"El campo es verdaderamente, en este sentido, el lugar inaugural de la modernidad:
el primer espacio en que acontecimientos públicos y privados,
vida política y vida biológica se hacen rigurosamente indistinguibles. …
el habitante del campo es, en rigor, una persona absolutamente privada."[1]
Giorgio Agamben
Seguimos buscando la imagen que nos ayude a encajar la complejidad de este mundo que por de pronto se nos ha vuelto globalmente confuso. Por ahora, lo que obtenemos por respuesta cada vez que tratamos sobre esta Gran Crisis, que va mucho más allá de lo económico, es una oscura, por no decir oscurantista, fantasmagoría construida por el discurso del poder tecnócrata, a base de explicaciones ad hoc que justifican la aplicación de una serie de recetas caducas e interesadas. Para este discurso técnico del poder, la crisis se manifiesta en lo económico y lo que se necesita es una reforma profunda de las relaciones entre economía y política. Hablan de hacer los deberes y de implementar las medidas necesarias, y con toda esa palabrería esconden lo que no puede decirse en público pero que todo el mundo sabe -o debería saber por su bien a modo de amenaza-. La crisis económica es entonces para este saber una disfunción entre economía y política, por culpa de demasiada política, que hay que corregir implementando la última fase liberalizadora para que el mercado -y concretamente el financiero- se independice definitivamente de lo político –no así del dinero público-.
Liberalizando los recursos públicos y desmantelando el Estado de bienestar todo se convierte en privado. Los derechos de ciudadanía se reducen a una vigilancia de la vida desnuda, biológica, del individuo, y a la gestión técnica de la producción y reproducción social. El escándalo permanente de lo privado con lo privado sin que medie el espacio público necesario para ejercer políticamente, nos conduce aceleradamente hacia lo que Hannah Arendt describía como asfixia totalitaria. La desaparición del espacio político, la construcción del campo en el que los cuerpos desnudos y hacinados son sometidos a la ley arbitraria y dependiente del poder totalmente privatizado.
Aunque estos campos asfixiantes que impiden cualquier expresión de la vita activa del ciudadano no son completamente nuevos y se han repetido a lo largo de la historia, sabiendo que el denominador común es siempre un ataque al mismo lenguaje -mediante un uso indigno-, nuestra tarea política de ahora es comprender la naturaleza del decir tecnocrático contemporáneo y frente a él, generar consensos para llevar a cabo las acciones políticas que como sociedades democráticas deberíamos responsablemente defender. Quizá siguiendo el espíritu de la revolución que ha significado la primavera árabe, y que continua con el movimiento de los Indignados transnacionalizado por el Occupy Wall Street. Ocupar lo indigno y dignificarlo sigue siendo sin duda un importante motor de la Historia. Todos estos movimientos, mas allá de compartir un sentimiento claro de indignación, constituyen una voluntad colectiva que defiende un derecho democrático cívico transnacional que garantice y extienda los derechos básicos alcanzados en la segunda mitad del siglo XX. Son, aunque siempre al margen de las instituciones, una emergente organización virtual que se manifiesta intermitentemente en distintos lugares y tiempos, en nombre de un demos contemporáneo que tiene los medios y los conocimientos para actuar políticamente en defensa de lo común.
I. Crisis
El ataque de los mercados financieros a Europa, más que por su deuda, responde al intento de destruir el modelo político europeo –el sueño europeo- expresado en el sistema de derecho del Estado de bienestar. Son las normas determinadas por el mercado las que están hundiendo el proyecto europeo para continuar con el negocio, privatizando lo público, depreciando salarios y destruyendo los derechos de los trabajadores maximizando beneficios con el fin de seguir acumulando riqueza. El historiador inglés Tony Judt en Algo va mal insistía en la necesidad de cambiar de rumbo si no queremos que las cotas de progreso y mejora social alcanzadas sigan deteriorándose:
“Hay algo profundamente erróneo en la forma en que vivimos hoy. Durante treinta años hemos hecho una virtud de la búsqueda del beneficio material: de hecho, esta búsqueda es todo lo que queda de nuestro sentido de un propósito colectivo. Sabemos qué cuestan las cosas, pero no tenemos idea de lo que valen. Ya no nos preguntamos sobre un acto legislativo o un pronunciamiento judicial: ¿es legítimo? ¿Es ecuánime? ¿Es justo? ¿Es correcto? ¿Va a contribuir a mejorar la sociedad o el mundo? Éstos solían ser los interrogantes políticos, incluso si sus respuestas no eran fáciles. Tenemos que volver a aprender a plantearlos.
