lunes, septiembre 15, 2008

La sombra de Artaud o el encantamiento de hacer pensar


La sombra de Artaud hay que imaginársela proyectada sobre nosotros, abarca la escena que lo incluye como origen, y se contagia como la peste, con toda su crueldad, aunque siempre remita al Doble de la vida [1]. En la sombra somos todos Artaud. Lo dice él mismo, y hay que volverlo a repetir, advertidos como estamos de que las palabras escritas mueren, acostumbrados como lo estamos a que el enemigo se adelante a utilizarlas en contra de ellas y acabe con todo. La vida es un proceso homeostático que fluye entre la salud y la enfermedad, y la medicina –farmakon- a menudo es la misma enfermedad de la que aprendemos a vivir. Artaud sigue interesando a los que como él, se sienten enfermos, rotos. Nos interesa a todos porque la enfermedad no es una entidad o cualidad constitutiva del individuo enfermo, sino una forma de coexistencia social, hecha a partir de consensos, de hábitos, y que acaba definiendo también lo aceptado, lo saludable, la felicidad. Cuando la enfermedad se manifiesta en un individuo, es toda la comunidad quien enferma, y son los comportamientos sociales los que se ven afectados.

Artaud habla desde él, con él, y para él, y en su sombra nos identificamos, como lo hacemos cuando leemos las atrocidades de Maldoror, cuando la repugnancia la vivimos de forma familiar. Nos hablan, él y su Doble, de lo que nos pasa a todos, de lo que nos pasa por la cabeza cuando nos decidimos a pasear por los márgenes. ¿O quizá deberíamos decir a pasear por los orígenes? Todo lo que hemos negado, desplazado, reprimido, y que nos define -el cuerpo-. Leer a Artaud, es leernos a nosotros, aprender a leer en la carne del actor-curandero cuando su sombra alcanza nuestra butaca. Cuando miméticamente se nos eriza la piel y un pensamiento brota para iluminarnos [2].

La peste es revolucionaria porque abre escenas de crueldad y crea situaciones que adquieren el rango de acontecimientos. Como enfermedad o mal abstracto, ataca a los pulmones y al cerebro, dos órganos que podemos voluntariamente dirigir, afectando simbólicamente al pensamiento y a la conciencia, a la metafísica del hombre. Porque las leyes que rigen la peste van más allá de cualquier materialización en forma de virus, abarcan límites psíquicos, cósmicos. Cuando Artaud en su analítica de la escena de la peste se pregunta qué es lo que ocurre en el contagio de esta epidemia, qué relación misteriosa provoca que un individuo precavido caiga apestado y otro que ha estado en contacto directo con la enfermedad escape a su destino, qué desórdenes políticos, cataclismos naturales o movimientos cosmológicos influyen en la desorganización de lo vivo, está buscando en la fisonomía espiritual de este mal los elementos que deben aparecer también en la escena del teatro de la crueldad, que no es más que su Doble, su sombra. Al iniciarse la peste, las formas regulares se derrumban, desaparecen las costumbres dejando paso a gestos y actitudes inútiles que son en sí mismas la esencia de la actuación teatral. La caída radical de todo lo que tenía sentido deja al descubierto la inutilidad de aquel que, en medio del desastre, se entretiene a robarle a los muertos, o la del avaro que arroja a puñados sus riquezas. La peste, el teatro, Artaud, desencadenan el desorden que siempre permanece latente en la vida, balancean el flujo entre el cosmos y el caos heraclitiano, sanan enfermos ellos para enfermar nosotros sanos.

Artaud impresiona por su escritura, por su vida rota, como es la de todos una vez somos extirpados en el nacimiento de nuestra otra mitad. Impresiona por la dolencia que sufre para contar lo que nos sucede, cuando comparte su impoder para mostrarnos que la potencia de pensamiento es justamente aquello que puede no ser –porque si no, sería siempre acto-. Como el caprichoso Bartleby que nos muestra la potencialidad del no al trasladar todas las cuestiones al ámbito de la preferencia [3], lo que debería o no debería hacerse, Artaud también nos muestra la potencialidad misma del lenguaje, lo que no podemos pensar ni decir. El impoder es la detención en el vacío para dar espacio al surgimiento de algo, la pura receptividad que Aristóteles imaginaba como una tabula rasa, es la inspiración misma [4] que hace acto de presencia en la escena cruel de un teatro que Artaud inventa para destruir la civilización occidental. Un espacio revolucionario que es la posibilidad de la lengua, y del que se espera la aparición de la palabra sustraída.


Encantamiento revolucionario


Es el singular pensamiento de Artaud que, desde la periferia de la razón atravesada, dice cosas como: “Sólo a través de un desvío de la vida, a través de una detención impuesta al espíritu puede fijarse la vida en su fisonomía llamada real, pero la realidad no está por debajo”[*]. La detención entonces es no precipitarse hacia el proceso de conceptualización en su forma logocéntrica reductiva, es avanzar más allá de la palabra, ampliando la expresión del lenguaje a través de un uso sonoro-figurativo, poético. Siguiendo la crítica nietzscheana a la altanería del conocimiento humano, la sospecha hacia la verdad y la intrínseca debilidad de la razón humana, Artaud nos encanta con el uso de un lenguaje desacostumbrado, en busca de un pensamiento profundo que atraviese la escena. Las ideas claras son en el teatro como en todas partes, ideas acabadas y muertas. “Sí, éste es ahora el único uso para el que en adelante pueda servir el lenguaje, un medio de locura, de eliminación del pensamiento, de ruptura, el laberinto de las sinrazones, y no un DICCIONARIO donde esos pedantes de los alrededores del Sena canalizan empequeñecimientos espirituales"[*]. De todos estos empequeñecimientos cartesianos está hecho el mundo organizado de la civilización occidental, y la posibilidad del teatro de la crueldad, la verdadera revolución, implica su destrucción.

El teatro como delirio, nos afecta al igual que las vibraciones de la música afectan al sistema nervioso, desencadena posibilidades y libera las fuerzas que restituyen al espíritu todos los conflictos que lleva dentro, se convierte en un estallido de imágenes, previas a todo pensamiento, capaces de devolvernos la autonomía de un cuerpo sin órganos. En el Teatro y su Doble Artaud escribe: “Una verdadera pieza de teatro perturba el reposo de los sentidos, libera el inconsciente reprimido, incita a una especie de rebelión virtual (que por otra parte sólo ejerce todo su efecto permaneciendo virtual) e impone a la comunidad una actitud heroica y difícil.”.

