes, abriendo la posibilidad a nuevas maneras de ver y crear
mundo. Ciertas características del arte defendidas por el formalismo, por ejemplo
la independencia de lo social, revelan la diferencia entre un acto del habla
lingüístico, que tiene que ser comprendido por la comunidad hablante
-competente-, y el acto artístico en forma de obra que debe ser apreciado
estéticamente. Retomando la distinción de Saussure entre “lengua” y “habla” en
el fenómeno lingüístico, en el arte sucede que la “lengua” - la tradición
artística que sigue siendo útil para crear- está más alejada del “habla”, es
más independiente; algo así como si el arte trabajara con su propio idiolecto
-pre o post social- aunque siempre puramente formal. En este sentido el
concepto que Benedetto Croce tiene del arte, entendiéndolo más bien como
manifestación radical del individuo -una huella humana concreta- que como
expresión del espíritu absoluto, nos servirá
también de apoyo para defender la aconceptualidad y la independencia de
lo social en el arte -no sucede lo mismo con la influencia del arte en lo
social-, a diferencia del lenguaje que hablamos siempre en común,
necesariamente de naturaleza social. Sobre esta cuestión, la que trata sobre
las similitudes y las diferencia entre el fenómeno artístico y el fenómeno
lingüístico y que merecería ser tratado con mayor detenimiento, sólo diremos
que la utilización de símbolos, así como la posibilidad de producirlos, no son
las finalidades últimas del arte. Más bien parece como si el arte fuera un
particular modo de producir formas susceptibles de ser contempladas una vez se
ha aprendido a mirarlas -escucharlas, apreciarlas, sentirlas-. Parece ser ésta
la tesis defendida por Greenberg -en su época madura postmarxista- cuando
interpreta la Modernidad como conciencia crítica de los límites, voluntad de
aceptación de esas mismas limitaciones que son el fundamento necesario para
construir la reversión de la mirada moderna -la óptica moderna-. Tesis que
encuentran apoyo en las ideas formalistas clásicas de Heinrich Wölfflin cuando
formula un historicismo internista en términos de “modos de la visión” y
“estilos” y que le hará decir: “Todo
artista se halla con determinadas posibilidades “ópticas”, a las que se
encuentra vinculado. No todo es posible en todos los tiempos. La capacidad de
ver tiene también su historia, y el descubrimiento de estos “estratos ópticos”
ha de considerarse como la tarea más elemental de la historia artística”[4]. Para
Stravinski el estilo es: “...la manera
particular con la cual un autor ordena sus conceptos y habla la lengua de su
oficio... Del mismo modo, el aparato musical que cada época usa marca con su
sello el lenguaje y, por decirlo así, el gesto musical, igual que la actitud
del compositor hacia la materia sonora”.
Dentro
de lo que se conoce como teoría de la pura visibilidad, ya desde sus inicios,
hallamos categorías y estructuras
aplicables a más de un sentido a la vez -vista/óptico, tacto/táctil-, abarcando
un dominio explicativo tan profundo del arte que acaba por desbordar la pintura
y lo visual, y mediante principios sinestésicos o de pura analogía encuentra
aplicaciones al resto de las “bellas artes”. Croce entiende el concepto de
lo “óptico” propuesto por Fiedler como una
metáfora que debe ser abstraída al resto de la actividad espiritual, poniendo en duda las teorías distincionistas,
como la de Lessing, que pretendían establecer una distancia absoluta e
insalvable entre las artes figurativas y la literatura o la música. Admite que
en las artes figurativas hay que buscar la forma estética y no la materia,
evitando las interpretaciones filosóficas, simbólicas, pero asegura que esto
mismo ocurre con la poesía. Es posible por lo tanto considerar la existencia de
principios -formales- transgenéricos del arte, así como también la idea de que
cada arte tiene sus propios principios y reglas sujetas a las limitaciones
particulares de la necesaria “materialidad”
que la distingue. Hay suficientes ejemplos de cómo las distintas artes han
interferido entre ellas en su co-evolución histórica, permitiéndonos incluso
hablar de “lirismo melódico” de un pianista de jazz, así como de la “rugosidad
de una fotografía”, o el ritmo literario, sin caer en el sinsentido. De lo que
se tratará entonces es de reconocer el fenómeno artístico por sus formas
transgenéricas y por sus formas particulares que determinan si, sobre unos
límites concretos, la obra -musical, pictórica, literaria, arquitectónica,
fotográfica- puede seguir siendo considerada una forma de arte frente a la
tradición que permanece viva.