El estilo materialista y egoísta de la vida contemporánea no es inherente a la condición humana. Gran parte de lo que hoy nos parece ‘natural’ data de la década de 1980: la obsesión por la creación de riqueza, el culto a la privatización y el sector privado, las crecientes diferencias entre ricos y pobres. Y, sobre todo, la retórica que los acompaña: una admiración acrítica por los mercados no regulados, el desprecio por el sector público, la ilusión del crecimiento infinito.
No podemos seguir viviendo así.”[2]
Replantear estas cuestiones sobre la legitimidad o ecuanimidad de las medidas propuestas por los expertos es recuperar el espacio político perdido frente al exhibicionismo y la desfachatez de lo privado. Si el mercado se ha transnacionalizado y la política nacional ya no resuelve ni puede gestionar los riesgos globales, hay que transnacionalizar la política del bienestar común, quizá a expensas de la propia soberanía del Estado-nación. Necesitamos organizarnos desde lo local hasta lo global, y de lo global a lo local, y constituir un espacio democrático –una jurisdicción glocal- para tomar decisiones políticas sobre los retos y los riesgos que asumimos como seres humanos. En ese sentido el movimiento global de indignación es esencialmente político y democrático -sin querer a la vez convertirse en partido orgánico del poder- cuando lleva a las plazas y a los barrios las cuestiones comunes -que nos afectan a todos como ciudadanos globalizados- para debatirlas y producir consensos. Sólo trascendiendo las fronteras defendidas por el Estado-nación y creando dispositivos sociales cooperativos puede hoy la política conformar la realidad.
En la Italia contemporánea, como ya sucedió en la historia europea a principios del siglo XX, hemos vuelto a ver cómo esa clase de hacer política exhibicionista ha sido capaz de seducir y someter a un pueblo culto durante demasiado tiempo para garantizar los beneficios de unos pocos protegidos por el berlusconismo. El Estado convertido en un círculo mafioso –un fascio unido por interés privado- que promueve acuerdos no escritos y sociedades del riesgo, y los medios de comunicación incrustados en el poder –también en sus operaciones militares- especializados en construir lógicas narrativas que justifiquen los hechos y amenacen a la crítica. Una imagen grotesca de lo que en realidad se han convertido la mayoría de nuestras democracias de mercado.
La revolución por dignidad surgida en el mundo árabe, la que ha hecho caer a poderosos obscenos y amorales, está mostrando al mundo que no hay apenas diferencias entre los regímenes constituidos en esos países y que se dirigían de forma mafiosa protegidos por la política exterior europea, y las democracias de mercado que nos gobiernan. La arbitrariedad del poder se manifiesta cuando la ley deja de ser igual para todos, cuando castiga con la pena máxima al ciudadano desahuciado, o injustamente fiscalizado por la hacienda pública en comparación a las rentas más altas, y a la vez permite el enriquecimiento ilícito de unos expertos que jamás acaban asumiendo ninguna responsabilidad jurídica frente a las víctimas de sus artificiosas y múltiples estafas. En Islandia, un raro -y noble- ejemplo de acción democrática popular, han conseguido juzgar a los responsables de la estafa político-financiera que los dirigentes públicos y privados permitieron a la vez que se enriquecían con ello.
