lunes, septiembre 15, 2008

La sombra de Artaud o el encantamiento de hacer pensar


La sombra de Artaud hay que imaginársela proyectada sobre nosotros, abarca la escena que lo incluye como origen, y se contagia como la peste, con toda su crueldad, aunque siempre remita al Doble de la vida [1]. En la sombra somos todos Artaud. Lo dice él mismo, y hay que volverlo a repetir, advertidos como estamos de que las palabras escritas mueren, acostumbrados como lo estamos a que el enemigo se adelante a utilizarlas en contra de ellas y acabe con todo. La vida es un proceso homeostático que fluye entre la salud y la enfermedad, y la medicina –farmakon- a menudo es la misma enfermedad de la que aprendemos a vivir. Artaud sigue interesando a los que como él, se sienten enfermos, rotos. Nos interesa a todos porque la enfermedad no es una entidad o cualidad constitutiva del individuo enfermo, sino una forma de coexistencia social, hecha a partir de consensos, de hábitos, y que acaba definiendo también lo aceptado, lo saludable, la felicidad. Cuando la enfermedad se manifiesta en un individuo, es toda la comunidad quien enferma, y son los comportamientos sociales los que se ven afectados.

Artaud habla desde él, con él, y para él, y en su sombra nos identificamos, como lo hacemos cuando leemos las atrocidades de Maldoror, cuando la repugnancia la vivimos de forma familiar. Nos hablan, él y su Doble, de lo que nos pasa a todos, de lo que nos pasa por la cabeza cuando nos decidimos a pasear por los márgenes. ¿O quizá deberíamos decir a pasear por los orígenes? Todo lo que hemos negado, desplazado, reprimido, y que nos define -el cuerpo-. Leer a Artaud, es leernos a nosotros, aprender a leer en la carne del actor-curandero cuando su sombra alcanza nuestra butaca. Cuando miméticamente se nos eriza la piel y un pensamiento brota para iluminarnos [2].

La peste es revolucionaria porque abre escenas de crueldad y crea situaciones que adquieren el rango de acontecimientos. Como enfermedad o mal abstracto, ataca a los pulmones y al cerebro, dos órganos que podemos voluntariamente dirigir, afectando simbólicamente al pensamiento y a la conciencia, a la metafísica del hombre. Porque las leyes que rigen la peste van más allá de cualquier materialización en forma de virus, abarcan límites psíquicos, cósmicos. Cuando Artaud en su analítica de la escena de la peste se pregunta qué es lo que ocurre en el contagio de esta epidemia, qué relación misteriosa provoca que un individuo precavido caiga apestado y otro que ha estado en contacto directo con la enfermedad escape a su destino, qué desórdenes políticos, cataclismos naturales o movimientos cosmológicos influyen en la desorganización de lo vivo, está buscando en la fisonomía espiritual de este mal los elementos que deben aparecer también en la escena del teatro de la crueldad, que no es más que su Doble, su sombra. Al iniciarse la peste, las formas regulares se derrumban, desaparecen las costumbres dejando paso a gestos y actitudes inútiles que son en sí mismas la esencia de la actuación teatral. La caída radical de todo lo que tenía sentido deja al descubierto la inutilidad de aquel que, en medio del desastre, se entretiene a robarle a los muertos, o la del avaro que arroja a puñados sus riquezas. La peste, el teatro, Artaud, desencadenan el desorden que siempre permanece latente en la vida, balancean el flujo entre el cosmos y el caos heraclitiano, sanan enfermos ellos para enfermar nosotros sanos.

Artaud impresiona por su escritura, por su vida rota, como es la de todos una vez somos extirpados en el nacimiento de nuestra otra mitad. Impresiona por la dolencia que sufre para contar lo que nos sucede, cuando comparte su impoder para mostrarnos que la potencia de pensamiento es justamente aquello que puede no ser –porque si no, sería siempre acto-. Como el caprichoso Bartleby que nos muestra la potencialidad del no al trasladar todas las cuestiones al ámbito de la preferencia [3], lo que debería o no debería hacerse, Artaud también nos muestra la potencialidad misma del lenguaje, lo que no podemos pensar ni decir. El impoder es la detención en el vacío para dar espacio al surgimiento de algo, la pura receptividad que Aristóteles imaginaba como una tabula rasa, es la inspiración misma [4] que hace acto de presencia en la escena cruel de un teatro que Artaud inventa para destruir la civilización occidental. Un espacio revolucionario que es la posibilidad de la lengua, y del que se espera la aparición de la palabra sustraída.


