“Es sencillamente, que el mundo, de pronto, ha crecido, y con él y en él, la vida.
Por lo pronto, ésta se ha mundializado efectivamente;
quiero decir que el contenido de la vida en el hombre de tipo medio
es hoy todo el planeta; que cada individuo vive habitualmente todo el mundo...
Según el principio filosófico de que las cosas están allí donde actúan,
reconoceremos hoy a cualquier punto del globo la más efectiva ubicuidad.” [1]
Por lo pronto, ésta se ha mundializado efectivamente;
quiero decir que el contenido de la vida en el hombre de tipo medio
es hoy todo el planeta; que cada individuo vive habitualmente todo el mundo...
Según el principio filosófico de que las cosas están allí donde actúan,
reconoceremos hoy a cualquier punto del globo la más efectiva ubicuidad.” [1]
La rebelión de las masas.
Leer a Ortega y Gasset, especialmente en los tiempos desorientados en los que vivimos, invita a entrar en ese estado mental necesariamente meditativo, olvidándonos por un tiempo de la realidad que nos envuelve, a cambio del placer de transitar por la experiencia de uno de los lenguajes metafóricos iluminativos más vivos del siglo XX. Porque es ya demasiado evidente que la intervención de este profesor de filosofía -así es como se presenta él mismo en las Meditaciones del Quijote- en el debate público europeo, por amor intellectualis, ha sido fundamental, aunque no siempre se le haya reconocido, para forjar las condiciones de posibilidad de nuestro contemporáneo pensar. Y justamente la clave para entender el perspectivismo filosófico de Ortega es entrar de lleno bajo los efectos de su tercera metáfora intrínsecamente dramática, la del raciovitalismo, y zambullirnos en su primera meditación que inaugura nuevas y emergentes proyecciones para desocultar lo que desde el punto de vista anterior nos parecía oscuro.
También el pensamiento de Ortega late frente a un tiempo atravesado por la crisis [2], y avanza a través del borboteo del lenguaje, explorando sus límites, sobre aquel territorio en el que el decir muestra. La metáfora como artefacto cognitivo capaz de trasladar el sentido de las imágenes que producimos. Por todo ello, puede considerarse la innovación filosófica orteguiana una verdadera revelación epistemológica -y estética- que desde sus primeros pasos, Meditaciones del Quijote se publica en 1914 al borde de la Gran Guerra europea, propone una teoría de la verdad que le permitirá avanzarse siempre a sus circunstancias. Se hablará del decir profético de Ortega, y él mismo lo repetirá con modestia a lo largo de su obra, precisamente por esa innovación cuasi-post-moderna que le permite ver un poco más allá. Su filosofía está consolidando el discurso colectivo de una opinión pública que piensa desde las mejores mentes –esa es la concepción orteguiana de aristocracia-, aquellas que más se exigen a sí mismas, sobre el progreso y la decadencia, sobre el individuo y la sociedad, lo privado y lo colectivo. Un discurso que expresa la realidad social viva de Ortega, y que en su circunstancia como en la nuestra, sigue siendo España, Europa y el mundo. Ese mundo que no para de crecer y hacerse ubicuo, como se nos advierte en la cita, producto de un uso científico de la técnica –sobre todo en Occidente-, y una democracia liberal añadirá Ortega, ha hecho posible el acelerado aumento demográfico de estos dos últimos siglos. Será la mirada sociológica y acostumbrada a observar la realidad radical de su circunstancia la que le hará seguir escribiendo: “Las ciudades están llenas de gentes. Las casas, llenas de inquilinos. Los hoteles llenos de huéspedes. Los trenes llenos de viajeros. Los cafés llenos de consumidores. Los paseos llenos de transeúntes. Las salas de los médicos famosos, llenas de enfermos. Los espectáculos, llenos de espectadores. Las playas, llenas de bañistas. Lo que antes no solía ser problema, empezará a serlo casi de continuo: encontrar sitio.”. La modernidad líquida de la que habla por ejemplo el sociólogo contemporáneo Zygmunt Bauman, el análisis de Richard Senett sobre la cultura del nuevo capitalismo, o el efecto claustrofóbico producido por el encierro global al que se refiere Paul Virilio, se parecen mucho a lo que ya intuía desde la iluminación raciovitalista un joven Ortega espíritu inquieto.