Hay que seguir cuestionándose la legitimidad del discurso y la verdad dominante. Deberíamos compartir lo que Gianni Vattimo en Adiós a la verdad, y con él la larga lista de pensadores posmodernos desde Nietzsche pasando por Foucault, han dicho sobre la historicidad de la verdad, la cuestión del poder en la construcción del saber y la verdad. Todo lo que ahora nos amenaza, desde la crisis financiera y de deuda soberana hasta el cambio climático, ha sido puesto en marcha por el mismo saber-poder que, mediante los gobiernos nacionales y en cooperación con los expertos tecnócratas, ha legitimado una verdad sobre la que descansa el sistema de leyes y prácticas económicas que nos están llevando al colapso precipitado de la vida humana en la Tierra. Igual que la caída de los dictadores árabes ha hecho caer una parte de la verdad construida por las instituciones del poder global, la crisis financiera y el negocio mafioso-especulativo contra la deuda soberana están mostrando al ciudadano cosmopolita la poca legitimidad democrática –verdaderamente científica, racional- que tiene el mercado como actor y decisor político. Cómo se explica sino que la deuda de los estados que se paga con dinero público tenga más costes financieros que el dinero que adquieren los grandes bancos privados de los Bancos Centrales. De este modo cualquier respuesta política, realista y legítima frente a estos abusos debe pasar por un cambio del saber-poder que ha sido impuesto como cierto. Toda auténtica revolución presupone un cambio cultural que es el que permite hacer el giro definitivo hacia lo nuevo.
La ciencia y las tecnologías que utiliza el discurso dominante contemporáneo para mantenerse en el poder son mucho más eficaces ahora que en cualquier otra época en la historia, y permiten implementar un sistema de escucha y difusión de las comunicaciones globales que cumple el sueño de toda institución totalitaria. En lo individual, con la penetración del uso de gadgets tecnológicos conectados en red para comunicarnos, hemos ido perdiendo la capacidad de decidir qué queremos que sea público y qué conservar en privado, obligados a asomarnos a las intimidades de todos sin que medie, como debería, un espacio de apariencia en lo público. El “entre”, siguiendo a Arendt, que permite la visibilidad en el espacio público y la protección del espacio privado.
Pero más allá del discurso tecnócrata, por crisis entendemos juzgar, reflexionar, separar o decidir frente a algo que se rompe y justamente por eso hay que analizarlo, pensarlo. Y lo que se nos ha roto no es otra cosa que nuestra forma de conceptualizar el mundo, la imagen que nos hacemos de él para orientarnos, decir y actuar. Por eso resistir frente a la deriva embrutecedora del uso confuso del lenguaje, de la misma forma que lo hizo Karl Kraus en la apocalíptica Europa de entreguerras contra el avance de la barbarie totalitaria, y más tarde lo expresaría en forma de teoría política Hannah Arendt en su obra filosófica, implica poner en común aquellos significados que deberían permitirnos vivir potencialmente en la acción política -vita activa-, dentro de un espacio público constituido sobre todo por palabras compartidas, enunciados performativos acordados y consensuados mediante acciones comunes. En este sentido, asumiendo la responsabilidad del decir público -comunicar es poner en común el pensar y el sentir-, que es el origen de toda responsabilidad, deberíamos replantearnos los marcos conceptuales desde donde estamos obligados a pensar, y redefinir las nuevas categorías que necesitaremos para actuar en defensa de lo común. Empezar a considerar la economía como el nomos de la casa –oikôs-, incluyendo la dimensión colectiva que hay en lo privado, y que debe ser expresado en forma de derecho público, de leyes aplicadas por igual a todos los ciudadanos; y la historia moderna de la economía como una historia jurídica de la dignidad e indignidad del hombre.