Encantamiento revolucionario


Es el singular pensamiento de Artaud que, desde la periferia de la razón atravesada, dice cosas como: “Sólo a través de un desvío de la vida, a través de una detención impuesta al espíritu puede fijarse la vida en su fisonomía llamada real, pero la realidad no está por debajo”[*]. La detención entonces es no precipitarse hacia el proceso de conceptualización en su forma logocéntrica reductiva, es avanzar más allá de la palabra, ampliando la expresión del lenguaje a través de un uso sonoro-figurativo, poético. Siguiendo la crítica nietzscheana a la altanería del conocimiento humano, la sospecha hacia la verdad y la intrínseca debilidad de la razón humana, Artaud nos encanta con el uso de un lenguaje desacostumbrado, en busca de un pensamiento profundo que atraviese la escena. Las ideas claras son en el teatro como en todas partes, ideas acabadas y muertas. “Sí, éste es ahora el único uso para el que en adelante pueda servir el lenguaje, un medio de locura, de eliminación del pensamiento, de ruptura, el laberinto de las sinrazones, y no un DICCIONARIO donde esos pedantes de los alrededores del Sena canalizan empequeñecimientos espirituales"[*]. De todos estos empequeñecimientos cartesianos está hecho el mundo organizado de la civilización occidental, y la posibilidad del teatro de la crueldad, la verdadera revolución, implica su destrucción.

El teatro como delirio, nos afecta al igual que las vibraciones de la música afectan al sistema nervioso, desencadena posibilidades y libera las fuerzas que restituyen al espíritu todos los conflictos que lleva dentro, se convierte en un estallido de imágenes, previas a todo pensamiento, capaces de devolvernos la autonomía de un cuerpo sin órganos. En el Teatro y su Doble Artaud escribe: “Una verdadera pieza de teatro perturba el reposo de los sentidos, libera el inconsciente reprimido, incita a una especie de rebelión virtual (que por otra parte sólo ejerce todo su efecto permaneciendo virtual) e impone a la comunidad una actitud heroica y difícil.”.

La poesía de los sentidos, la que surge en el espacio abierto por la escena, ocupa nuestra receptividad y conforma imágenes que escapan al dominio del lenguaje hablado. Se trata de una poesía espacial que no pertenece estrictamente a las palabras, pero que puede desarrollarse plenamente en el plano intelectual. Imágenes poéticas que descargan fuerzas espirituales latentes sobre la sensibilidad del espectador con la misma crueldad con la que se desencadena la epidemia de la peste. Es un lenguaje metafísico que convierte de nuevo la lengua en signo, trabaja con sonoridades, luces, movimientos gestuales, gritos, que, a modo de jeroglíficos, nos devuelven la posibilidad de hacer la experiencia de pensar en un sentido pleno, autónomo. Artaud desarrolla el método de la tergiversación, como Leautréamont con las obras de historia natural, y ensaya un teatro que juega con la lengua como si quisiera acceder al tiempo de la infancia [5] para hacernos vivir la experiencia originaria de la diferencia. Un juego que transcurre en un espacio no limitado, en el que se está abierto justamente ante la posibilidad de significar. Un espacio que incluye la diferencia deleuziana, lo que se rememora, y un tiempo que incorpora la repetición, lo que se reconoce. Como en el espacio-tiempo del juego, hay una problematización y alguien que intenta resolverla, un espacio atravesado por la posibilidad de la lengua.

Si el teatro contemporáneo en occidente está en decadencia es porque ha renunciado a ser peligroso, olvidando el espíritu profundamente anárquico del lenguaje poético. Ha dejado de cuestionarse todas las relaciones entre forma y significado, ha renunciado al imprevisto. La queja que constantemente dirige Artaud al teatro, y a la entera civilización occidental, es justamente por el hecho de haberse encadenado al texto, a la palabra –al logos-, y haber relegado la puesta en escena –el mito- a algo secundario, de relleno. El teatro oriental en cambio: “... afecta al espíritu, y el poder con que las imágenes directas revelan la acción en algunas obras del teatro balinés, tienen su origen en tradiciones milenarias, que han preservado el secreto de usar los gestos, las entonaciones, la armonía, en relación con los sentidos y en todos los niveles posibles;“, nos permite reencontrar el significado religioso y místico que en occidente hemos reprimido, pervertido, despreciado.