El
objeto de estudio del formalista es la obra de arte por derecho propio, la obra
de arte en sí misma, no en virtud de quien la juzga, ni por los efectos que
produce -físicos, terapéuticos, filosóficos-, ni de la genialidad del creador
-ni de su psyché-. Este tipo de aproximaciones pueden y deben hacerse,
resultando siempre muy reveladoras, pero no son el objeto de estudio ni la
finalidad de una Teoría del Arte formalista. La obre de arte es un objeto
determinado por principios o notas constitutivas internas, no atiende a nada
externo, y por ello autónomo. La obra artística tiene su propia regla de
juicio, y por lo tanto aspira a una cierta objetividad expresada en los mismos
principios y jerarquías que rigen los elementos estéticos puestos en orden por
el creador. El arte se sostiene por principios formales internos sobre los que
se constituye como organización compleja. Producto artificial -artefacto-, que
encuentra su análogo también en la naturaleza, cuando el hombre la observa desde
su sensibilidad estética, para atribuir belleza al orden que puede apreciar y
que parece haber sido creado como obra. Este factum de lo bello, que el hombre es capaz de crear de forma
artificial y apreciar también en la naturaleza desde alguna metafísica
-científica, filosófica, religiosa, mágica-, es el que nos lleva por ende a una
reflexión conforme a fin sin fin,
presentándose “lo bello” en la Teoría del Arte como condición de posibilidad
formal estética que permite reconocer la obra misma.
El
arte como verdad -formal- todavía en parte indefinida, inacabada pero bien
orientada; un mundo posible, uno que tiene una forma -constructo complejo
propuesto como obra y que se sostiene por sí mismo-. En rigor una orientación
aproximada hacia algún tipo de legitimidad. Un punto de vista particular,
singular y a la vez reconocible. Una aproximación a la verdad en la medida que
el objeto artístico es pura forma autónoma, que respeta la condición de
posibilidad de ser representativo -sin saberse o definirse aún el contenido
representativo, ni conceptual ni sentimental-, ni tan siquiera habiendo
acordado una estructura simbólica compartida- de lo imaginario o lo real-. Es
más bien una propuesta estructural abierta hecha desde un idiolecto aún
-originariamente infantil[5],
aunque no renuncie a ser comunicable- mediante la pura forma propuesta frente a
la tradición -la lengua artística/la historia del arte-.
El Formalismo y su raíz
filosófica
Como
hemos estado diciendo, el formalismo como Teoría del Arte es radical porque
pretende ir a la raíz de lo que es el arte, con la intención de determinar las
leyes que rigen internamente en la propia obra. Su radicalidad se manifiesta
-por ejemplo en la concepción de Wölfflin- a la hora de pensar la necesaria
relación entre novedad y tradición, y se expresa en su particular propuesta “relativista”
a la hora de juzgar los distintos estilos dentro de una “Historia del Arte sin
nombres”, insistiendo en una valoración analítica de las formas dentro de cada
estilo-óptica considerada por sí misma, y de sus diversas reglas de
transformaciones. Con Wölfflin, se pone en duda también la idealización del
clasicismo como lugar al que hay que volver, extendido más tarde al
renacimiento, y la idea de considerar el barroco como un período de decadencia.
En
el origen filosófico del formalismo, con J. F. Herbart y Zimmermann, se apelaba
a la “forma pura” desde una atenta lectura de la “Crítica del Juicio” en la que
la sensibilidad estética se entendía como una esquematización sin concepto. La forma pura es para ellos:“un sistema de relaciones formales que
unifican la multiplicidad de la apariencia sensible”. Se pretendía centrar
el análisis del arte en el estudio de “sus
principios estructurales y no metafísicos”[6],
concibiendo la forma “como disposición y
proporción entre las partes, como una recíproca relación de elementos”.
Aunque
-o quizá gracias a que- esta misma definición deje totalmente fuera a la
filosofía en lo que a Teoría del Arte se refiere -no en relación a la pregunta
¿qué es el arte?-, habiendo delimitado el campo estético a una crítica
analítica de la forma pura, aquella que en sí misma no significa nada, se
advierte también la amenaza de dejar totalmente afuera la idea de lo conceptual
-y quizá también lo material- en el análisis del arte. Para ser precisos, y
respetuosos con Zimmermann, y posteriormente con los teóricos de la pura
visibilidad, lo que primeramente tiene relevancia en la Teoría del Arte es la
forma, aunque ésta pueda admitir un componente subjetivo en la elaboración
formal de la obra. Para Zimmermann la creación artística consiste en una
construcción formal, en la que sus modos elementales (formas grandes, pequeñas,
oscuras, coloreadas...) son escogidos mediante un acto de pensamiento/emoción,
haciendo que el placer o el disgusto ante la obra sea el resultado de la
coexistencia entre la idea y la forma, al precio de internalizar la idea y los
sentimientos en las formas del arte[7].