Hay en la palabra de Ortega los pasos necesarios, siempre lentos, para entender la realidad vivida y su circunstancia, y sobre todo hay un valioso significado para orientarnos y comprender mejor los fenómenos complejos que tratan sobre nuestro actual proceso de globalización. Este pasado, presente y futuro, que coinciden en un mismo instante vivido, el que vive el animal biológico-histórico en su circunstancia de cara a aquello que se le propone como mundo, es lo que constantemente se cruza en el tiempo dramático del decir orteguiano, entre lo viejo y lo nuevo, leyendo un artículo, escuchándolo leer, o meditando.
¿Acaso no es una cierta simultaneidad lo que se pretende con la verdad? Una cosmovisión. Los personajes y artefactos literarios que construye Ortega en su narrar para facilitarnos la comprensión de su conocimiento, ¿no se parecen acaso a los personajes y a las imágenes dialécticas del posmodernísimo Walter Benjamin que utiliza para hacernos despertar de este ensueño preprogramado -diríamos hoy- especialmente para el hombre-masa? Iluminaciones, panoramas, punto de vista, pero también las menudencias próximas, los detalles, los fragmentos conexionados. Un giro estilístico que prepara los cimientos para un pensar y escribir posmoderno. “Yo sólo ofrezco modi res considerandi, posibles maneras de mirar las cosas” dirá Ortega. ¿Y acaso no se parece a Wittgenstein y a su filosofía descriptiva? ¿Con sus diferencias?
Consideremos entonces posible ese coincidir en vida de personajes e influencias tan diversas entre sí, algunas conocidas y citadas por el mismo Ortega [3], otras susurradas al unísono por ejemplo con Benjamin o el mismo Wittgenstein en un fascinante discurso común sin sospecharlo. En un texto sobre Proust, Walter Benjamin nos dice:”Es Ortega y Gasset el primero que ha prestado atención a la existencia vegetativa de las figuras proustianas que de manera tan persistente están ligadas a su yacimiento social...”. Benjamin se está refiriendo a la mirada del Ortega sociólogo, y a su capacidad de observar lo pequeño, y lo que permanece en el cambio. La misma mirada que Benjamin dirige a sus preocupaciones. Los dos personajes latiendo por la Europa del totalitarismo. Los nacionalismos burgueses y bolcheviques se equivocaron de enemigo, sentencia Ortega. El hombre-masa de la reproductibilidad técnica, dirían los dos. Benjamin también se moverá por estas cuestiones que preocupan a Europa, con sus diferencias.
Lo que pretendemos decir es que existen coincidencias en las formas y en el fondo de estos modi res considerandi críticos del capitalismo tardío. Ortega, desde su particular modo de entender el socialismo escribe: “El socialismo no tiene otra misión, según dice Marx, que auxiliar al capitalismo. El socialismo (marxista) es tan amigo de su enemigo el capitalismo, que no cabe mayor intimidad. Son una misma cosa. El capitalismo, expropiando los pequeños capitales, llegará a formar un inmenso capital único en una universal sociedad anónima. Y eso mismo es el socialismo (marxista) como ideal.”. ¿No es lo que nos ha ido sucediendo?
Desde una perspectiva liberal, laica y claramente desveladora de cualquier moralismo dogmático -político o religioso-, Ortega colaborará también en esta deconstrucción colectiva de la idea de progreso, que ha suplantado la divinidad en la modernidad, proponiendo a cambio una cultura crítica ilustrada que ejerza de verdadero poder espiritual, reflexionando también sobre el tiempo histórico y sobre el eterno retorno de lo siempre viejo y su consecuente catástrofe. Como el ángel de la historia benjaminiano que sigue de espaldas al futuro y acumulando ruinas y sufrimiento. Para Ortega: “Lo que los progresistas llaman progreso es un esquema de lo que debe pasar mañana;... es, en definitiva, una perpetuación más o menos completa del pasado. Son ustedes unos reaccionarios porque no quieren progresar, sino que progrese el progreso; es decir, una pequeña, nimia, paralítica, angosta idea que han pensado ustedes sobre una mesa de trabajo o haciendo la digestión.”.