El teatro de la crueldad es entonces el Doble de otra realidad peligrosa y arquetípica de la que nos hemos querido olvidar. Nos enfrenta también con el Doble que hemos reprimido, con Artaud que es el Doble de todos, y con la palabra hecha carne que se presenta con el mismo rigor y determinación que la peste. Artaud construye bombas cognitivas para acabar con la mayoría de las costumbres y pensamientos occidentales. Y lo hace con el teatro porque para él es el único medio que tenemos para afectar al organismo. La revolución virtual que emprende, no moviliza ejércitos ni se consigue con la adhesión al Partido Comunista Francés, más bien se centra en la potencialidad del impoder para crear situaciones escénicas –vitales- que afecten a la sensibilidad profunda e íntima del yo, provocando una epidemia que politiza la vida y se extiende tergiversando la lengua. Artaud considera que: “En este teatro toda creación nace de la escena, encuentra su expresión y hasta sus orígenes en ese secreto impulso psíquico del lenguaje anterior a la palabra.”. Como nos recuerda Derrida, para devolver la palabra sustraída hay que arrancarle el poder a la letra y al mundo de las letras, y eso es lo que pretende la revolución política artaudiana.

El espectáculo de la peste, y por consiguiente el teatro de la crueldad, nada tienen que ver con el entretenimiento. También en esto Artaud, como más tarde harán los situacionistas, se adelanta a su tiempo al subrayar que la función de la cultura occidental se está reduciendo a un puro pasatiempo, se limita a una inútil y artificial diversión. En lo referente al teatro, no se trata de imitar una vida simulada, tampoco basta con la parodia, hay que acabar con la representación que es en sí misma una falsificación, para dar paso a una ceremonia mística de la metafísica humana. Si el teatro tiene su propio lenguaje es imprescindible que vaya más allá del simple texto, debe hacer de la puesta en escena su condición de posibilidad.

El teatro auténtico, ante todo, debe superar la repetición, sacralizar el espacio para que lo real deje de ser concepto, representación, y se convierta en un campo de circulación de fuerzas. Esta metafísica humana destinada a despertar nuestros demonios en forma de pensamientos profundos, estados espirituales, vivencias místicas, pretende restaurar la integridad de la carne para devolverle a la vida su estatuto oscuro de fuerza. Para Artaud, no hay separación entre vida y pensamiento, no hay que entender el cuerpo como algo constituido por órganos, fragmentado y dividido en distintas partes especializadas. De la misma forma que el cuerpo no tiene sexo sino que es sexo, la carne es espíritu. En la Posición de la carne dirá: “Yo no separo mi pensamiento de mi vida. En cada una de las vibraciones de mi lengua vuelvo a hacer todos los caminos del pensamiento en mi carne.”.

El teatro de la crueldad se establece entonces como el escenario de una revolución anatómica donde el espectador, desposeído de sí mismo, convertido en un organismo disciplinado que ha perdido las intensidades de su cuerpo, rompe el hecizamiento que lo ha constituido como sujeto, y se reapropia de la carne y del lenguaje que le han sido sustraídos. Una metafísica capaz de reeducar un cuerpo troceado y un lenguaje automatizado que han perdido su fuerza de vida. Una aventura que afecta a la carne, y que se constituye como opción política y acto de resistencia. No se trata, como ha hecho el teatro hasta ahora, de resolver conflictos psicológicos o sociales, sino desocultar ciertas verdades secretas que sólo pueden ser reveladas mediante el encantamiento espiritual que se produce al someter el sistema nervioso al influjo vibratorio desencadenado por la puesta en escena. Se trata de resituar la palabra en el plano adecuado para que la puesta en escena produzca su magia. Lo que busca Artaud es devolverle al lenguaje de la palabra la antigua eficacia mística que una vez tuvo la fuerza de encantar a los hombres. Alejarse del engaño racionalista de nuestros discursos que someten toda experiencia a la falsificación del concepto, y acercarse a la sonoridad del mundo que vibra y hace vibrar los espíritus. La magia escénica nunca será producto del azar o de la superstición, sino de un buscado juego sensitivo entre figura y fondo que descargue violentas imágenes físicas con la finalidad de reconstituir desinteresadamente al organismo mutilado. Una especie de alquimia que mediante la manipulación de signos transforme la realidad cotidiana del hombre en su Doble.