La poesía de los sentidos, la que surge en el espacio abierto por la escena, ocupa nuestra receptividad y conforma imágenes que escapan al dominio del lenguaje hablado. Se trata de una poesía espacial que no pertenece estrictamente a las palabras, pero que puede desarrollarse plenamente en el plano intelectual. Imágenes poéticas que descargan fuerzas espirituales latentes sobre la sensibilidad del espectador con la misma crueldad con la que se desencadena la epidemia de la peste. Es un lenguaje metafísico que convierte de nuevo la lengua en signo, trabaja con sonoridades, luces, movimientos gestuales, gritos, que, a modo de jeroglíficos, nos devuelven la posibilidad de hacer la experiencia de pensar en un sentido pleno, autónomo. Artaud desarrolla el método de la tergiversación, como Leautréamont con las obras de historia natural, y ensaya un teatro que juega con la lengua como si quisiera acceder al tiempo de la infancia [5] para hacernos vivir la experiencia originaria de la diferencia. Un juego que transcurre en un espacio no limitado, en el que se está abierto justamente ante la posibilidad de significar. Un espacio que incluye la diferencia deleuziana, lo que se rememora, y un tiempo que incorpora la repetición, lo que se reconoce. Como en el espacio-tiempo del juego, hay una problematización y alguien que intenta resolverla, un espacio atravesado por la posibilidad de la lengua.

Si el teatro contemporáneo en occidente está en decadencia es porque ha renunciado a ser peligroso, olvidando el espíritu profundamente anárquico del lenguaje poético. Ha dejado de cuestionarse todas las relaciones entre forma y significado, ha renunciado al imprevisto. La queja que constantemente dirige Artaud al teatro, y a la entera civilización occidental, es justamente por el hecho de haberse encadenado al texto, a la palabra –al logos-, y haber relegado la puesta en escena –el mito- a algo secundario, de relleno. El teatro oriental en cambio: “... afecta al espíritu, y el poder con que las imágenes directas revelan la acción en algunas obras del teatro balinés, tienen su origen en tradiciones milenarias, que han preservado el secreto de usar los gestos, las entonaciones, la armonía, en relación con los sentidos y en todos los niveles posibles;“, nos permite reencontrar el significado religioso y místico que en occidente hemos reprimido, pervertido, despreciado.

El teatro de la crueldad es entonces el Doble de otra realidad peligrosa y arquetípica de la que nos hemos querido olvidar. Nos enfrenta también con el Doble que hemos reprimido, con Artaud que es el Doble de todos, y con la palabra hecha carne que se presenta con el mismo rigor y determinación que la peste. Artaud construye bombas cognitivas para acabar con la mayoría de las costumbres y pensamientos occidentales. Y lo hace con el teatro porque para él es el único medio que tenemos para afectar al organismo. La revolución virtual que emprende, no moviliza ejércitos ni se consigue con la adhesión al Partido Comunista Francés, más bien se centra en la potencialidad del impoder para crear situaciones escénicas –vitales- que afecten a la sensibilidad profunda e íntima del yo, provocando una epidemia que politiza la vida y se extiende tergiversando la lengua. Artaud considera que: “En este teatro toda creación nace de la escena, encuentra su expresión y hasta sus orígenes en ese secreto impulso psíquico del lenguaje anterior a la palabra.”. Como nos recuerda Derrida, para devolver la palabra sustraída hay que arrancarle el poder a la letra y al mundo de las letras, y eso es lo que pretende la revolución política artaudiana.

El espectáculo de la peste, y por consiguiente el teatro de la crueldad, nada tienen que ver con el entretenimiento. También en esto Artaud, como más tarde harán los situacionistas, se adelanta a su tiempo al subrayar que la función de la cultura occidental se está reduciendo a un puro pasatiempo, se limita a una inútil y artificial diversión. En lo referente al teatro, no se trata de imitar una vida simulada, tampoco basta con la parodia, hay que acabar con la representación que es en sí misma una falsificación, para dar paso a una ceremonia mística de la metafísica humana. Si el teatro tiene su propio lenguaje es imprescindible que vaya más allá del simple texto, debe hacer de la puesta en escena su condición de posibilidad.

El teatro auténtico, ante todo, debe superar la repetición, sacralizar el espacio para que lo real deje de ser concepto, representación, y se convierta en un campo de circulación de fuerzas. Esta metafísica humana destinada a despertar nuestros demonios en forma de pensamientos profundos, estados espirituales, vivencias místicas, pretende restaurar la integridad de la carne para devolverle a la vida su estatuto oscuro de fuerza. Para Artaud, no hay separación entre vida y pensamiento, no hay que entender el cuerpo como algo constituido por órganos, fragmentado y dividido en distintas partes especializadas. De la misma forma que el cuerpo no tiene sexo sino que es sexo, la carne es espíritu. En la Posición de la carne dirá: “Yo no separo mi pensamiento de mi vida. En cada una de las vibraciones de mi lengua vuelvo a hacer todos los caminos del pensamiento en mi carne.”.

El teatro de la crueldad se establece entonces como el escenario de una revolución anatómica donde el espectador, desposeído de sí mismo, convertido en un organismo disciplinado que ha perdido las intensidades de su cuerpo, rompe el hecizamiento que lo ha constituido como sujeto, y se reapropia de la carne y del lenguaje que le han sido sustraídos. Una metafísica capaz de reeducar un cuerpo troceado y un lenguaje automatizado que han perdido su fuerza de vida. Una aventura que afecta a la carne, y que se constituye como opción política y acto de resistencia. No se trata, como ha hecho el teatro hasta ahora, de resolver conflictos psicológicos o sociales, sino desocultar ciertas verdades secretas que sólo pueden ser reveladas mediante el encantamiento espiritual que se produce al someter el sistema nervioso al influjo vibratorio desencadenado por la puesta en escena. Se trata de resituar la palabra en el plano adecuado para que la puesta en escena produzca su magia. Lo que busca Artaud es devolverle al lenguaje de la palabra la antigua eficacia mística que una vez tuvo la fuerza de encantar a los hombres. Alejarse del engaño racionalista de nuestros discursos que someten toda experiencia a la falsificación del concepto, y acercarse a la sonoridad del mundo que vibra y hace vibrar los espíritus. La magia escénica nunca será producto del azar o de la superstición, sino de un buscado juego sensitivo entre figura y fondo que descargue violentas imágenes físicas con la finalidad de reconstituir desinteresadamente al organismo mutilado. Una especie de alquimia que mediante la manipulación de signos transforme la realidad cotidiana del hombre en su Doble.