En tiempos de Kraus, la discusión jurídica entre Carl Schmitt y Hans Kelsen giraba entorno a la cuestión de si tenía legitimidad un sistema de derecho -una ley del pueblo- que estuviese por encima del derecho republicano que reconocía a todos los ciudadanos por iguales. Y, ¿no sucede lo mismo ahora con las leyes no escritas del mercado? La posibilidad de legitimar, por razones económicas -estrictamente técnicas-, formas de legislación especiales frente a los extranjeros o frente a otros pueblos, ideologías o clases sociales, fue, y sigue siendo, la expresión de la indignidad de la alta cultura justificadora de guerras y estados de excepción permanentes. Para Arendt los apátridas, los que hoy denominamos ilegales, son los nuevos proscritos de la Edad Media. Hay una clara responsabilidad, también subrayada por Arendt, de la misma cultura y sus máximos representantes al facilitar las justificaciones académicas y culturales para cometer los abusos más atroces bajo la fría necesariedad de la razón instrumental. También esto ha ocurrido en la actual crisis, en la que escuelas y academias dominantes han construido falaces y acríticos discursos que han estado justificando lo injustificable, y sobre todo desencadenando todos estos riesgos globales a los que debemos ahora hacerles frente.
Pero toda historia cuenta sus guerras, y éstas surgen por dignidad o son producidas por hechos indignos. También en la historia de la economía moderna aparece reiteradamente esta capacidad de producir riqueza y acumular poder mediante el abuso de la dignidad humana. Nos encontramos precisamente en un tiempo de abusos por parte de una minoría poderosa -privada y anónima- que recibe sin trabajo unas ganancias que invierten en hacer más privado el mercado económico-financiero, y más público el sistema de socialización de sus propias pérdidas. Y frente a esto, las ya debilitadas políticas nacionales, que hasta ahora han demostrado estar al servicio del poder económico financiero, se han limitado a aplicar un plan técnico -eludiendo el auténtico discurso y acto político- desarrollado por el mismo saber-poder que nos ha llevado hasta aquí, y que sigue desresponsabilizando al mercado de las consecuencias políticas y éticas de sus acciones. Un poder que sigue provocando desigualdades y externalizando los costes socioecológicos para que los asuman los más desfavorecidos y las generaciones futuras. Un poder y un discurso parecido al que Kraus resistió y desenmascaró, y que llevó repetidamente a la Europa civilizada del siglo XX al abismo de la autodestrucción.
II. Dignidad
Afortunadamente -pero con mucho sacrificio- también las rebeliones, revueltas y revoluciones ocurren en la historia de lo humano, de la misma forma que en economía producen riqueza transformando el mundo. Y siempre se acaba encontrando un uso auténticamente revolucionario de los nuevos medios –tecnologías- de producción, porque es tarea de lo humano introducir enunciados de valor en el mundo, y hacer de internet por poner un ejemplo, un lugar donde sea posible constituir un ágora política en vez de convertirlo en otro asfixiante campo de concentración virtual. Hay muchas maneras de hacer un uso subversivo de la tecnología que nos rodea, pacíficamente, y para defender los derechos que garanticen una vida digna para toda la humanidad. Un uso cooperativo del conocimiento para desenmascarar la verdad ya gastada –indigna-, capaz de producir dispositivos para pensar y actuar colectivamente. Muchas de las experiencias del movimiento 15-M, surgidas desde el activismo, el software libre, y la ética hacker están mostrando el camino para hacer un uso digno y muy creativo de la tecnología aportando valor social a la ciudadanía, e impidiendo que las corporaciones privadas se apropien de los beneficios. Estas experiencias están creando una realidad que en muchas ocasiones choca con las normas y las prácticas preconcebidas, desestabilizando las instituciones y forzándolas al cambio. Ese debería ser el camino a seguir si queremos ampliar el espacio de comunicación -constituyente de lo común- para hacerlo menos jerárquico y recuperar colectivamente la autonomía de la política. Aunque también hemos de ser conscientes de cómo la vieja explotación económica reaparece en el nuevo entorno de las redes sociales para apropiarse del trabajo desinteresado de la comunidad -Facebook es el ejemplo más claro- y convertirlo en riqueza privada. De modo que si queremos avanzar en la comprensión de lo que se nos manifiesta como crisis, deberíamos pensar también en la dignidad y la indignidad que aparecen en la historia como períodos de paz y progreso humano, y períodos de desigualdades, injusticias y guerras.