Así
con Hildebrand se encuentra un discurso común entre la teoría de la pura
visibilidad -la construcción de la mirada centrada en lo óptico-, y la teoría
de la “Einfühlung”, internalizando conceptos y emociones en las formas
sensibles, para llegar a afirmar que “el
arte enriquece nuestra relación con la realidad al deducir, por talento e
imaginación del artista, sus leyes estructurales esenciales hasta liberarla
para nosotros del cambio y del azar”. La representación artística se
convierte en un en modo de conocimiento: el conocimiento de las formas. Las
formas del arte serán una plena creación de la realidad; construcciones de
distintas formas de mirar -de diferentes estilos-, capaces de proponer una
elaboración unificadora de la realidad. Porque construir una mirada y ser
capaces a la vez de plasmarla mediante la expresión artística en la misma obra,
es mostrar la realidad desde otro punto de vista aportando “algo nuevo” a la
tradición.
Nos
interesa remarcar por último la figura del formalista francés Henri Focillon en
nuestro intento de asegurar la primacía de la forma -su autonomía- respecto al
contenido o a la materia, recurriendo a sus argumentos: “el arte es una realidad en la que se aunan materia y espíritu, forma y
contenido, es una configuración del espacio que permanece invariable, mientras
que su significación está constantemente sometida a cambios. Su contenido
reside en aquello inmutable, es decir en la forma”[8].
Esta idea modifica el análisis tradicional del arte al considerar que son las
significaciones las que se unen a las formas y no a la inversa. La forma se
diferencia de la imagen y del signo o símbolo: la imagen implica la
representación de un objeto, y el signo significa algo concreto, mientras que
la forma se significa y se expresa a sí misma atrayendo significados.
La
huella del arte musical según Stravinski
Stravinski
en su Poética Musical describe el fenómeno artístico desde su particular
experiencia como compositor, y lo hace reivindicando una postura “formalmente”
dogmática, en el mismo sentido radical que hemos dicho que sucedía con la postura
filosófica formalista. En sus confesiones propone criterios, jerarquías,
valores, en definitiva estructuras sujetas a leyes que son justamente las que
permiten hacer orden -y reconocerlo- dentro de la misma obra de arte. Para este
compositor: “existe en música una especie
de jerarquía de las formas, del mismo modo que puede encontrarse en todas las
demás artes.”
Su
particular tarea de ordenación musical -que él mismo bautiza con el neologismo crononomía- se encuentra con unos
precisos límites, una métrica temporal junto con unos elementos sonoros. Lo
musical señala, se establece en la sucesión del tiempo y requiere, por
consiguiente, el concurso de una memoria vigilante. Si bien para Stravinski la
música es claramente un arte diacrónico, así como la pintura es un arte
espacial, el autor considera que hay un discurso formal común entre las
distintas artes, comparando por ejemplo la capacidad evocativa del trazo del
pintor que, al dejar inacabados ciertos rasgos obliga al ojo del espectador a
completarlos, con la esperada o frustrada resolución de una frase musical que
se mueve hacia un polo tonal que el oído puede notar sin estar explícitamente
presente.
Esta
caracterización formalista entiende el arte como una realidad ontológica que
desarrolla unas morfologías propias, unas topologías que, aún trabajando con
símbolos, aún pudiendo producir una multiplicidad de significados o imágenes,
sentimientos o ideas, su intención no es del mismo orden que el del fenómeno
lingüístico -del significado-, sino que se acerca más bien al concepto de
significante flotante de Claude Lévi-Strauss -ausencia de una presencia-, a la
sintaxis, a la pura forma como huella. El arte consiste en trabajar con formas,
estilos, -maneras de ver, aprendidas o descubiertas- y su proceder es capaz
también de crear excepcionalmente nuevas “ópticas”. En este sentido, siguiendo
los principios y las leyes genéricas y transgenéricas que hay en cada arte,
podemos construir un complejo estructurado añadiéndole otras autolimitaciones
creativas, en el ejercicio especulativo, que según Stravinski, requiere toda
obra. El autor crea provisto de todos sus sentidos, facultades psíquicas y
recursos intelectuales, descartando y seleccionando, trabajando formalmente con
los elementos “materiales” siguiendo principios formales de contraste y
similitud, de variedad y uniformidad, de simetría y contrapunto.