Pero en la experiencia radical de la vida no todo se reduce a lo político, “El que no se ocupa de política es un hombre inmoral; pero el que sólo se ocupa de política y todo lo ve políticamente es un majadero”, y por eso Ortega dirigirá su mirada calidoscópica a la percepción estética, teorizando también sobre su crisis. Las Meditaciones, y claramente La deshumanización del arte reflejan la centralidad de la estética para el post-kantiano Ortega, dentro de su teoría de la verdad. Lo que está sucediendo en Europa y en las mentes despiertas siempre minoritarias, es que se está dando el famoso “giro” lingüístico de un pensar genuinamente continental, y en este giro, algunos inaugurarán también un nuevo estilo para que al silencio de la barbarie pueda sucederle la palabra y con ella el sentido. La metáfora entonces adquiere la necesaria fuerza estética para iluminar una figura, aquella que ya Kant, en la Crítica del Juicio, atribuía a la pura reflexión. En el faktum de la belleza descansa nuestra posibilidad de determinar juicios.
El surgimiento de este hombre-masa, que en tiempos de Ortega se ha convertido ya en una realidad social generalizada, es también la del flâneur narrada por Baudelaire, aquel personaje distraído que empieza a aparecer paseando por los pasajes entre las multitudes de las grandes ciudades en el origen del capitalismo tecno-industrial, sólo que ahora, en palabras de Benjamin, todos nos hemos convertido en el flaneur, coleccionista y prostituta baudelerianos. Este hecho es tanto en la España, Europa y el mundo de Ortega, como en el tiempo nuestro de ahora, realidad social. El problema es que el acertado diagnóstico sociocultural de Ortega sobre la crisis mundial, dentro de su pesimismo de la inteligencia y optimismo de la voluntad [4] simultáneo a otros aristócratas del pensamiento europeo, se está dando al mismo tiempo en la Europa de la barbarie que ve ascender, aclamado por ese mismo hombre-masa, al fascismo y al nazismo. Regímenes, que junto al estalinismo ruso, han practicado una particular biopolítica sobre el hombre-masa, interviniendo en su sensibilidad, en su percepción de la realidad, a través del arte y el control de la belleza, para acabar haciendo a unas minorías perversamente especializadas e ignorantes, nada que ver con la aristocracia bienpensante de Ortega -ni la de Platón-, los amos de un mundo globalizadamente –y esencialmente- clónico, que no deja de expropiar y explotar su circunstancia.
En los tiempos de Ortega, Goebbels se proclamaba como artista, capaz de modelar el cuerpo informe de la masa para convertirlo en el volk. Como ahora el reaccionario neocon (neoliberal/conservador) pretende pervertir el lenguaje, y con el lenguaje la percepción de lo que ocurre, por ejemplo en Guantánamo y en la Irak ocupada del siglo XXI. La guerra es la inconexión, nos advierte Ortega.
Todo esto se respira cuando el hombre-masa es ya una realidad, la decadencia de Occidente, el señorito satisfecho que hereda toda una civilización y la usa pragmáticamente, divinizándola, como si hiciera parte de una moralina aprendida de la tradición, y no se preocupa para ser mejor, para conocer y conexionar más sólidamente su saber, y así poder contribuir al bienestar social. Pero las minorías selectas de las que habla Ortega, las que deberían ocuparse de la administración de lo público y representarnos mediante pactos colectivos, las que colaboran en la opinión pública bienpensante, las que deberían estar abiertas al pensamiento crítico, han desertado tanto en España como en Europa y el mundo. El diagnóstico de esta crisis que le ha tocado vivir, probablemente la misma pero agudizada crisis que vivimos en nuestro tiempo, Ortega lo irá vertebrando desde su Revista de Occidente y su periodismo filosófico contra los que están repitiendo la vieja política, los que contribuyen a construir fantasmagorías sociales para ejercer un dominio dogmático sobre los pueblos y mantenerse en el poder. Los que según Ortega se enriquecieron en España durante el oportunismo pacifista que mostraron sus dirigentes durante el gran conflicto europeo, construyendo bombas y convirtiendo la península en una segura retaguardia para la industria de la guerra.