La palabra y su Doble


En toda la obra de Artaud hay una carga intensiva producida por el juego entre la fuerza figurativa de las palabras y el fondo del texto en el que aparecen, siempre con el objetivo último de atravesar el cuerpo atrofiado del lector, rompiendo de ese modo con los acostumbrados usos gramaticales del lenguaje y afectando directamente a su sistema nervioso. Pero es en el teatro donde encontrará los elementos necesarios para modificar la situación de la palabra, equilibrándola, a menudo desdibujándola, en su relación con la puesta en escena. En el dolor de Artaud por reconocerse mutilado, impotente frente al vacío de no saber qué pensar, qué decir, en la constante actividad por recuperar algo perdido en origen, surge el Doble de una palabra viva, pronunciada en forma de glosolalia [6] y que nos hace rememorar nuestra misma desposesión de la lengua. Como si de un juego de espejos se tratara, se nos abre la posibilidad de lo que, por estar acostumbrados a un pensar claro y distinto, parecía no habitar en nuestra propia intimidad.

Porque la preocupación por recuperar aquello perdido se refleja en la vida y en la obra de Artaud, y es el dolor del cuerpo lo que nos hace pensar en la existencia de otro cuerpo del que hemos sido extirpados desde el nacimiento. El dolor se convierte en la conciencia de una fragilidad que es en sí una potencia de rebelión, orienta la carne a pensar, pese a estar condenados a la dificultad de hacerlo, en lo que nos ha sido sustraído. Para Artaud es Dios quien nos priva de nuestra naturaleza al nacer, quien se apodera de nuestra potencia innata extirpándonos de un Doble al que siempre queremos recuperar. Y es esta añoranza de lo que nunca llegamos a ser por sustracción divina lo que se convierte en el bien, en el valor y en la verdad que buscamos desde que morimos en el instante mismo de nuestro nacimiento. El grito lanzado por Artaud desde la crueldad del espacio escénico se proyecta como una sombra hacia la misma vida, su meta es encantarnos con sus vibraciones para que rehagamos nuestro cuerpo a fuerza de morir para renacer inmortales. Es sobre todo un discurso revolucionario que, sin separarse de la fuerza de la vida, brota desde la fragilidad de un cuerpo dolorido para servirnos de ejemplo, para desenmascarar todas las artimañas de un Dios-poder especializado en estructurar el cuerpo individual y social, mutilado y amordazado con la palabra muerta de una tradición que sustrae la intensidad metafísica del hombre. Es también la denuncia de una lengua que se ha convertido en un espacio cerrado, protegido y fuera de peligro, donde las palabras civilizadas han olvidado a su Doble, anestesiando el cuerpo organizado para que ya no sienta el dolor de estar vivo.

La estructura del robo, de la pérdida, permite entender el tipo de relación que Artaud mantiene con su obra, e indirectamente cómo resuelve la difícil tarea de no hacer parte de una tradición de letra muerta. De la misma manera que Dios es el responsable de privarnos de nuestra propia naturaleza, es también considerado el Demiurgo que retiene lo que separa de nosotros. Artaud hace lo mismo con la obra producida, considerándola por un lado como su excremento, pero reteniéndola a la vez para guardársela en su cuerpo, confundiéndose con ella para no echarla a perder bajo la forma de escritura.

Para Artaud es inconcebible una obra que no se confunda con la vida. Ya en el prólogo del Teatro y su Doble empieza manifestando su preocupación por la desconexión entre cultura y vida dentro de la tradición occidental, atribuyéndole a este hecho la responsabilidad del hundimiento generalizado de la vida. Artaud protesta contra una cultura que ha sido reducida a una especie de panteón, dogmatizada como si se tratara de una religión, y que ha perdido toda su energía. Es por este motivo que su destrucción sólo puede significar una renovación del impulso de vida que permita a nuestro sistema nervioso volver a movilizar sus energías para empezar de nuevo. Sólo de este modo podemos volver a ser actores y olvidarnos de una cultura que nos ha relegado al papel de espectador pasivo, limitado a la repetición. Todo esto ha provocado la confusión característica de nuestro tiempo, y en la base de este desorden está la ruptura entre las palabras y las cosas. De ahí que Artaud se pregunte por la utilidad de nuestros sistemas de pensamiento, ya que, o bien realmente estamos impregnados de ellos pero no son capaces de hacernos vivir, con lo que no importaría entonces desprendernos de toda cultura –tradición en forma de libros-, o por el contrario, no nos impregnan y por lo tanto no son capaces de hacernos vivir, por lo que tampoco importaría su desaparición.

Teniendo en cuenta este malestar en la cultura occidental, esta disfunción entre lenguaje y mundo, Artaud insiste en la necesidad de una cultura en acción, casi convertida en la expresión de un cuerpo en movimiento, con lo que su concepción de la civilización podría pensarse incluso como una naturalización de la cultura, un esfuerzo de poner en acto la energía que llevamos dentro como seres portadores de vida. Para Aratud, “Si nuestra vida carece de azufre, es decir, de una magia constante, es porque preferimos contemplar nuestros propios actos y perdernos en consideraciones acerca de las formas imaginadas de esos actos, y no que ellos nos impulsen.”.

Artaud encuentra en el teatro los elementos esenciales para devolverle el protagonismo a la carne puesta en acción, para que la palabra escrita y convertida en fetiche cultural deje paso a la presencia del cuerpo, a la onomatopeya, a la entonación, y de ese modo la puesta en escena pueda ser ocupada por una carga intensiva, sonora, onírica que desfigure la letra, el texto, y todo lo que la civilización ha levantado a base de conceptualizaciones que no han aportado más que confusión. En la escena cruel, Artaud le habla no sólo al espíritu sino también a los sentidos, y lo hace volviendo al origen del lenguaje, volviendo a la cadencia de la respiración, a su tempo, al desplazamiento sonoro convertido en significante, al acto como manifestación natural de cultura. Es en el espacio ocupado por las repeticiones rítmicas de sílabas, por las modulaciones de la voz, por la luz y los gestos con reminiscencias ancestrales, cómo se pueden precipitar un mayor número de imágenes en el cerebro del espectador, y producir un estado próximo a la alucinación que altere su organismo. Esa es la función del actor-curandero, un verdadero atleta afectivo que utiliza sus emociones para influir en el Doble del espectador haciéndolo vibrar con el Doble de las palabras, y siempre en consonancia a su estado de ánimo.

Hay en la esencia del teatro propuesto por Artaud, en el modo creativo de usar el lenguaje, en el tiempo pleno que se abre al ocupar el vacío de la escena, un impulso revolucionario que parece seguir la brecha abierta por Leautréamont, superar los ideales de subversión surrealistas, y prepara el camino hacia los movimientos de vanguardia que vieron en la creación de situaciones la única posibilidad auténtica de agujerear una realidad obstinada en totalizar la experiencia del hombre moderno. En este sentido podría considerarse el Teatro y su Doble un perfecto manual de instrucciones para la mayoría de las tergiversaciones y situaciones que se llevaron a cabo en los movimientos que revolucionaron el orden social y cultural a partir del Mayo del 68. Y como toda verdadera analítica revolucionaria, las enseñanzas del teatro de la crueldad también han sido convertidas por las estructuras del tardo-capitalismo en una de las más eficientes armas a manos de la propaganda reaccionaria.