Para
mostrar los diferentes niveles materiales y formales del fenómeno musical,
Stravinski se detiene en unas breves lecciones teóricas de composición,
observando que las leyes que ordenan en el tiempo el movimiento de los sonidos
requieren la presencia de un valor mensurable y constante: el metro. Éste es el
elemento puramente material por medio del cual se compone el ritmo, elemento
puramente formal que agrupa diferentes figuras dentro de un conjunto de
compases. Si el tiempo métrico tiene la particularidad, al ser escuchado por el
oído humano -por su aparato fisiológico-, de generar una serie de tiempos
fuertes y tiempos débiles, es el compositor el que, apoyándose sobre estos
elementos, producirá un particular ritmo, utilizando la repetición y la
sorpresa para poder ser posteriormente reconocido. El ritmo -pattern-, que
vendría a formarse por esa particular agrupación en compases de figuras de
distinta duración relacionadas formalmente con los tiempos fuertes y débiles,
por mucho que modifiquemos el “tempo” marcado por el metrónomo, permanece y
conserva su estructura haciendo que sea independiente del elemento material
métrico. De ese modo, se establece formalmente la relación entre las figuras
rítmicas y las unidades homogéneas e indistintas del tiempo métrico
-ontológico- tomado como límite, creando una estructura reconocible a base de
sorprender y resolver la expectativa de la atenta memoria del oyente.
Algo
parecido sucede con el elemento sonido, al entender cada nota musical como un
compuesto, esta vez por distintos armónicos[9], que
generan campos acústicos complejos donde no toda sucesión es posible, creando
centros y periferias, consonancias y disonancias, polos de atracción y
tensiones que resuelven hacia otras sonoridades. Stravinski considera que la
necesaria relación entre melodía -melos
en griego significa tonada, trozo de una frase, parte de un grupo- y ritmo
armónico, está jerarquizada por la primacía de la melodía sobre la armonía.
Considerando que la melodía es siempre la nota más alta del complejo armónico,
ésta tiene unas propiedades que la hacen jerárquicamente más determinante a la
hora de transmitir sentido -musical-. Todas estas limitaciones formales, junto
con los principios que hacen reconocible la música, son necesarios para que
pueda establecerse el campo de libertad por donde debe moverse la voluntad
especulativa del músico.
Desde
esta óptica se entienden por ejemplo las duras críticas que Stravinski dirigirá
contra Wagner, a quien acusa entre otras cosas de tratar de suplir una falta de
orden con el sistema de melodía infinita, declarando que es “el fluir de una música que no tenía ningún
motivo para comenzar”, para acabar
diciendo: “Un sistema de composición que
no se asigna a sí mismo límites acaba en pura fantasía.”. La crítica a
Wagner se extenderá a su idea de arte total, y al exceso de dramatismo
simbólico así como al abuso de conceptos. Se ha pasado a considerar la música
impúdicamente como goce puramente sensual, a la música como Arte-religión,
llena de arsenales místicos y guerreros, actitudes heroicas, llena de un
vocabulario falsamente religioso, objeto de especulación filosófica. También la
incapacidad de la época de entender lo que significó verdaderamente la música
dodecafónica y las aportaciones de Schönberg a la tradición musical, al considerar
que había nacido una nueva música basada en la atonalidad. Nada más aberrante
para Stravinski, que aún siendo declarado revolucionario a pesar suyo, creía
que no podía considerarse música algo que estuviera fuera de la polaridad
tonal. El dodecafonismo era una nueva técnica con la que el músico podía
conseguir salirse de la obligatoriedad de considerar un centro tonal, creando
zonas indeterminadas de las que se volvía a salir resolviendo hacia los
distintos polos tonales accesibles. Todo lo demás, cualquier intento de
verdadera atonalidad, o de escapar a la primacía de la melodía sobre la
armonía, o de reivindicar la ruptura definitiva con la tradición, conducen a la
producción de cacofonías y generan caos[10].