No es esto, no es esto dijo Ortega cuando la Segunda República daba síntomas de repetir la vieja política. Y esa crítica constante al falseamiento de la realidad le llevará también al silencio y al silenciamiento de su palabra. Como tantos otros en Europa perseguidos por sus ideas innovadoras y capaces de esclarecer la realidad. Como el acorralamiento de Benjamin en Port Bou pero sin tanta urgencia.
Por último, volver la mirada a su teoría estética a través de La deshumanización del arte, meditación que surge esta vez en torno a la música de Debussy y a la impopularidad del nuevo arte y a la incapacidad del hombre-masa para entenderlo, puede esclarecernos qué significado adquiere lo viejo y lo nuevo en la teoría del arte orteguiana, y por extensión explicarnos mejor la relación dogmática que puede darse entre el arte y la política.
Recordemos que por aquel entonces, el creador de la música dodecafónica, Arnold Schömberg, se verá obligado a abandonar Alemania perseguido por la estetización de la política nazi. En 1933, la llegada de Adolf Hitler al poder se convertirá en una cruzada contra cualquier tipo de arte ajeno a lo que se define como alma germánica, iniciándose una depuración contra toda modernidad artística que pretenda contradecir los ideales de belleza neoclásica institucionalizados por el estado nazi. Desde la sensibilidad estética que desprende la música nueva de Schömberg, su libre movimiento atonal que no renuncia a crear sentido, se entiende mejor el cambio de estilo que el pensamiento europeo ilustrado, y con él el de Ortega, ha elegido para mostrar lo que no ha podido decirse hasta ahora.
Este frágil proyecto que ha sido, que sigue siendo Europa, conserva algo de aquella aristocracia cosmopolita que coincidió en un siglo lleno también de barbarie, y entre gente como Freud, Wittgensten, Zweig, Mann, Canetti, Musil, Kraus, Benjamin, Brecht, el decir de Ortega sigue latiendo en esta nuestra posmodernidad, que no es otra cosa que un proyecto de modernidad no concluido. Seguramente la idea de esta ultra-nación –añado transnacional- que llamamos Europa y que podría llegar a ser la solución, sea todavía en nuestro tiempo un problema para el revitalizado pensamiento liberal-democrático que, sin ningún tipo de dudas, debería fijarse más en la obra de Ortega.
También el pensamiento de Ortega late frente a un tiempo atravesado por la crisis [2], y avanza a través del borboteo del lenguaje, explorando sus límites, sobre aquel territorio en el que el decir muestra. La metáfora como artefacto cognitivo capaz de trasladar el sentido de las imágenes que producimos. Por todo ello, puede considerarse la innovación filosófica orteguiana una verdadera revelación epistemológica -y estética- que desde sus primeros pasos, Meditaciones del Quijote se publica en 1914 al borde de la Gran Guerra europea, propone una teoría de la verdad que le permitirá avanzarse siempre a sus circunstancias. Se hablará del decir profético de Ortega, y él mismo lo repetirá con modestia a lo largo de su obra, precisamente por esa innovación cuasi-post-moderna que le permite ver un poco más allá. Su filosofía está consolidando el discurso colectivo de una opinión pública que piensa desde las mejores mentes –esa es la concepción orteguiana de aristocracia-, aquellas que más se exigen a sí mismas, sobre el progreso y la decadencia, sobre el individuo y la sociedad, lo privado y lo colectivo. Un discurso que expresa la realidad social viva de Ortega, y que en su circunstancia como en la nuestra, sigue siendo España, Europa y el mundo. Ese mundo que no para de crecer y hacerse ubicuo, como se nos advierte en la cita, producto de un uso científico de la técnica –sobre todo en Occidente-, y una democracia liberal añadirá Ortega, ha hecho posible el acelerado aumento demográfico de estos dos últimos siglos. Será la mirada sociológica y acostumbrada a observar la realidad radical de su circunstancia la que le hará seguir escribiendo: “Las ciudades están llenas de gentes. Las casas, llenas de inquilinos. Los hoteles llenos de huéspedes. Los trenes llenos de viajeros. Los cafés llenos de consumidores. Los paseos llenos de transeúntes. Las salas de los médicos famosos, llenas de enfermos. Los espectáculos, llenos de espectadores. Las playas, llenas de bañistas. Lo que antes no solía ser problema, empezará a serlo casi de continuo: encontrar sitio.”. La modernidad líquida de la que habla por ejemplo el sociólogo contemporáneo Zygmunt Bauman, el análisis de Richard Senett sobre la cultura del nuevo capitalismo, o el efecto claustrofóbico producido por el encierro global al que se refiere Paul Virilio, se parecen mucho a lo que ya intuía desde la iluminación raciovitalista un joven Ortega espíritu inquieto.