Vómito surrealista

La ruptura entre Artaud y el movimiento surrealista [7], justamente por la estrecha relación que mantuvieron, muestra algunas diferencias significativas a la hora de considerar ideas clave como revolución, magia, u obra de arte. El escandaloso desacuerdo, como no podía ser de otra manera considerando las partes, se hace público mediante una serie de contundentes escritos en los que, a pesar de su dureza, Artaud, desde una posición más contenida que la de los surrealistas, acabará reconociendo la importancia que este movimiento tuvo para la literatura.

Lo esencial en esta discusión gira entorno al concepto de revolución, y muestra claramente el modo en que Artaud entiende la realidad y la forma auténticamente revolucionaria de actuar sobre ella. El desencadenante parece ser la determinación de Aragón, Breton, Eluard, Peret y Unik a adscribirse al Partido Comunista Francés, y será este claudicar ante la realidad que se impone, este posibilismo pragmático que se conforma a través de un gesto político y sobre todo colectivo, lo que Artaud considerará como el auténtico fracaso del movimiento surrealista.

La postura metafísica de Artaud le hace afirmar que todo acto que no surja desde una metamorfosis de las condiciones interiores del alma es incapaz de cambiar nada. Artaud se pregunta: “¿qué me hace a mí toda la Revolución del mundo si voy a permanecer eternamente doloroso y miserable en el seno de mi propio osario?”; de qué sirve “ver cambiar la armadura social del mundo o ver pasar el poder de manos de la burguesía a las del proletariado”. Breton y los suyos buscan en el campo de los hechos, en el materialismo histórico, lo que sólo puede desarrollarse en el marco íntimo del cerebro, lo que Artaud denomina “la materia del espíritu”. El vómito se produce en el momento en que los surrealista, dando prioridad a la realidad inmediata, aprovechándose de ella, deciden adherirse al Partido Comunista, provocando un choque entre una concepción físico-material de la historia y una metafísica artaudiana –entendida como física primera- que considera que toda materia comienza por una perturbación espiritual.

“Qué broma o bajeza de alma” exclama Artaud, y es en este estado de clarividencia que descubre el engaño surrealista, el tipo de magia que han estado utilizando esos charlatanes revolucionarios que nada revolucionan. Porque hacer aflorar a la superficie todo el material onírico, imaginario, fantástico del inconsciente que el alma tiene por costumbre mantener oculto, para Artaud es un engaño, una impostura, una forma de vivir y quedarse en la apariencia del mundo. Artaud es un buceador incansable que nunca se conforma con la superficie fantasmal de la realidad. De hecho, permanecer en esa misma superficialidad de la materia, es quedarse en el entramado de convenciones que vacían de intensidad a la vida, es también el Doble de toda vida desposeída de sí. No podemos limitarnos, como harán los surrealistas, a hacer malabarismos permaneciendo en la irrealidad. La rebelión se desencadena desde la intimidad del yo más profundo, rompe la realidad, y consigue hacer hablar a la materia.

Ahora puede entenderse mejor que Artaud anteponga por encima de toda necesidad real las exigencias de su propia realidad. Para los surrealistas la adhesión al comunismo era una exigencia lógica de la realidad, para Artaud: “No existe disciplina a la que me sienta obligado a someterme, por riguroso que sea el razonamiento que me conduzca a adherir a ella.”. La magia que Artaud detesta es aquella que acaba produciendo la realidad de las instituciones que oprimen la fuerza de la vida: la patria, la familia, la sociedad, la ley.

Para Artaud, el dolor vital que alimenta el acto de escribir, su auténtica energía, al convertirse en obra de arte terminada, al ser expuesta y arrancada de su creador, pierde su fuerza. Se neutraliza al petrificar un pensamiento vivo en materia muerta. El surrealismo, acabó también traicionando este principio vital artaudiano cuando hizo de su producción mercancía de intercambio, carnaza de museos y exposiciones [8].


El paso del tiempo parece haberle dado la razón a Artaud.


En lo político, los abusos ideológicos que el comunismo acabó por infringir a la vida, pronto se manifestaron en forma de pesadilla totalitaria, hundiendo al individuo en la miseria de una realidad fantasmagórica. En lo artístico, el surrealismo no tardó en transformar sus obras en cadáveres exquisitos y preparados para ser convertidos en mercancías de intercambio para un mercado que nada tiene que ver con la emancipación del hombre y sus aspiraciones de cambios revolucionarios.

Puede que los gritos de Artaud sigan todavía molestándonos, que su crueldad teatral nos inquiete y que sus textos no los comprendamos.

Pero, ¿nos queda alguna otra posibilidad?



[1] Hay que considerar el Doble de la vida como un desvío del simulacro que representa la vida cotidiana, como la auténtica fuerza vital que se manifiesta en forma de energía.


[2] Contagio por simpatía entre el actor curandero y el espectador encantado; se produce un acto espontáneo que hace pensar.


[3] Recogemos la idea que Giorgio Agamben desarrolla a partir de la célebre frase del personaje de Melville: “ I would prefer not to” en el ensayo Bartleby o la contingencia.


[4] En La palabra soplada. Jaques Derrida


[*] Fragmentos del texto de Artaud, A la mesa, incluido en la revista La Révolution Surréaliste, abril 1925.


[5] Hacemos referencia al concepto de infancia que desarrolla Giogio Agamben en Infancia e historia.


[6] Subrayamos el origen psiquiátrico de este término al que se le atribuye un desorden en la construcción fonética de las palabras.


[7] Tanto los surrealistas en el texto A plena luz como Artaud en el Bluff surrealista utilizan la expresión vomitar para manifestar esta escatológica ruptura.


[8] En 1947 A. Breton invita a Artaud a participar en la Exposición Internacional Surrealista. Para Artaud : “expuesto, el objeto es castrado”.

viernes, septiembre 05, 2008

La rebelión como situación

Las jornadas del niño escapan al tiempo de los adultos,

constituyen un tiempo hinchado por la subjetividad,

por la pasión, por el sueño habitado de lo real.

Fuera, los educadores envejecen, esperan, reloj en mano,

que el niño entre en la ronda de las horas. ‘Tienen’ el tiempo.

Y, al principio, el niño experimenta como una intrusión extraña

la imposición por los adultos de su tiempo;

después acaba por sucumbir a ello, y consiente en envejecer.

Ignorando todo acerca de los métodos de condicionamiento,

se deja coger en la trampa, como un animal joven.

Cuando, poseedor de las armas de la crítica, quiera dirigirlas contra el tiempo,

los años le habrán llevado lejos de su diana.