La desaparición de la
huella como olvido
Hay
algo sospechoso cuando perdemos colectivamente la posibilidad de juzgar y somos
incapaces de determinar qué es arte y qué no lo es, y eso es justamente lo que
está sucediendo con el arte posmoderno: conceptual, el minimal, el land-art, el
body-art, el happening. La indistinción y la banalización del objeto artístico,
la falta de criterios, el convertir al arte en algo cotidiano, su
mercantilización, está desfigurando el sentido estético del arte, borrando toda
huella que lo caracterizaba, y condenándonos al olvido de lo bello.
En el
libro El Fin del Arte, el filósofo y
crítico Donald Kuspit narra un acontecimiento que tuvo lugar en el Museo de
Arte Moderno de Nueva York en 1999, durante la exposición “Inicios Modernos”
que incluía obras de arte de entre los años 1880 y 1920. Esta exposición
buscaba reflexionar sobre el arte del siglo XX, y lo peculiar fue la forma en
que los comisarios plantearon la exhibición de la colección. En lugar de
presentarla en forma cronológica o por movimientos, como hizo el anterior
comisario Alfred Barr, se organizó conforme a “personas, lugares y cosas”, en
agrupaciones temáticas a las que se les añadían obras de artistas
contemporáneos a modo de contrapunto crítico, buscando la manera de romper la
narrativa tradicional del arte moderno. En aquel momento el artista abstracto
Frank Stella, consideró “banal, por no
decir conceptualmente superficial” la forma de presentar las obras y
maltratar de ese modo la valiosa colección del Museo de Arte Moderno,
insistiendo en la clara intención del comisariado por acabar con la posibilidad
misma de ejercer el juicio. Para Stella el verdadero motivo de colocar las
obras fuera de su contexto histórico y de forma aleatoria, era despojarlas de
su grandeza, de lo que las hacía pertenecer al ámbito del “arte elevado”[1]. Kuspit citando a Stella escribe: “La exposición ni reevalúa ni reinterpreta; simplemente juega con el
espíritu…Lo que los comisarios, John Elderfield y compañía, parecen tener en
mente es una nivelación en calidad, la sustitución del juicio por la abstención
del juicio.“.
Stella
aseguraba que la verdadera finalidad del museo al “organizar” la colección fue
la de conseguir una asistencia más numerosa de espectadores. Para él, el Museo
de Arte Moderno se estaba convirtiendo en un almacén comercial de arte moderno.
Esta confusión entre arte, espectáculo y negocio es según Kuspit: “…el catastrófico gemido que señala el final
del arte. El arte ha sido sutilmente envenenado por la apropiación social, es
decir, hace hincapié en su valor comercial y su tratamiento como
entretenimiento de alto nivel, lo cual lo convierte en una especie de capital
social”. De nuevo, como también denuncia Stravinski con el atropello
marxista a la música rusa, se vuelve a manifestar la destructiva apropiación
social del arte, esta vez por considerarlo un producto de intercambio más,
desposeyéndolo de todo sentido estético.
El
arte como espectáculo, denunciado por Stella, significa el acta de defunción
del arte: ”Es una prueba de que el arte
elevado –el tradicional tanto como el moderno– está acabado. El arte elevado se
ha convertido simplemente en otra muestra de la cultura visual y material, con
lo que pierde su privilegiada posición como fuente de la experiencia estética,
la cual, desde la perspectiva de los estudios culturales, carece de interés
ideológico.”. El arte se ha vuelto banal, dice Kuspit, y cuando esto
sucede, cuando el arte deja de tener una utilidad “para el espíritu”, se
convierte en meros objetos cotidianos, mercantiles.
Es
este el fin del arte: “pues en la
posmodernidad, el arte se convierte en entretenimiento, como dice Lowry, y por
lo tanto pierde la consecuencia estética que hace de él arte, no simplemente un
objeto que desempeña algún servicio social bajo el disfraz de arte”. El
arte postestético es un arte superficial, que confunde entre otra cosas el
hecho de ser artista con tener una idea, un “concepto”, y cuyo objetivo es
convertirse en parte de lo institucional, es decir, de lo establecido y, por
ende, de lo ya legitimado. El arte, afirma Kuspit, ha sido sustituido por el
“postarte”, ha perdido su significación estética, lo que lo ha llevado a su
fin. Lo que Stella llama “arte elevado” es según Kuspit un concepto que surge
en el siglo XVIII gracias fundamentalmente a Kant, y que ha tenido un largo
camino que parece estar llegando a su fin. El hecho de que el artista haya
renunciado a la búsqueda de “lo estético” lo induce a lidiar con la experiencia
cotidiana y hacer alguna especie de juicio en relación a ello.