La palabra y su Doble


En toda la obra de Artaud hay una carga intensiva producida por el juego entre la fuerza figurativa de las palabras y el fondo del texto en el que aparecen, siempre con el objetivo último de atravesar el cuerpo atrofiado del lector, rompiendo de ese modo con los acostumbrados usos gramaticales del lenguaje y afectando directamente a su sistema nervioso. Pero es en el teatro donde encontrará los elementos necesarios para modificar la situación de la palabra, equilibrándola, a menudo desdibujándola, en su relación con la puesta en escena. En el dolor de Artaud por reconocerse mutilado, impotente frente al vacío de no saber qué pensar, qué decir, en la constante actividad por recuperar algo perdido en origen, surge el Doble de una palabra viva, pronunciada en forma de glosolalia [6] y que nos hace rememorar nuestra misma desposesión de la lengua. Como si de un juego de espejos se tratara, se nos abre la posibilidad de lo que, por estar acostumbrados a un pensar claro y distinto, parecía no habitar en nuestra propia intimidad.

Porque la preocupación por recuperar aquello perdido se refleja en la vida y en la obra de Artaud, y es el dolor del cuerpo lo que nos hace pensar en la existencia de otro cuerpo del que hemos sido extirpados desde el nacimiento. El dolor se convierte en la conciencia de una fragilidad que es en sí una potencia de rebelión, orienta la carne a pensar, pese a estar condenados a la dificultad de hacerlo, en lo que nos ha sido sustraído. Para Artaud es Dios quien nos priva de nuestra naturaleza al nacer, quien se apodera de nuestra potencia innata extirpándonos de un Doble al que siempre queremos recuperar. Y es esta añoranza de lo que nunca llegamos a ser por sustracción divina lo que se convierte en el bien, en el valor y en la verdad que buscamos desde que morimos en el instante mismo de nuestro nacimiento. El grito lanzado por Artaud desde la crueldad del espacio escénico se proyecta como una sombra hacia la misma vida, su meta es encantarnos con sus vibraciones para que rehagamos nuestro cuerpo a fuerza de morir para renacer inmortales. Es sobre todo un discurso revolucionario que, sin separarse de la fuerza de la vida, brota desde la fragilidad de un cuerpo dolorido para servirnos de ejemplo, para desenmascarar todas las artimañas de un Dios-poder especializado en estructurar el cuerpo individual y social, mutilado y amordazado con la palabra muerta de una tradición que sustrae la intensidad metafísica del hombre. Es también la denuncia de una lengua que se ha convertido en un espacio cerrado, protegido y fuera de peligro, donde las palabras civilizadas han olvidado a su Doble, anestesiando el cuerpo organizado para que ya no sienta el dolor de estar vivo.

La estructura del robo, de la pérdida, permite entender el tipo de relación que Artaud mantiene con su obra, e indirectamente cómo resuelve la difícil tarea de no hacer parte de una tradición de letra muerta. De la misma manera que Dios es el responsable de privarnos de nuestra propia naturaleza, es también considerado el Demiurgo que retiene lo que separa de nosotros. Artaud hace lo mismo con la obra producida, considerándola por un lado como su excremento, pero reteniéndola a la vez para guardársela en su cuerpo, confundiéndose con ella para no echarla a perder bajo la forma de escritura.

Para Artaud es inconcebible una obra que no se confunda con la vida. Ya en el prólogo del Teatro y su Doble empieza manifestando su preocupación por la desconexión entre cultura y vida dentro de la tradición occidental, atribuyéndole a este hecho la responsabilidad del hundimiento generalizado de la vida. Artaud protesta contra una cultura que ha sido reducida a una especie de panteón, dogmatizada como si se tratara de una religión, y que ha perdido toda su energía. Es por este motivo que su destrucción sólo puede significar una renovación del impulso de vida que permita a nuestro sistema nervioso volver a movilizar sus energías para empezar de nuevo. Sólo de este modo podemos volver a ser actores y olvidarnos de una cultura que nos ha relegado al papel de espectador pasivo, limitado a la repetición. Todo esto ha provocado la confusión característica de nuestro tiempo, y en la base de este desorden está la ruptura entre las palabras y las cosas. De ahí que Artaud se pregunte por la utilidad de nuestros sistemas de pensamiento, ya que, o bien realmente estamos impregnados de ellos pero no son capaces de hacernos vivir, con lo que no importaría entonces desprendernos de toda cultura –tradición en forma de libros-, o por el contrario, no nos impregnan y por lo tanto no son capaces de hacernos vivir, por lo que tampoco importaría su desaparición.