Llevará la infancia en el corazón como una herida abierta.

Raoul Vaneigem

Mayo del 68: estructura y acontecimiento

Cuerpos organizados cogidos de las manos y jugando en el tiempo cairológico de la rebelión. Danzando en calles convertidas en playas y barricadas los manifestantes escriben consignas en los muros que rápidamente se propagan por todo París, y más tarde al resto del mundo, creando situaciones que sobrepasan al poder y al ciudadano. Bajar a la calle y estar juntos sin ningún orden establecido, sin ninguna intención productiva, ofrece la posibilidad de autoorganizarse en un proceso de deriva que acaba por cuestionar la cotidianidad y el mismo sentido de la existencia. Porque quien ocupa los espacios públicos en el Mayo francés es una sociedad civil que habita en una democracia de mercado aparentemente exitosa pero profundamente insatisfecha, incapaz de encontrarle sentido a la vida, y desorientada por las fantasmagorías producidas por un neo-capitalismo que sigue manifestando todas sus grandes contradicciones. Serán los estudiantes junto con los obreros; anarquistas, maoístas, trotskistas, los que avanzarán hacia un desconocido futuro que deberá forzosamente verse afectado por la acción de detener los mecanismos del poder justamente en aquel mayo. Los días se precipitan y los acontecimientos en cadena hacen que el tiempo establecido se desorganice, abriendo la posibilidad de crear un tiempo nuevo, una nueva experiencia de la duración que cada persona aprovecha para reapropiarse de su vida. El sentimiento generalizado de la gente es el de ”… pertenecer a una comunidad creada muy rápidamente pero atravesada por lazos muy intensos que, paradójicamente, parecen venir de antiguo, inserción de un ‘nosotros’ formado por muchos desconocidos y sin embargo muy cercanos, muy cómplices, creación de nuevas relaciones sociales, nuevos amigos.”[1]. Sienten que están desafiando el poder establecido y que han lanzado un proceso de reacciones imparable e impredecible.

Eran tiempos de una intensa actividad intelectual, caracterizados por el debate estructuralista, movimientos críticos y laboratorios de acciones e ideas como Socialismo o Barbarie o la Internacional Situacionista, y a la vez, tiempos de una apatía política producida por una economía creciente donde las fuerzas de oposición al gaullismo eran casi inexistentes. En este ambiente surge la revuelta que, en palabras de Alain Badiou, desplaza la intervención política a otros lugares, al arte, a la vida, con distintos métodos, con el fin de configurar un acontecimiento capaz de intervenir en la estructura para cambiarla[2]. Las asambleas, los comités, los sindicatos, la esfera social cuestiona la autoridad, la razón impuesta desde el lugar que habita el poder jerarquizado. Ahora la legitimidad deberá ganarse mediante la acción y el discurso que sepan iluminar nuevos significados. Ahí están las acciones ejemplares, la toma de palabra, la importancia de la espontaneidad, la tergiversación. Ya no se trata del lugar desde donde se habla, sino del habla misma, de la capacidad poiética del mismo lenguaje. La distinción que hace Benveniste en lingüística entre lengua y habla es esencial, a mi modo de ver, para entender lo que sucede en un acto de rebelión/revolución, y cómo emergen desde la misma estructura acontecimientos que provocan cambios en el sistema social. Inmersos en una lengua cosificada por la deriva del proceso histórico, participamos en el habla de un tiempo del juego capaz de articular un sentido que inicialmente parecía sernos esquivo y que, al menos en parte, desconocemos. Lo que acontece en toda revuelta es algo que supera a los mismos participantes y protagonistas, y que tiene que ver con el tiempo de la infancia y la capacidad colectiva de significar nuevas palabras mediante el fenómeno lingüístico del habla. Una comunicación del presente, hecha de material lingüístico pasado, pero capaz de crear una futura lengua.

Detengámonos en esta experiencia de la revuelta parisina[3], y en esa nueva forma de hablar que empezó a significar otras cosas, y pensemos primero si todavía es posible algo parecido en nuestras vidas, para pensar más tarde qué puede sernos de utilidad ahora para poder engendrar un nuevo mundo. Pero sabemos también que toda lengua puede corromperse, enfermar del mismo modo que enferman sus hablantes y convertirse en una losa alienante que sólo admita los estímulos y las respuestas cosificadas en la repetición. Sabemos que los eslóganes situacionistas pintados para provocar acontecimientos también han sido válidos, como diría Walter Benjamin, para usos fascistas. La publicidad, como toda forma de poder, no crea nada nuevo sino que sólo repite lo que ya conoce, es conservadora por naturaleza, e incluso en campañas recientes ha seguido utilizando las mismas palabras que una vez tuvieron la fuerza de incendiar una ciudad.

Entonces, ¿sigue siendo posible el acontecimiento de la rebelión?

¿Sigue siendo posible que las estructuras bajen a la calle, como sugería Lacan, y pongan de manifiesto sus grietas – a pesar de volver a consolidarse como estructura-? Y dicho de otra manera, ¿hay posibilidad de colapso en las actuales condiciones que el capitalismo tardío impone?[4]

Se me ocurre que mientras exista la posibilidad del habla, de crear situaciones lingüísticas de deriva, existirá la posibilidad de colapso de toda lengua, y su consecuente explosión de nuevos significados. Y eso es como decir que, mientras exista el fenómeno del habla siempre habrá un lugar para rebelarse. Quizá sea el lugar infantil de la herida abierta a la que se refiere Vaneiguem en la cita.

En lo que sigue, se intentará analizar la revolución cultural del Mayo del 68 con el fin de recuperar las herramientas de análisis y de acción propuestas desde los movimientos críticos que sirvieron de base para replantearse el fenómeno político y, en la medida de lo posible, reinventarlo. En este estudio se buscará a la vez una raíz lingüística al fenómeno político para comprender el acto del habla como acto artístico-político (si cabe distinción dentro del situacionismo).

Consideramos que el acontecimiento del Mayo del 68 está relacionado con los movimientos revolucionarios surgidos posteriormente en Italia, EEUU, Irán, Polonia, y que fueron sucediéndose durante un período de veinte años, y en definitiva, entendemos que este acto de rebelión constituye el mundo que hemos heredado y concretamente el código lingüístico que todavía utilizamos para entender y hacer política.