Hay en la palabra de Ortega los pasos necesarios, siempre lentos, para entender la realidad vivida y su circunstancia, y sobre todo hay un valioso significado para orientarnos y comprender mejor los fenómenos complejos que tratan sobre nuestro actual proceso de globalización. Este pasado, presente y futuro, que coinciden en un mismo instante vivido, el que vive el animal biológico-histórico en su circunstancia de cara a aquello que se le propone como mundo, es lo que constantemente se cruza en el tiempo dramático del decir orteguiano, entre lo viejo y lo nuevo, leyendo un artículo, escuchándolo leer, o meditando.
¿Acaso no es una cierta simultaneidad lo que se pretende con la verdad? Una cosmovisión. Los personajes y artefactos literarios que construye Ortega en su narrar para facilitarnos la comprensión de su conocimiento, ¿no se parecen acaso a los personajes y a las imágenes dialécticas del posmodernísimo Walter Benjamin que utiliza para hacernos despertar de este ensueño preprogramado -diríamos hoy- especialmente para el hombre-masa? Iluminaciones, panoramas, punto de vista, pero también las menudencias próximas, los detalles, los fragmentos conexionados. Un giro estilístico que prepara los cimientos para un pensar y escribir posmoderno. “Yo sólo ofrezco modi res considerandi, posibles maneras de mirar las cosas” dirá Ortega. ¿Y acaso no se parece a Wittgenstein y a su filosofía descriptiva? ¿Con sus diferencias?
Consideremos entonces posible ese coincidir en vida de personajes e influencias tan diversas entre sí, algunas conocidas y citadas por el mismo Ortega [3], otras susurradas al unísono por ejemplo con Benjamin o el mismo Wittgenstein en un fascinante discurso común sin sospecharlo. En un texto sobre Proust, Walter Benjamin nos dice:”Es Ortega y Gasset el primero que ha prestado atención a la existencia vegetativa de las figuras proustianas que de manera tan persistente están ligadas a su yacimiento social...”. Benjamin se está refiriendo a la mirada del Ortega sociólogo, y a su capacidad de observar lo pequeño, y lo que permanece en el cambio. La misma mirada que Benjamin dirige a sus preocupaciones. Los dos personajes latiendo por la Europa del totalitarismo. Los nacionalismos burgueses y bolcheviques se equivocaron de enemigo, sentencia Ortega. El hombre-masa de la reproductibilidad técnica, dirían los dos. Benjamin también se moverá por estas cuestiones que preocupan a Europa, con sus diferencias.
Lo que pretendemos decir es que existen coincidencias en las formas y en el fondo de estos modi res considerandi críticos del capitalismo tardío. Ortega, desde su particular modo de entender el socialismo escribe: “El socialismo no tiene otra misión, según dice Marx, que auxiliar al capitalismo. El socialismo (marxista) es tan amigo de su enemigo el capitalismo, que no cabe mayor intimidad. Son una misma cosa. El capitalismo, expropiando los pequeños capitales, llegará a formar un inmenso capital único en una universal sociedad anónima. Y eso mismo es el socialismo (marxista) como ideal.”. ¿No es lo que nos ha ido sucediendo?