La dignidad nunca se reduce al ámbito privado, no es de propiedad individual sino colectiva. Uno pierde la dignidad cuando más allá de su pérdida ve amenazada a la humanidad entera, cuando el mal que recibe ataca a su condición de persona dentro de la comunidad humana. La humillación es hacer que un ser humano deje de serlo frente a los demás. Una persona desahuciada, una raza o una religión perseguida, un ser humano torturado, lo es frente a toda la humanidad. Eso es lo que moviliza a la sociedad civil que todavía no ha sido desahuciada ni perseguida ni torturada, pero que siente la amenaza tan real como la del prójimo. Kraus advertía a su época, y a la nuestra, sobre todos estos peligros escribiendo textos y publicándolos en su revista Die Fackel -la Antorcha-, señalando la presencia de una ley no escrita del poder económico y financiero, transmitida eficazmente por unos medios de comunicación y publicidad encargados de construir la narración y hacer creíble lo que debe ser impuesto como real. Nos enseñó a detectar cómo la corrupción del lenguaje antecede a la barbarie, y cómo la tecnocracia jurídica de una época ilustrada construía un derecho del pueblo alemán que prevalecía sobre el derecho universal de cualquier ciudadano, legalizando la persecución sistemática del pueblo judío. Kraus lo describe como un ambiente en el que: “La ausencia de ley prevalece de forma legal”. Y nosotros deberíamos advertirlo en la actual transmutación del derecho para legalizar la tortura, en la criminalización del inmigrante, en la invasión de países declarados unilateralmente enemigos, en la imposición de unas determinadas medidas sociales injustas para restablecer el orden dentro de un estado de excepción.
¿Y no estamos ahora, paralizados por el miedo, frente a una excepción financiera que pretende darle forma legal al ilegítimo expolio público y social que se está imponiendo a toda la humanidad? A ese nuevo sujeto de la historia que Occupy NY, siguiendo a Stiglitz, llama el 99%. Porque es con el miedo y mediante la narración de esta crisis, ocultada y mostrada cuando convenía, que se quiere controlar el pensamiento y la acción del ciudadano, para que el beneficio y el desenlace de esta compleja situación favorezca a las minorías de siempre. En eso también se adelantó Kraus cuando decía que la responsabilidad de la pobreza y el hambre en el mundo, así como la degradación medioambiental, recaía sobre las leyes no escritas del poder de los bancos y los mercados financieros junto con los medios de comunicación y publicidad que les hacían de sirvientes.
No ha cambiado tanto la ambición humana y la desmesura para no saber reconocerlas.
Hay algo profundamente servil y perverso en la última publicidad que ha lanzado Movistar al vampirizar el legado asambleario que recogen los Indignados, y convertirlo en una clara burla al cliente del mercado de las telecomunicaciones -y en un sentido más amplio al ciudadano democrático- al que en repetidas ocasiones han estafado e ignorado. Resulta evidente que la batalla y la humillación deben desplazarse a las mentes de los espectadores, de los consumidores, de los hablantes. Deben atacar al lenguaje para acabar justificando lo que no será nunca justo. Kraus insistía en que la corrupción del lenguaje era la forma originaria de toda corrupción, y que las frases hechas y clichés así como los dichos, constituían la realidad que interesaba al poder. La desarticulación y desactivación del poder tenía que ver con desenmascarar esos dichos y clichés que eran condición necesaria para constituir la realidad impuesta. Kraus quería que sus lectores recuperaran la sensibilidad para reconocer todas aquellas expresiones que pasaban desapercibidas publicadas en la prensa diaria pero que contenían un significado siniestro. El triunfo de la fraseología vacía permite negar o transformar a voluntad la realidad mediante la banalización y el automatismo de las palabras y los actos. En Die Fackel escribe:
“Pues bien, yo quería ayudar a los lectores y mostrarles el camino que conduce a resarcirse de la carencia de sensaciones. Quería educarlos para que comprendieran las cuestiones de la lengua alemana, a ese nivel en que se percibe la palabra escrita como la encarnación naturalmente necesaria del pensamiento y no sólo como el envoltorio socialmente establecido de la opinión. Quería desperiodizarlos.”[3]
Los medios de comunicación y la publicidad a menudo tuvieron como objetivo neutralizar los contenidos revolucionarios, a la vez que promover las conductas y los hábitos sociales -y lingüísticos- que sirven a los intereses privados. La banalización como arma de destrucción masiva es muy eficaz para seguir perpetrando atentados contra la dignidad humana y contrarrestar al nuevo espíritu de la época que avanza desde el futuro, y que ocupando dignamente calles y plazas, pretende renovar el espacio público y hacerlo políticamente habitable. La cuestión de la dignidad, que está siendo claramente el motor del cambio geopolítico del mundo árabe, configura un escenario de protesta global de orden ético-moral en todas las sociedades y economías contemporáneas que acceden instantáneamente a la nueva esfera de visibilidad pública que se está reconfigurando con el uso de las nuevas tecnologías de la información y comunicación. La indignación que en principio parecía poner en peligro sólo los abusos cometidos por los regímenes árabes, cruza ahora Europa, EE.UU., Rusia, y quizá China acabe siendo la siguiente. Habría que añadir que este estado protopolítico de indignación emerge también de un trabajo previo, hecho desde distintas organizaciones altermundialistas y grupos activistas que desde los años ‘90 fueron desarrollando plataformas de pensamiento colectivo transnacionales que han permitido la transmisión de unas ideas fuerza que están haciendo posible un cambio cultural a escala planetaria. Estas experiencias políticas, junto con los nuevos usos sociales que la tecnología orientada en la defensa del procomún –lo que es de todos- permite, están creando las condiciones de posibilidad necesarias para que las mayorías organizadas puedan intervenir en la historia.
Las democracias de mercado occidentales han ido perdiendo la poca legitimidad que les quedaba, primero por su política exterior, y ahora por la política interior que aplican para salir de la crisis -que Occidente mismo ha creado- y que consiste en desmantelar sistemáticamente el Estado de bienestar y hacer pagar al 99% de la población las pérdidas ocasionadas por unos pocos que se han enriquecido con los mercados especulativos, sin asumir riesgo alguno, y pagando menos impuestos que nadie. La humillación que sintió Mohamed Bouazizi cuando habiendo intentado vivir dignamente fue robado, insultado y despreciado por el poder arbitrario de Ben Ali, lo llevó a quemarse en público para mostrar su desesperación como ser humano frente a una comunidad que había perdido la dignidad y debía recuperarla. Las protestas continuaron ya no sólo por Bouazizi -él es ahora el paradigma del ciudadano universal que ya no aguanta más- ni por los miles de muertos que fueron sacrificados por la revolución, sino porque el pueblo consiguió encontrar en las plazas y en las calles un nuevo decir en libertad con el que expresarse democráticamente frente al abuso de poder y vencer el miedo. Las manifestaciones de indignados que se produjeron posteriormente en Europa, con las primeras acampadas en la Puerta del Sol de Madrid y más tarde en la Plaza Cataluña de Barcelona y en el resto de ciudades españolas, hacían claras alusiones a la Revolución del Jazmín y consiguieron ampliar un espacio de experiencia y discusión común que está siendo muy fructífero para la expresión de las soberanías populares que se alzan contra las contemporáneas humillaciones del poder arbitrario. Las categorías de izquierda y derecha, Occidente y Oriente, países desarrollados y subdesarrollados, parecen estallar frente a esta oleada de protestas que manifiestan otra forma de enmarcar los problemas.