Sujeto, política y lenguaje

En la crítica situacionista, la revolución artística y la revolución política son esencialmente la misma cosa. El espíritu del dadaísmo y del surrealismo determinaron muchos movimientos revolucionarios que vieron la necesidad de superar las vanguardias mediante una simbiosis entre la acción artística y la acción política. El desplazamiento de lo político más allá del aparato estatal y los intereses de los partidos y sindicatos, sitúa la vida y su estilo de ser vivida, la vida cotidiana, al centro del discurso y la acción política. La vida, responsabilidad de cada uno, es una obra de arte que va tomando forma en los discursos y las acciones que se realizan dentro de una comunidad social, entendida ésta como una comunidad de consensos, de estructuras. La creación de situaciones es la acción político-artística que proponen los situacionistas para cuestionar en primer lugar la vida cotidiana, y a continuación reinventarla mediante un cambio sociocultural. “Pensamos que hay que cambiar el mundo” empieza diciendo Guy Debord en un documento fundacional del situacionismo[5], y lo dice porque en su análisis crítico de la sociedad neo-capitalista advierte que la vida cotidiana está siendo reducida a la categoría de tiempo libre; el tiempo que nos queda una vez concluida la jornada productiva, y que acaba definiéndose por nuestros patrones de consumo en el tiempo de ocio que también produce y organiza el mercado. Este cambio sociocultural que debe realizarse mediante la construcción de nuevos ambientes capaces de generar nuevos comportamientos, se desarrolla a partir de la crítica al marxismo, superando ideas clásicas como la de proletariado o lucha de clases. La crítica situacionista, que pretende ser teórica y práctica, se centrará en la reapropiación del tiempo cotidiano, y denunciará en su análisis la sutil perversidad del nuevo capitalismo que, invirtiendo el mecanismo de represión[6], da rienda suelta a la satisfacción del individuo, alienándolo ahora a través de su continua capacidad de persuasión para acabar de anestesiar su sistema perceptivo, dejándolo en un estado de shock permanente, como ya señalaba Benjamin, imposibilitando la tarea de hacer experiencia, significar el tiempo de vida conformado por las verdaderas necesidades humanas. Son los productos los que crean las necesidades, convertidas en fragmentaciones y falsificaciones de las auténticas necesidades humanas. Lo que mantiene distanciado al espectador de lo real -y lo imaginario-, es la violencia que ejerce el propio sistema capitalista para impedir al hombre que se apropie de su tiempo de vida, de su deseo, bombardeando su estructura –lo simbólico- con una infinidad de productos falseadores de necesidades que pretenden suplir con la cantidad la inevitable frustración que siente lo humano al ser reducido a consumidor. La confortabilidad, que siempre se manifiesta en la repetición[7], simbolizada por la adaptación del sofá al cuerpo del que mira la televisión, es paradójicamente la revelación de que es el sujeto quien debe amoldarse a las exigencias y a las necesidades que produce el mercado[8]. Somos habitados por el poder. Los situacionistas buscarán analogías entre la casa moderna y el refugio nuclear confundiéndolos en la idea de tumba familiar, justamente para denunciar que la sociedad del espectáculo está reduciéndonos a todos en muertos vivientes. Vaneiguem escribirá: ”Sobrevivir nos ha venido impidiendo vivir. De ahí que haya que esperar mucho de la imposibilidad de supervivencia, la cual se anuncia ya con una evidencia que crece a medida que las comodidades y la sobreabundancia en el marco de la supervivencia empujan al suicidio o a la revolución”.

El proyecto revolucionario deberá hacer una crítica de la vida cotidiana y difundir una idea distinta de felicidad, debido esencialmente a que tanto la izquierda como la derecha política promueven una misma idea de buena vida. Desde Socialismo o Barbarie ya se había subrayado que tanto los regímenes del Este como del Oeste podían definirse ambos como sociedades de capitalismo burocrático –estatal o privado-, que situaban el trabajo, concretamente el tiempo productivo, como la base estructurante de la vida cotidiana. Es la estructura capitalista la que organiza la vida de los hombres desde el exterior y en contra de sus tendencias e intereses. Lo revolucionario consistirá entonces en presentar la posibilidad de un cambio personal profundo. Para Cornelius Castoriadis, lo que realmente pone en crisis al capitalismo es la autonomía, la lucha de los hombres por el dominio de su propia vida.

Si caracterizamos, como ha hecho Michel de Certeau, el acontecimiento del Mayo francés como la toma de la palabra de una sociedad civil que supo cuestionarse el discurso dominante para atreverse a hablar, para suspender el tiempo establecido y profanar de ese modo la lengua sagrada del poder, podemos pensar la lucha por la autonomía, la rebelión/revolución, como un fenómeno que se da en el orden de lo lingüístico. Desde el estructuralismo de Claude Lévi-Strauss sabemos que la lingüística, considerada dentro de las ciencias sociales, ofrece un modelo de análisis sistémico que puede utilizarse para entender fenómenos sociales. Más aún, desde la aparición dentro de la lingüística de la fonología, antropólogos y sociólogos al estudiar los problemas de parentesco han encontrado semejanzas formales entre estas disciplinas. La clave de la perspectiva lingüística aplicada a las ciencias sociales es centrarse en el estudio de las relaciones entre los elementos significativos de un sistema. Por otro lado, la comprensión del lenguaje dentro de las ciencias biológicas puede darnos algunas indicaciones sobre cómo entender fenómenos de ruptura, o crisis como considera Daniel Blanchard, de las estructuras sociales e individuales, y ofrecernos claves para interpretar lo que sucedió en el Mayo del 68, y lo que sucede también en el fenómeno lingüístico humano.

Aclarar primero que esta interpretación sociolingüística del fenómeno de la revuelta no implica tener una visión positivista ni de la lingüística ni de la sociología, no pretende dar una explicación o predicción determinista de lo que ocurre en los procesos ontogénicos y epigénicos de la deriva histórica humana. Si entendemos el fenómeno del lenguaje humano desde lo biológico, podemos considerar la facultad del habla esencialmente como una potencialidad para apropiarse de la lengua, una capacidad que permanece crónicamente en potencia, latente, y que se actualiza en el momento de articular un código sígnico determinado. A diferencia de otros lenguajes en la naturaleza, por ejemplo la famosa danza de las abejas donde se presupone un código determinado del que no puede haber variaciones, el lenguaje humano consiste justamente en la potencialidad de trabajar lingüísticamente sobre cualquier código sígnico –incluso en la ausencia de código sígnico-[9]. Benveniste dirá: “… antes de la enunciación, la lengua no es más que la posibilidad de la lengua.”. Esta potencialidad aún inarticulada, esta recursividad biológica que se manifiesta en la facultad de actualizar lo que en origen es potencia, permite al lenguaje humano permanecer abierto, expuesto a ciclos de repetición y crisis, a variaciones e imprevistos.