Desde una perspectiva liberal, laica y claramente desveladora de cualquier moralismo dogmático -político o religioso-, Ortega colaborará también en esta deconstrucción colectiva de la idea de progreso, que ha suplantado la divinidad en la modernidad, proponiendo a cambio una cultura crítica ilustrada que ejerza de verdadero poder espiritual, reflexionando también sobre el tiempo histórico y sobre el eterno retorno de lo siempre viejo y su consecuente catástrofe. Como el ángel de la historia benjaminiano que sigue de espaldas al futuro y acumulando ruinas y sufrimiento. Para Ortega: “Lo que los progresistas llaman progreso es un esquema de lo que debe pasar mañana;... es, en definitiva, una perpetuación más o menos completa del pasado. Son ustedes unos reaccionarios porque no quieren progresar, sino que progrese el progreso; es decir, una pequeña, nimia, paralítica, angosta idea que han pensado ustedes sobre una mesa de trabajo o haciendo la digestión.”.
Pero en la experiencia radical de la vida no todo se reduce a lo político, “El que no se ocupa de política es un hombre inmoral; pero el que sólo se ocupa de política y todo lo ve políticamente es un majadero”, y por eso Ortega dirigirá su mirada calidoscópica a la percepción estética, teorizando también sobre su crisis. Las Meditaciones, y claramente La deshumanización del arte reflejan la centralidad de la estética para el post-kantiano Ortega, dentro de su teoría de la verdad. Lo que está sucediendo en Europa y en las mentes despiertas siempre minoritarias, es que se está dando el famoso “giro” lingüístico de un pensar genuinamente continental, y en este giro, algunos inaugurarán también un nuevo estilo para que al silencio de la barbarie pueda sucederle la palabra y con ella el sentido. La metáfora entonces adquiere la necesaria fuerza estética para iluminar una figura, aquella que ya Kant, en la Crítica del Juicio, atribuía a la pura reflexión. En el faktum de la belleza descansa nuestra posibilidad de determinar juicios.
El surgimiento de este hombre-masa, que en tiempos de Ortega se ha convertido ya en una realidad social generalizada, es también la del flâneur narrada por Baudelaire, aquel personaje distraído que empieza a aparecer paseando por los pasajes entre las multitudes de las grandes ciudades en el origen del capitalismo tecno-industrial, sólo que ahora, en palabras de Benjamin, todos nos hemos convertido en el flaneur, coleccionista y prostituta baudelerianos. Este hecho es tanto en la España, Europa y el mundo de Ortega, como en el tiempo nuestro de ahora, realidad social. El problema es que el acertado diagnóstico sociocultural de Ortega sobre la crisis mundial, dentro de su pesimismo de la inteligencia y optimismo de la voluntad [4] simultáneo a otros aristócratas del pensamiento europeo, se está dando al mismo tiempo en la Europa de la barbarie que ve ascender, aclamado por ese mismo hombre-masa, al fascismo y al nazismo. Regímenes, que junto al estalinismo ruso, han practicado una particular biopolítica sobre el hombre-masa, interviniendo en su sensibilidad, en su percepción de la realidad, a través del arte y el control de la belleza, para acabar haciendo a unas minorías perversamente especializadas e ignorantes, nada que ver con la aristocracia bienpensante de Ortega -ni la de Platón-, los amos de un mundo globalizadamente –y esencialmente- clónico, que no deja de expropiar y explotar su circunstancia.
En los tiempos de Ortega, Goebbels se proclamaba como artista, capaz de modelar el cuerpo informe de la masa para convertirlo en el volk. Como ahora el reaccionario neocon (neoliberal/conservador) pretende pervertir el lenguaje, y con el lenguaje la percepción de lo que ocurre, por ejemplo en Guantánamo y en la Irak ocupada del siglo XXI. La guerra es la inconexión, nos advierte Ortega.