Teniendo en cuenta este malestar en la cultura occidental, esta disfunción entre lenguaje y mundo, Artaud insiste en la necesidad de una cultura en acción, casi convertida en la expresión de un cuerpo en movimiento, con lo que su concepción de la civilización podría pensarse incluso como una naturalización de la cultura, un esfuerzo de poner en acto la energía que llevamos dentro como seres portadores de vida. Para Aratud, “Si nuestra vida carece de azufre, es decir, de una magia constante, es porque preferimos contemplar nuestros propios actos y perdernos en consideraciones acerca de las formas imaginadas de esos actos, y no que ellos nos impulsen.”.

Artaud encuentra en el teatro los elementos esenciales para devolverle el protagonismo a la carne puesta en acción, para que la palabra escrita y convertida en fetiche cultural deje paso a la presencia del cuerpo, a la onomatopeya, a la entonación, y de ese modo la puesta en escena pueda ser ocupada por una carga intensiva, sonora, onírica que desfigure la letra, el texto, y todo lo que la civilización ha levantado a base de conceptualizaciones que no han aportado más que confusión. En la escena cruel, Artaud le habla no sólo al espíritu sino también a los sentidos, y lo hace volviendo al origen del lenguaje, volviendo a la cadencia de la respiración, a su tempo, al desplazamiento sonoro convertido en significante, al acto como manifestación natural de cultura. Es en el espacio ocupado por las repeticiones rítmicas de sílabas, por las modulaciones de la voz, por la luz y los gestos con reminiscencias ancestrales, cómo se pueden precipitar un mayor número de imágenes en el cerebro del espectador, y producir un estado próximo a la alucinación que altere su organismo. Esa es la función del actor-curandero, un verdadero atleta afectivo que utiliza sus emociones para influir en el Doble del espectador haciéndolo vibrar con el Doble de las palabras, y siempre en consonancia a su estado de ánimo.

Hay en la esencia del teatro propuesto por Artaud, en el modo creativo de usar el lenguaje, en el tiempo pleno que se abre al ocupar el vacío de la escena, un impulso revolucionario que parece seguir la brecha abierta por Leautréamont, superar los ideales de subversión surrealistas, y prepara el camino hacia los movimientos de vanguardia que vieron en la creación de situaciones la única posibilidad auténtica de agujerear una realidad obstinada en totalizar la experiencia del hombre moderno. En este sentido podría considerarse el Teatro y su Doble un perfecto manual de instrucciones para la mayoría de las tergiversaciones y situaciones que se llevaron a cabo en los movimientos que revolucionaron el orden social y cultural a partir del Mayo del 68. Y como toda verdadera analítica revolucionaria, las enseñanzas del teatro de la crueldad también han sido convertidas por las estructuras del tardo-capitalismo en una de las más eficientes armas a manos de la propaganda reaccionaria.


Vómito surrealista

La ruptura entre Artaud y el movimiento surrealista [7], justamente por la estrecha relación que mantuvieron, muestra algunas diferencias significativas a la hora de considerar ideas clave como revolución, magia, u obra de arte. El escandaloso desacuerdo, como no podía ser de otra manera considerando las partes, se hace público mediante una serie de contundentes escritos en los que, a pesar de su dureza, Artaud, desde una posición más contenida que la de los surrealistas, acabará reconociendo la importancia que este movimiento tuvo para la literatura.

Lo esencial en esta discusión gira entorno al concepto de revolución, y muestra claramente el modo en que Artaud entiende la realidad y la forma auténticamente revolucionaria de actuar sobre ella. El desencadenante parece ser la determinación de Aragón, Breton, Eluard, Peret y Unik a adscribirse al Partido Comunista Francés, y será este claudicar ante la realidad que se impone, este posibilismo pragmático que se conforma a través de un gesto político y sobre todo colectivo, lo que Artaud considerará como el auténtico fracaso del movimiento surrealista.