Considerando que el hombre se constituye como sujeto en el lenguaje y a través del lenguaje, el proceso de individuación necesariamente se produce dentro de una comunidad social, presupone una lengua, un ser social preindividual, y consiste en pasar de una experiencia muda –una pura lengua prebabélica- a la apropiación de la lengua en la que se halla inmerso. En una danza estructural entre individuo y medio –sociedad, naturaleza-, como explica el biólogo Humberto Maturana “... todo cambio estructural en un organismo (su sistema nervioso incluido), al resultar en un cambio en su dinámica de estados, puede aparecer en el medio como un cambio conductual. Y también, al revés, que todo cambio conductual que aparece en las interacciones de un organismo en el medio, revela un cambio estructural en el.”. Para Maturana, todo ser vivo es una estructura autopoiética clausurada, entrelazada emocionalmente a los demás y a su entorno, y cualquier cambio estructural que se produce dentro de su organismo es debido a las posibilidades emergentes de su determinación en relación con el medio.

También la construcción del sujeto, aunque inestable y contingente, va haciéndose historia desde una infancia[10] afásica a un adulto competente en el coordinarse mediante el lenguaje para consensuar comportamientos y discursos. El lenguaje nos permite salir de la pura estructura material biológica para fundar el ámbito de la estructura conceptual y construir un mundo de descripciones en el que el ser humano debe conservar su organización y adaptarse. La muerte desde esta perspectiva es perder la organización. Pero mantenerse en vida, bajo esta visión estructuralista que contempla un proceso de coderiva entre organismos y medio, significa mantener la coherencia estructural internamente y con el entorno, y en el caso del animal con lenguaje, la necesidad de participar del discurso que se genera en el espacio que le permite hacer experiencia, la polis, y actuar como animal político para seguir siendo humano.

Juego, situación y revolución

Volviendo a la diferencia que hacía Benveniste entre lengua y habla, la semiótica, aquello que se reconoce, y la semántica, aquello que se comprende, el juego se da cuando regresamos a ese tiempo de infancia, el momento de la pura distancia entre lengua y habla, accediendo a la experiencia originaria de la diferencia, lo indecible, para articular actos lingüísticos, lenguajear como lo denomina Maturana, y crear nuevos consensos en forma de acontecimientos que, rompiendo el mundo cerrado del signo, acabarán por producir historia. El niño convierte en juguete los objetos que encuentra manipulando y transformando los antiguos significados en significantes. El juego es una máquina que transforma lo sincrónico en diacrónico, que pasa de una estructura cronológica a un acontecimiento cairológico. Si, como dice Lévi-Strauss, el rito fija las etapas del calendario y preserva la continuidad de lo vivido, el juego en cambio altera la estructuración del tiempo y se convierte en una inversión de lo sagrado, a la vez que produce el tiempo humano y hace historia. Giorgio Agamben dirá en Infancia e Historia: “Al jugar, el hombre se desprende del tiempo sagrado y lo ‘olvida’ en el tiempo humano.”.

Toda cultura es una determinada experiencia del tiempo y no es posible una nueva cultura sin una modificación de esa experiencia. También Debord es consciente de esto y sabe que las situaciones, para provocar un verdadero cambio en los comportamientos sociales, deben introducir a los participantes en el tiempo del juego. Las investigaciones psicogeográficas, el método de la tergiversación, la misma conversación entendida por Debord como deriva verbal y experimentación lúdica, adquieren esta función de convertir la estructura en acontecimiento. El juego en la práctica situacionista persigue la revolución de las costumbres para amplificar las partes no mediocres de la vida cotidiana, agujerear la sociedad del espectáculo mediante el desvío simbólico del mismo material que produce, y saltar hacia un tiempo diacrónico y lúdico para crear algo nuevo desde la vieja estructura. Producir una dialéctica histórica en forma de revolución. Es lo que sucede también en el momento dadaísta del lenguaje. El habla nos empuja a asumir el riesgo de encontrar un estilo, una voz, una forma que conforma nuestro tiempo de vida y el tiempo compartido y que escapa a la repetición. Cuando no se corre este riesgo, cuando el habla se reduce a una conducta repetida de estímulos y respuestas, cuando ingresamos en el tiempo del adulto que ha olvidado el camino hacia la infancia, nos abandonamos al confort de la sobrevivencia y perdemos nuestra autonomía.

El tiempo revolucionario es un tiempo del juego en el que extraemos de la materialidad histórica elementos que, en su nueva relación dialéctica, iluminan una constelación de significados capaces de hacer saltar el continuum de la historia. Es el tiempo-ahora al que se refiere Benjamin, un tiempo pleno, presente, donde el pasado permanece abierto y el futuro se proyecta en la realización de la historia. Es el tiempo mesiánico que Benjamin rescata del judaísmo e introduce en su mirada dialéctica, en el que el estado de emergencia es la regla y en el que cada segundo es la puerta por donde puede entrar el Mesías. Un tiempo cairológico, oportuno, en el que el hombre puede crear su espacio de libertad haciendo historia. También cuando experimentamos en el habla, cuando nos atrevemos a hacer experiencia del ser arrojados en el lenguaje, cuando manipulamos la materialidad histórica de la lengua, las palabras, y articulamos discursos, consensos de acciones y comportamientos, estamos revolucionando nuestras vidas y haciendo política. Es la infancia, puro lenguaje autorreferencial donde la percepción se convierte en acto, mimesis, el lugar al que hay que volver de adulto para recuperar la conciencia revolucionaria.

Publicidad y tergiversación

El método de la tergiversación no es una invención situacionista, como nos advierten Debord y Wolman en el texto en el que analizan esta técnica cognitiva[11], sino que es una práctica generalizada y muy difundida por la propaganda de la clase dirigente y especialmente por la publicidad. Pero, de la misma manera que Benjamin examina el potencial revolucionario de la fotografía y el cine a pesar de haber sido utilizados por los totalitarismos, Debord entenderá que la conciencia revolucionaria debe sistematizar y poner en práctica el método de la tergiversación para agrietar las estructuras de un capitalismo que está cambiando de rostro por la emergencia de fuerzas productivas que precisan otras relaciones de producción. También en este sentido la crítica situacionista, anticipándose a su tiempo, analiza el origen del sistema productivo posfordista y la creación de nuevas relaciones económicas donde la actividad cognitiva, tanto en la producción como en el ocio, se convierte en la nueva mercancía. Esta capacidad de ir más allá de su tiempo, la resonancia que tuvieron todas estas experiencias puestas en práctica durante el Mayo francés, las mismas consecuencias socioculturales que se establecieron a partir de aquellos acontecimientos, son razones suficientes para seguir considerando útiles gran parte de las reflexiones y acciones críticas situacionistas.