Para
Kuspit, Duchamp y el arte conceptual significan un punto de inflexión a partir
del cual el arte empieza a perder su identidad estética. El arte elevado cae en
desgracia, las normas desaparecen, y el concepto toma primacía por encima de
cualquier otra noción. El arte deja de ser una experiencia estética para
convertirse en una experiencia psicosocial. También se ha hecho característico
del arte posmoderno el resentimiento contra la belleza. Lo feo, lo repugnante,
lo morboso han acabado por ocupar el lugar que antes ocupaban lo bello, lo
bueno o lo noble.
El
desaparecer de lo estético se convierte de este modo en la desaparición de la
huella y por lo tanto de las formas del arte. Es la “anomia” la que afecta al
arte contemporáneo y lo torna efímero, hasta el punto de hacerle perder
cualquier pretensión de eternidad. El arte ya no se distingue de los meros
objetos de consumo y abandona la histórica intención trascendental volviéndose
superficialmente kitsch.
No es
el Fin del Arte tal y como lo entendía Hegel, porque el arte –como pura
voluntad especulativa- no se detiene, como tampoco lo hace la misma historia. A
veces, volviendo a reconsiderar el pasado para seguir creando algo nuevo[11],
proponiendo una nueva óptica, una nueva mirada sobre una realidad que también
cambia. El juicio de Kuspit y de Stella, más que el Fin del Arte en sentido
hegeliano, nos da a entender, como no podía ser de otra manera, que el camino
de vaciar de sentido estético el arte, es un camino yermo, equivocado.
Bibliografía
Stravinski,
I., Poética musical, Editorial Acantilado, 2006
Greenberg,
C., La pintura moderna y otros ensayos,
Siruela, 2006
Martínez
Marzoa, F., Desconocida raíz común,
Antonio Machado libros, 1997
Kuspit,
D., El fin del arte, Ediciones Akal,
2006
Ocampo,
E. y Peran, M., Teorías del Arte,
Icaria, Barcelona, 1991
[2] Noción de figura entendida como “esquematización sin concepto” desde la lectura kantiana de Felipe
Martinez Marzoa en Desconocida raíz común.
Cito: ”...una raíz común transdiscursiva
o prediscursiva; lo cual es ciertamente la condición general de la posibilidad
de la aplicación de conceptos y de la posición de fines;”. pag. 63. Ed. Visor.
1987.
[3] Una de las tesis de Greenberg en el texto Modernist painting es que la pintura
Modernista hace una redefinición, una reversión concretamente de lo óptico: si
los viejos maestros entendían que la pintura debía mostrar primero lo que la
pintura contiene, la pintura modernista mostrará antes la pintura misma, sus
límites, asumiendo esas condiciones limitantes que debe cumplir para poder ser
experimentada como pintura aún creando algo nuevo. Esto es extensible a la
totalidad de lo que está verdaderamente vivo en nuestra cultura. Otra tesis que
recogemos es la identificación del Modernismo con la intensificación de la
tendencia crítica -autocrítica- iniciada por el formalismo kantiano.
[4] Wölfflin, H., Conceptos
Fundamentales de la Historia del Arte, trad. José Moreno V., Editorial Espasa, Madrid, 2011, pág. 33
[5] En el sentido que pretende darle Giorgio Agamben a la
palabra infantil, territorio previo a la adquisición del lenguaje, en Infancia e Historia, Editorial Adriana
Hidalgo, 2001.
[6] “Cuando pinto un
cuadro, no escribo un pensamiento”. Eugène Delacroix
[7] Pienso en los tigres relajados y juguetones o en los
caballos asustados pintados por Delacroix en su intención antropomórfica de explorar los sentimientos.
[8] H. FOCILLON, Vida de las formas, Buenos Aires, El Ateneo,
1947, p. 12
[9] En el estudio teórico de la armonía musical, toda nota
produce una serie de armónicos que la someten a relacionarse con el resto de
notas que pueden sucederla y acompañarla en el tiempo.
[10] También Deleuze y Guattari en su ¿Qué es la filosofía? reflexionan sobre el arte, aunque mucho más
posmodernos, y acaban por hablar de planos determinados de intersección que
atraviesan el caos y la necesidad de cierto orden.
[11] Stravinski, en Poetica Musical, cita a Giuseppe Verdi:”Tornate all’antico e sarà un progresso!”
[11]