La postura metafísica de Artaud le hace afirmar que todo acto que no surja desde una metamorfosis de las condiciones interiores del alma es incapaz de cambiar nada. Artaud se pregunta: “¿qué me hace a mí toda la Revolución del mundo si voy a permanecer eternamente doloroso y miserable en el seno de mi propio osario?”; de qué sirve “ver cambiar la armadura social del mundo o ver pasar el poder de manos de la burguesía a las del proletariado”. Breton y los suyos buscan en el campo de los hechos, en el materialismo histórico, lo que sólo puede desarrollarse en el marco íntimo del cerebro, lo que Artaud denomina “la materia del espíritu”. El vómito se produce en el momento en que los surrealista, dando prioridad a la realidad inmediata, aprovechándose de ella, deciden adherirse al Partido Comunista, provocando un choque entre una concepción físico-material de la historia y una metafísica artaudiana –entendida como física primera- que considera que toda materia comienza por una perturbación espiritual.

“Qué broma o bajeza de alma” exclama Artaud, y es en este estado de clarividencia que descubre el engaño surrealista, el tipo de magia que han estado utilizando esos charlatanes revolucionarios que nada revolucionan. Porque hacer aflorar a la superficie todo el material onírico, imaginario, fantástico del inconsciente que el alma tiene por costumbre mantener oculto, para Artaud es un engaño, una impostura, una forma de vivir y quedarse en la apariencia del mundo. Artaud es un buceador incansable que nunca se conforma con la superficie fantasmal de la realidad. De hecho, permanecer en esa misma superficialidad de la materia, es quedarse en el entramado de convenciones que vacían de intensidad a la vida, es también el Doble de toda vida desposeída de sí. No podemos limitarnos, como harán los surrealistas, a hacer malabarismos permaneciendo en la irrealidad. La rebelión se desencadena desde la intimidad del yo más profundo, rompe la realidad, y consigue hacer hablar a la materia.

Ahora puede entenderse mejor que Artaud anteponga por encima de toda necesidad real las exigencias de su propia realidad. Para los surrealistas la adhesión al comunismo era una exigencia lógica de la realidad, para Artaud: “No existe disciplina a la que me sienta obligado a someterme, por riguroso que sea el razonamiento que me conduzca a adherir a ella.”. La magia que Artaud detesta es aquella que acaba produciendo la realidad de las instituciones que oprimen la fuerza de la vida: la patria, la familia, la sociedad, la ley.

Para Artaud, el dolor vital que alimenta el acto de escribir, su auténtica energía, al convertirse en obra de arte terminada, al ser expuesta y arrancada de su creador, pierde su fuerza. Se neutraliza al petrificar un pensamiento vivo en materia muerta. El surrealismo, acabó también traicionando este principio vital artaudiano cuando hizo de su producción mercancía de intercambio, carnaza de museos y exposiciones [8].


El paso del tiempo parece haberle dado la razón a Artaud.


En lo político, los abusos ideológicos que el comunismo acabó por infringir a la vida, pronto se manifestaron en forma de pesadilla totalitaria, hundiendo al individuo en la miseria de una realidad fantasmagórica. En lo artístico, el surrealismo no tardó en transformar sus obras en cadáveres exquisitos y preparados para ser convertidos en mercancías de intercambio para un mercado que nada tiene que ver con la emancipación del hombre y sus aspiraciones de cambios revolucionarios.

Puede que los gritos de Artaud sigan todavía molestándonos, que su crueldad teatral nos inquiete y que sus textos no los comprendamos.

Pero, ¿nos queda alguna otra posibilidad?



[1] Hay que considerar el Doble de la vida como un desvío del simulacro que representa la vida cotidiana, como la auténtica fuerza vital que se manifiesta en forma de energía.


[2] Contagio por simpatía entre el actor curandero y el espectador encantado; se produce un acto espontáneo que hace pensar.


[3] Recogemos la idea que Giorgio Agamben desarrolla a partir de la célebre frase del personaje de Melville: “ I would prefer not to” en el ensayo Bartleby o la contingencia.


[4] En La palabra soplada. Jaques Derrida


[*] Fragmentos del texto de Artaud, A la mesa, incluido en la revista La Révolution Surréaliste, abril 1925.


[5] Hacemos referencia al concepto de infancia que desarrolla Giogio Agamben en Infancia e historia.


[6] Subrayamos el origen psiquiátrico de este término al que se le atribuye un desorden en la construcción fonética de las palabras.


[7] Tanto los surrealistas en el texto A plena luz como Artaud en el Bluff surrealista utilizan la expresión vomitar para manifestar esta escatológica ruptura.


[8] En 1947 A. Breton invita a Artaud a participar en la Exposición Internacional Surrealista. Para Artaud : “expuesto, el objeto es castrado”.

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