Las mismas democracias de mercado que llevan años diciendo que no debe intervenirse políticamente sobre la economía, son las que se han puesto de acuerdo rápidamente para absorber con dinero público unas pérdidas privadas ocasionadas por las innovaciones financieras fraudulentas que siguen enriqueciendo a los que estafaron a la gran mayoría. En Egipto una de las asociaciones civiles que llevaba años luchando contra el régimen mafioso de los Mubarak y que tuvo un papel fundamental en la caída del régimen, se llamaba Kifaya, palabra árabe que significa “basta ya!”, y utilizada a menudo para expresar las quejas en las plazas: “estamos hartos!”, “basta de explotación!”, “basta de autoritarismo!”. Esta es la misma idea que subyace en las pancartas, escritos y mensajes públicos lanzados por los nuevos movimientos sociales de indignación -junto con fuertes dosis satíricas-. Un colectivo que, compartiendo el saber de forma abierta e incluyente, ha conseguido crear dispositivos sociales inteligentes capaces de reproducirse y cooperar en provecho del bien común aportando valor desinteresadamente. Una nueva –y a la vez muy antigua- forma de hacer política que ya nos indica el carácter de los próximos acontecimientos por venir.
Junto a esta crisis, estamos viviendo una transformación epocal en la que vemos emerger ante nosotros una realidad sin nombres ni conceptos, producida por los últimos cambios políticos, económicos y cognitivos que han estado silenciosamente agrietando los sistemas legales, los mercados, las sociedades, y finalmente el lenguaje mismo de nuestro presente. Para actuar políticamente, necesitamos alumbrar de nuevo colectivamente los nombres y conceptos que nos ayudarán a comprender la realidad –desde otro saber y otro poder más distribuido-. Nuestras sociedades se han apoderado de una tecnología y unos conocimientos que pueden movilizar a mucha gente para realizar proyectos autogestionados que aporten valor añadido al bien común. Más allá de lo privado, de lo público estatal, existe la posibilidad de crear comunidades abiertas que sean capaces de transformar la información en conocimiento compartido, y adquirir un poder y una autoridad moral para actuar frente a la ya decadente hegemonía cultural de nuestro presente. No es posible sostener el desarrollo tal y como se plantea desde el actual saber-poder, ni el crecimiento económico industrial-financiero, ni el malestar social y ecológico que ha causado una política tecnócrata que se ha extendido a todos los gobiernos y que pretende superar la crisis para volver a establecer el mismo sistema injusto y autodestructivo.
La apropiación indebida del trabajo y la inteligencia social por parte de las grandes corporaciones privadas también es un asunto político que requiere una toma de consciencia por parte del ciudadano para que pueda defender mejor sus intereses colectivos. La trazabilidad de las comunicaciones y transacciones, junto con la geolocalización y otras tecnologías, están configurando un sistema panóptico de vigilancia y control que debe ser gobernado democráticamente. Sólo mediante la acción política conseguiremos hacer de estos mecanismos tecnológicos herramientas útiles para que podamos ser los ciudadanos quines vigilen al poder y le exijan más transparencia en la información que maneja, participando en la toma de las decisiones que nos afectan a todos. Es también una cuestión de dignidad proteger aquellos usos tecnológicos que favorezcan la libre circulación del conocimiento, faciliten la colaboración entre las personas, amplíen los espacios de discusión y participación social, y permitan legítimamente intervenir colectivamente sobre lo público. No hacerlo es facilitar la construcción del campo.
Preocuparnos por esta crisis implica plantearnos políticamente todas estas cuestiones, y decidir si queremos seguir trabajando para extender el progreso humano a toda la humanidad, diseminando aquellos valores civilizatorios que compartimos como especie, o por el contrario, nos dejamos llevar de nuevo por la indignidad humana.
* Este artículo ha sido publicado en el primer número de la revista de filosofía ALIA: http://www.aperturacritica.es/
NOTAS:
[1] AGAMBEN Giorgio, Medios sin fin. Notas sobre la política, Valencia: Pre-Textos, 2000, pp. 101-103.
[2] JUDT Tony, Algo va mal, Taurus, 2010, p. 17.
[3] KRAUS Karl, Schriften, vol. 8. Frankfurt del Meno: Suhrkamp, 1989, p. 17.