Concretamente, como técnica cognitiva, el método de la tergiversación está relacionado con los fenómenos lingüísticos a los que hemos hecho referencia, y especialmente a lo que hemos denominado infancia y tiempo del juego. Es la base de lo que debe suceder en la construcción de ambientes para crear situaciones capaces de modificar los comportamientos establecidos. Se alimenta del concepto de desvío, que el mismo Debord considerará central ya en la obra de Lautréamont[12], para trasladarse a un discurso que llama metagráfico, y que se basa en combinar objetos –símbolos vacíos o llenos de significado- desviados justamente por el nuevo contexto que crea la relación que se establece entre ellos. Insisten en que es una técnica que no debe conformarse en una pura explicación racional, sino que será más efectiva cuanto más emocional sea la experiencia. Todo esto tiene mucho que ver con lo que ocurre cuando, en el fenómeno del lenguaje, accedemos al tiempo (re)creativo de la infancia para hacer experiencia de la diferencia, y convertimos antiguos significados en significantes, apropiándonos de la lengua. En el texto Métodos de tergiversación leemos: ”Gestos y palabras pueden adquirir otros significados, y así ha sido a través de la historia por varias razones prácticas. Las sociedades secretas de la antigua China hacían uso de señales de reconocimiento muy sutiles al llevar a cabo la mayor parte de las conductas sociales (la manera de asir las tazas; de beber; trozos de poemas interrumpidos en momentos convenidos). La necesidad de un lenguaje secreto de claves, es inseparable de una tendencia al juego. En última instancia, cualquier signo o palabra es susceptible de ser convertido en algo más, incluso en su opuesto.”. Si consideramos como Maturana que todo comportamiento inteligente se manifiesta como conducta social, y ésta a su vez es un fluir consensual de emociones y estados de ánimo que determinan distintos dominios de coherencias operacionales en las que se da nuestro lenguajear[13], la técnica de la tergiversación es una efectiva operación cognitiva para desencadenar, en el orden de lo individual y de lo colectivo, un verdadero cambio de estado.

En la figura de la izquierda, una tergiversación claramente situacionista, vemos cómo la combinación de unos elementos intrínsecamente significantes producen en su nueva relación un sentido metagráfico. En este ejemplo se puede apreciar cómo toda tergiversación –y todo acto lingüístico- necesita contar previamente con el público, necesita un consenso que presuponga un contexto. A partir de esta base comunicativa, mediante el desvío que se produce al juntar tres figuras connotadas, aparece, como si de una iluminación benjaminiana se tratara, una constelación de nuevos significados. El nuevo contexto opera en un metalenguaje que es en sí mismo una situación capaz de convertir viejos significados en nuevos significantes. Debord y la mayoría de los situacionistas llevaron a cabo estos experimentos lingüísticos en sus textos, en sus películas, en las situaciones construidas, con el fin de devolver la autonomía a una sociedad a la que se le estaba robado la palabra.

Ahora, el sistema productivo posfordista, aprovechando todo el arsenal tecnológico que tiene a su alcance, mediante la publicidad, el cine, el ocio en forma de videojuegos que ha invadido todos los hogares, aplica sistemáticamente todas estas herramientas para apoderarse con más eficacia de la esfera cognitiva. Se aprendió mucho de todas estas experiencias revolucionarias, y la producción de situaciones es cada vez más perversa. Se construyen estructuras virtuales cada vez más rígidas para controlar la experiencia creativa del lenguaje. Pero, ¿existirán límites sociobiológicos para frenar esta contra-utopía político-lingüística?


Escuchando paredes

A continuación recopilamos algunas de las frases célebres escritas durante el Mayo francés en los muros parisinos, ordenándolas con la intención de provocar una relación dialéctica entre este material histórico-lingüístico y las reflexiones que acabamos de hacer.

-“Las paredes tienen orejas. Vuestras orejas tienen paredes”
Ciencias Políticas

-“No es una revolución, majestad, es una mutación”
Nanterre

-“Prohibido prohibir. La libertad comienza por una prohibición.”
Sorbona

-“Todo es dadá.”
Odeón

-“ Lo sagrado: ahí está el enemigo.”
Nanterre

-“No queremos un mundo donde la garantía de no morir de hambre se compensa por la garantía de morir de aburrimiento.”
Odeón

-“Sean realistas: pidan lo imposible”
Censier

-“La acción no debe ser una reacción sino una creación”
Censier

-“La mercancía es el opio de los pueblos”
Barrio Latino

-“No trabajéis nunca”
Barrio Latino


Bibliografía:

- Los situacionistas. Historia crítica de la última vanguardia del siglo XX. Mario Perniola.

- Crisis de Palabras. Notas a partir de Cornelius Castoriadis y Guy Debord. Daniel Blanchard.

- Cuando el verbo de hace carne. Lenguaje y naturaleza humana. Paolo Virno.

- Infancia e Historia. Giorgio Agamben.

- Desde la biología a la psicología. Humberto Maturana.

- Mayo del 68. El comienzo de una época. Revista Archipiélago 80-81.



[1] Descripción que hace Tomás Ibañez en Cronología (subjetiva) de Mayo del 68, artículo publicado en la revista Archipiélago dedicada al Mayo francés.

[2]Se entiende que Mayo del 68 fue un movimiento de rebelión que no pretendía acceder al poder sino “sólo” cuestionarlo.

[3] Hay que recordar que Sarkozy ha convertido en mensaje electoral la necesidad de combatir la herencia del Mayo del 68.

[4] Retomamos algunas ideas del artículo de Slavov Zizek publicado el 20 de junio de 2008 en In These Times, The Ambiguous Legacy of ’68. Forty years ago, what was revolutionized — the world or capitalism?, donde se plantea la cuestión de si el legado del Mayo francés no ha sido esencialmente vampirizado y consecuentemente desactivado por el capitalismo posfordista.

[5] Informe sobre la construcción de situaciones y sobre las condiciones de la organización y la acción de la tendencia situacionista internacional. Guy Debord, 1957.

[6] Es Herbert Marcuse quien analiza esta inversión de la represión caracterizándola como “desublimación represiva”.

[7] Para Debord, el confort de la repetición es la forma enmascarada que adopta la muerte.

[8] Imagen extraída del artículo de Alain Badiou publicado en la revista Archipiélago.

[9] Puede entenderse aquí carencia de códigos sígnicos culturales. Los códigos genéticos siguen configurando nuestra experiencia como organismos vivos.

[10] El concepto de infancia es analizado por Giorgio Agamben en Infancia e Historia. Esta forma de entender el fenómeno lingüístico humano nos servirá de base para entender el acontecimiento de la rebelión.

[11] Métodos de tergiversación. Guy Debord, Gil J. Wolman, 1956.

[12] En Métodos de Tregiversación Debord y Wolman consideran Los cantos de Maldoror como una tergiversación de Buffon y otras obras de historia natural.

[13] Concepto que incluye todo tipo de actos, gestos y expresiones consensuadas que se dan dentro de una coherencia estructural a la hora de establecer una comunicación.