Todo esto se respira cuando el hombre-masa es ya una realidad, la decadencia de Occidente, el señorito satisfecho que hereda toda una civilización y la usa pragmáticamente, divinizándola, como si hiciera parte de una moralina aprendida de la tradición, y no se preocupa para ser mejor, para conocer y conexionar más sólidamente su saber, y así poder contribuir al bienestar social. Pero las minorías selectas de las que habla Ortega, las que deberían ocuparse de la administración de lo público y representarnos mediante pactos colectivos, las que colaboran en la opinión pública bienpensante, las que deberían estar abiertas al pensamiento crítico, han desertado tanto en España como en Europa y el mundo. El diagnóstico de esta crisis que le ha tocado vivir, probablemente la misma pero agudizada crisis que vivimos en nuestro tiempo, Ortega lo irá vertebrando desde su Revista de Occidente y su periodismo filosófico contra los que están repitiendo la vieja política, los que contribuyen a construir fantasmagorías sociales para ejercer un dominio dogmático sobre los pueblos y mantenerse en el poder. Los que según Ortega se enriquecieron en España durante el oportunismo pacifista que mostraron sus dirigentes durante el gran conflicto europeo, construyendo bombas y convirtiendo la península en una segura retaguardia para la industria de la guerra.
No es esto, no es esto dijo Ortega cuando la Segunda República daba síntomas de repetir la vieja política. Y esa crítica constante al falseamiento de la realidad le llevará también al silencio y al silenciamiento de su palabra. Como tantos otros en Europa perseguidos por sus ideas innovadoras y capaces de esclarecer la realidad. Como el acorralamiento de Benjamin en Port Bou pero sin tanta urgencia.
Por último, volver la mirada a su teoría estética a través de La deshumanización del arte, meditación que surge esta vez en torno a la música de Debussy y a la impopularidad del nuevo arte y a la incapacidad del hombre-masa para entenderlo, puede esclarecernos qué significado adquiere lo viejo y lo nuevo en la teoría del arte orteguiana, y por extensión explicarnos mejor la relación dogmática que puede darse entre el arte y la política.
Recordemos que por aquel entonces, el creador de la música dodecafónica, Arnold Schömberg, se verá obligado a abandonar Alemania perseguido por la estetización de la política nazi. En 1933, la llegada de Adolf Hitler al poder se convertirá en una cruzada contra cualquier tipo de arte ajeno a lo que se define como alma germánica, iniciándose una depuración contra toda modernidad artística que pretenda contradecir los ideales de belleza neoclásica institucionalizados por el estado nazi. Desde la sensibilidad estética que desprende la música nueva de Schömberg, su libre movimiento atonal que no renuncia a crear sentido, se entiende mejor el cambio de estilo que el pensamiento europeo ilustrado, y con él el de Ortega, ha elegido para mostrar lo que no ha podido decirse hasta ahora.
Este frágil proyecto que ha sido, que sigue siendo Europa, conserva algo de aquella aristocracia cosmopolita que coincidió en un siglo lleno también de barbarie, y entre gente como Freud, Wittgensten, Zweig, Mann, Canetti, Musil, Kraus, Benjamin, Brecht, el decir de Ortega sigue latiendo en esta nuestra posmodernidad, que no es otra cosa que un proyecto de modernidad no concluido. Seguramente la idea de esta ultra-nación –añado transnacional- que llamamos Europa y que podría llegar a ser la solución, sea todavía en nuestro tiempo un problema para el revitalizado pensamiento liberal-democrático que, sin ningún tipo de dudas, debería fijarse más en la obra de Ortega.
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[1] Cita extraída del capítulo IV, El crecimiento de la vida. Pág. 159 Edición Tecnos.
[2] Influencia del pensamiento criticista-pesimista de la Generación del 98 y por el krausismo europeo.
[3] La fenomenología de Husserl, el existencialismo de Heidegger y Sartre, el vitalismo de Nietzsche, el historicismo de Dilthey, el neopositivismo y la filosofía analítica.
[4] Expresión utilizada por Antonio Gramsci en sus escritos sobre optimismo y pesimismo.